ALGO HUELE A PODRIDO EN CATALUÑA
Artículo de Ignacio CAMACHO en “ABC” del 27/02/05
Por su interés y relevancia, he seleccionado el artículo que sigue para incluirlo en este sitio web. (L. B.-B.)
EN el barrio
del Carmelo, en la Barcelona popular de l´Horta y Guinardó, la Barcelona del
charnego Marsé que trepa hacia las colinas -«la que s´enfila als turons» según
la célebre canción de Serrat- a través de barrios de inmigrantes llegados de
Andalucía, de Murcia o de Galicia, ha empezado a hacer crisis una de las mayores
falacias políticas de la España contemporánea: la del oasis catalán, esa especie
de zona templada desde la que Cataluña viene poniendo una suerte de distancia
moral con la «crispación» de Madrid y desde la que las fuerzas de la opinión
pública autóctona tratan de construir la ficción de una sociedad diferente,
apacible, civilizada y moderna.
Ocurre que, como en «La ciudad de los prodigios», ese pretendido oasis oculta
bajo sus atractivas frondas de buenas maneras un cenagal de ambiciones,
corruptelas, clientelismos e insolidaridades. Nada que no ocurra en otras
partes, desde luego, pero tampoco nada de lo que deba presumir una comunidad tan
contaminada como la que más por los peores vicios de la política. Unos vicios
disimulados bajo la piel de una ciudad elegante, distinguida y cortés que han
aflorado de golpe a la superficie cuando la tuneladora del Metro del Carmelo ha
resquebrajado el frágil subsuelo de la zona, sacudiendo como un terremoto las
humildes viviendas del vecindario y sacando a la luz del escrutinio ciudadano
las limitaciones y ambigüedades de una clase dirigente acomodada en la embustera
invención de un territorio libre de las zafias pasiones «españolas».
En el Carmelo, agrietado en medio de una vergonzosa zarabanda de disculpas,
pretextos y responsabilidades derivadas, ha quedado desnuda la falacia de la
«democracia de los ciudadanos» con que el presidente Maragall y sus socios del
independentismo republicano trataron de distinguirse del largo régimen
pujolista. Los ciudadanos, los antiguos inmigrantes charnegos y sus
descendientes catalanes de segunda y tercera generación, han sido silenciados y
apartados para que su presencia reivindicativa de techo y justicia y su drama de
repentino desamparo no estropee el holograma virtual del equilibrio catalán en
un momento especialmente inoportuno: el de la discusión del nuevo Estatuto de
Autonomía, supuesto modelo de convivencia que el zapaterismo pretende convertir
en eje de su nuevo «pacto constitucional».
He aquí, sin embargo, que el temblor de tierra del Carmelo ha estremecido el
régimen catalán como si la sacudida hubiese brotado de las entrañas de
Collserola y la tuneladora estuviese socavando los cimientos políticos de más de
veinte años de artificiales quimeras. La inesperada acusación de Maragall a sus
antecesores en el poder autonómico -«ustedes tienen un problema que se llama
tres por ciento»- ha desvelado de golpe el légamo de corrupción y sospecha que
circula por las brillantes cañerías de una sociedad tan orgullosa de su
excepcionalidad identitaria. Es cierto que este «clamor latente» subyace en el
debate autonómico desde que lo pusiera en marcha Carod-Rovira cuando, en otoño
de 2003, se gestaba la coalición del tripartito, pero en boca del «molt
honorable president» de la Generalitat ha sonado como un trueno en una cueva.
Pero lo peor fue lo que ocurrió inmediatamente a continuación. Lejos de
sacudirse la sospecha, la respuesta del líder de Convergencia, Artur Mas, vino a
decir a Maragall que si seguía por ese camino él iba a tener otro problema, que
se llama Estatuto de Autonomía. Y, ante la sorpresa general, el presidente de la
Generalitat plegó velas con una lamentable fe de erratas, que venía a admitir
que lo que le importa no es ni la corrupción, ni los desperfectos del Carmelo,
ni mucho menos la justicia debida a los ciudadanos sin casa y sin amparo, sino
su propio proyecto político de afirmación identitaria.
