EUFORIA Y SARDINAS
Artículo de Sergi Doria en “ABC” del 16.05.06
Por su interés y relevancia he seleccionado el artículo que sigue para incluirlo en este sitio web.
Cataluña y Barcelona viven estos momentos en estado de euforia. ¿Nos referimos a
la expectación multitudinaria en torno al Barça? ¿A los éxitos de Alonso y
Pedrosa? Etimológicamente, la «euforia» es sensación de bienestar, pero también
capacidad de soportar el dolor. El estado de euforia se parece a la borrachera:
comienza uno a entonarse con las primeras copas; luego vienen los alardes de
grandeza que dan paso a las frases entrecortadas, la melancolía, el sueño y la
resaca del día después. El estado de euforia es como ponerse ciego de sardinas.
Desborda el plateado pescado azul estos días en las lonjas portuarias. Hay tanta
sardina que se paga, como mucho, a cuatro euros la caja de diez quilos: o sea,
cuarenta céntimos el quilo.
La sardina, como la euforia, es deliciosa si se toma con medida. Decía Pla que
«és el peix millor de tots els peixos que divaguen per les aigües amargues»;
pero no conviene abusar: «La sardina, fins i tot quan es troba en el moment de
la seva màxima comestibilitat, no s´ha de menjar cada dia. Fatiga, cansa i, si
és devorada amb golafreria -manera de menjar que en aquest país encara es pot
veure!-, és com una escopeta el tret de la qual surt per la culata...» La
euforia catalana puede acabar en empacho sardinero. La más alta dosis la pone el
Barça y sus títulos, mérito que nadie puede regatear al equipo que fichó Sandro
Rosell y elevó al campeonato la inteligencia emocional de Rikjaard, aunque
Laporta acapare fama y entradas que escatima al socio y pone en bandeja de los
políticos que devoran sushi en ese templo de promiscuidad sociopolítica que es
la Llotja del Nou Camp. Laporta «justificó» desde el circuito de Montmeló el
birbiloque de las entradas con risotadas autocomplacientes.
Mañana hay que prepararse para otra rebelión de las masas en estado de euforia.
¡Quién lo hubiera dicho hace años! Al igual que bajo el franquismo, la euforia
de los estadios compensa la tristeza del racionamiento ético. Ahora tenemos el
pan y el circo para contrarrestar la vergüenza de la política autóctona. Quienes
han llevado a Cataluña a un descrédito comparable al 6 de octubre del 34,
estarán en primera fila a la hora de festejar las copas azulgranas y hacerse la
foto. Y los jóvenes bárbaros volverán a lo suyo: con el pretexto de la euforia,
le darán al botellón y a la guerrilla urbana, al asalto de ópticas y a
improvisar disco-cars hasta que el cuerpo diga basta, ya que los cuerpos
policiales son incapaces de frenarlos. Por lo menos, a los culés siempre les
quedará París... A los nacionalistas ya no les queda ni siquiera Madrid para
urdir los memoriales de agravios que camuflaban la incompetencia autonómica.
La euforia se suministra al por mayor y sale barata cual caja de sardinas: sirve
para disimular la frustración de un país desarticulado; de un discurso
presuntamente modernizador que ya no moderniza nada; de un victimismo que ya no
puede adjudicar los males a España, sino a esa querencia infantiloide por el
«tot o res» que encarna la «Esquerda Republicana». Y lo malo es que esta euforia
masiva, ese cultivo del irracionalismo empieza a ser tan repetitivo como el ajo
de unas sardinas a la brasa. Sobrevendrá luego la resaca y ese olor carbonizado
que queda tras de las fiestas populares y las carreras de motos. Será el momento
del bicarbonato, de las brigadas que regarán las calles orinadas, de la
abstención en el referendum de un Estatut que a la ciudadanía le importa mucho
menos que la Fórmula 1 y la Champions.