CONTRA LA CONSTITUCIÓN
Editorial de “ABC” del 29.09.05
Por su interés y relevancia, he seleccionado el editorial que sigue para incluirlo en este sitio web. (L. B.-B.)
EL Parlamento catalán dio
ayer a Rodríguez Zapatero el primer motivo para no apoyar en el Congreso de los
Diputados el proyecto de reforma estatutaria, al aprobar aquél por mayoría
abrumadora la definición de Cataluña como nación. Este principio de
reconocimiento nacional de una comunidad que, en términos constitucionales, no
puede superar la condición de nacionalidad es un paradigma del juego de máscaras
en que se ha convertido la negociación del nuevo Estatuto. Los conceptos son
relativos, las palabras no tienen significado y los principios jurídicos ya no
vinculan. Con esta impostura intelectual, los mismos nacionalistas e
independentistas catalanes que siempre han dicho que la Nación es el sujeto
titular de la soberanía dicen ahora que la definición de Cataluña como nación no
tiene asociado ningún efecto soberanista. El propio Consejo Consultivo catalán
avaló la constitucionalidad de esta definición nacional con el alambicado
razonamiento de que el término «nación» del proyecto estatutario es «sinónimo de
nacionalidad» y no tiene vinculado «el concepto clásico de soberanía». Como
mínimo, resulta sospechoso que los partidos nacionalistas de Cataluña minimicen
ahora el concepto básico de su ideología. Y, en todo caso, resulta preocupante
que el Partido Socialista de Cataluña haya respaldado expresamente el término
«nación» como umbral del proyecto estatutario, más aún después de la incisiva
intervención del presidente del Gobierno, José Luis Rodríguez Zapatero, mediante
reuniones «discretas» en las que cabe presumir que se habrá ocupado de limar
inconstitucionalidades flagrantes. Al menos la definición nacional de Cataluña
ha debido de pasarle inadvertida.
Sea cual fuere la gestación de este artículo 1º del nuevo Estatuto catalán, la
cobertura que el presidente del Gobierno le haya prestado y las interpretaciones
inverosímiles que del término «nación» hacen los nacionalistas, lo cierto es que
la propuesta estatutaria que puede aprobarse en el Parlamento catalán tiene como
premisa la derogación de la Constitución de 1978. La definición de Cataluña como
«nación» no es una concesión a la retórica histórica ni una inocua manifestación
de nacionalismo romántico. Es un primer paso, porque, aunque es posible una
nación sin Estado, es igualmente cierto que ya no es posible un Estado sin
nación previa que lo reclame. La declaración de existencia de una nación en
España que no es la española implica la fractura de la Constitución y supone una
imposición unilateral de la revisión del concepto mismo de España, anterior
incluso al pacto constitucional de 1978, como una realidad nacional unitaria.
Ciertamente, el proyecto estatutario no establece un Estado para la nueva
«nación» catalana. Ni falta que le hace, porque el proyecto, rozando la
cuadratura del círculo, lo que propone es soberanía sin Estado y con nación. Así
se puede entender mejor el andamiaje de derechos históricos y competencias
blindadas que preparan el tripartito y CiU, con el que Cataluña se configura
como un ente político, preconstitucional, soberano y nacional, que se inserta en
el Estado español como quien subcontrata determinados servicios que no puede
prestar por sí mismo y con la seguridad de que esa «nación» que hoy es tan
inocua en la táctica del tripartito sería susceptible de convertirse mañana en
fuente legítima de autodeterminación.
Este proyecto no es sustancialmente distinto del Plan Ibarretxe y hasta cabe
pensar que puede ser utilizado como espejo para el País Vasco. Su propósito es
la instauración de un sistema que va más allá del federalismo; en la práctica la
soberanía no es única ni radica sólo en el pueblo español, y España -que en el
preámbulo del texto estatutario es definida como un «Estado federal»- queda
reducida a Estado, en el sentido más burocrático del término. La disyuntiva que
se le planteará al Parlamento nacional, si mañana la Cámara catalana aprueba el
proyecto, es tolerar la disgregación de la soberanía, aunque sea enmascarada con
proclamas de solidaridad, o hacer frente a un intento descarnado de suplantar el
pacto constitucional de 1978 por imposiciones unilaterales de una parte sobre el
todo.