Todo lo que ha ocurrido después de esta denuncia «retráctil» -el término es del
lúcido Enric Juliana-, es decir, la airada reacción de la Fiscalía, el cruce de
dimes y diretes, las amenazas de querellas condenadas al fracaso por mor de la
inmunidad parlamentaria y los farisaicos rasgados de vestiduras, no es más que
una parodia de la evidencia real de que Cataluña ha devenido una sociedad
plegada sobre su conveniencia. Convertida la construcción nacional en el
objetivo prioritario de la dirigencia política y económica -frente a encuestas
que establecen prioridades menos significativas-, un pacto de silencio y
complicidad envuelve todo atisbo de disonancia, se trate de gravísimas denuncias
políticas o de la clamorosa situación de un vecindario aherrojado a la calle por
la quiebra de una obra pública tan chapucera como probablemente dolosa. Y ese
manto de connivencia alcanza a la sociedad civil, al empresariado, a los
sindicatos y hasta a gran parte del periodismo, empeñados todos en minimizar las
salpicaduras de la catástrofe y reconducirlas a un marco de estricta
problemática ciudadana. El fin parece ser evitar que se ponga en cuestión el
«modelo catalán» en un momento tan delicado para sus intereses. Tapar la
ciénaga. Que no trasciendan los «asuntos de familia».
Todo esto no tendría más importancia que la de cualquiera de los episodios de
turbiedad que salpican con cada vez mayor frecuencia a unas autonomías
convertidas, por su capacidad de distribución de recursos, en el reducto del
nuevo caciquismo, si no fuera porque se trata precisamente del modelo político
que domina en España mediante su trasplante a la alianza de poder en el Estado.
La importancia que Cataluña tiene en este momento en la política española es
crucial, como prueba la deferencia que Zapatero concede, no ya a Maragall, sino
al patético Carod-Rovira, un político denostado en sus propias filas que se
permite humillar gestualmente al Gobierno mientras éste, apretando los dientes,
le ofrece toda clase de alfombras para que a cambio apuntale su precariedad
parlamentaria. La comparación entre el tiempo dedicado por el presidente a Carod
-que votó no a la Constitución y apoya el Plan Ibarretxe- y a Mariano Rajoy -con
quien está condenado a entenderse en los grandes asuntos de la agenda política
del Estado- refleja con nitidez el peso que el tripartito ejerce en la balanza
española, pese a tratarse de un clavo ardiendo al que en su momento se agarró
Maragall para no perder el último tren de su vida política.
La vergüenza del Carmelo ha retratado, sin embargo, el reverso de ese
experimento supuestamente renovador del clientelismo pujolista y del
autoritarismo aznarista. Lo de menos es el origen de la catástrofe, que Maragall
ha lanzado sobre «el tres por ciento» sin atreverse a tirar de veras de una
manta que acaso le esté cobijando a él mismo. Lo de menos es el mote de
«constructor en cap» con que en la escena barcelonesa se conoce a algún ex alto
cargo. Lo importante es la frialdad impávida de la reacción del tripartito ante
la tragedia del vecindario de la colina, la desaparición por ensalmo de la
proclamada «democracia de los ciudadanos», la apelación llorosa a la chequera
del Estado -¿para qué sirven los billones del presupuesto autonómico?-, el amago
de ruptura de la ficción del «seny» con una denuncia tan áspera como
inmediatamente arrepentida y, last but not least, la bochornosa omertà
complaciente con que la clase dirigente se ha aplicado a enterrar el escándalo
para que no interrumpa lo que realmente le interesa: la redacción de un estatuto
de nueva planta que consagre las diferencias de Cataluña. Una Cataluña en la que
huele discretamente a podrido por mucho diseño con que se perfume su imagen de
marca.