LA NACIÓN DE MARAGALL
Artículo de ANTONIO ELORZA, Catedrático de Pensamiento Político de la Universidad Complutense, en “El Correo” del 05.10.05
Por su interés y relevancia, he seleccionado el artículo que sigue para incluirlo en este sitio web. (L. B.-B.)
La aprobación del texto de
un nuevo Estatut por el Parlamento catalán ha estado rodeada de una serie de
circunstancias inéditas en la historia política europea. Una vez más, como decía
el eslogan de los viejos tiempos, y confirmando lo sucedido con el plan
Ibarretxe, 'Spain is different'. Para empezar, un presidente de Gobierno español
proclama de antemano eufóricamente que apoyará todo lo que le venga de Cataluña
por consenso en lo que se refiere a la reforma estatutaria. Pequeños olvidos al
hacer José Luis Rodríguez Zapatero semejante declaración: primero, que entre los
promotores de la reforma figura un partido independentista; segundo, que una
Constitución no es sólo una suma de artículos sino una norma de normas que posee
una lógica interna, y, en fin, que una mala gestión del tema podía provocar un
grave deterioro para el sistema democrático. A continuación entra en escena el
fracaso o la ineficacia del eje en torno al cual hubiese debido girar la
reforma: la coordinación implícita entre su impulsor, el president Maragall, y
su correligionario y amigo Zapatero. De modo que con Gobierno socialista en
Barcelona y Gobierno socialista en Madrid, quienes han llevado la iniciativa en
cuanto a la definición de los puntos esenciales del proyecto, y por ende en
cuanto a su radicalización, han sido los partidos nacionalistas catalanes,
Esquerra y CiU. Literalmente, la elaboración del nou Estatut, que no reforma del
Estatut, se les ha escapado de las manos a quienes tenían en principio un
planteamiento constitucionalista. La práctica del surf político por parte de
Maragall a lo largo del proceso impide saber si ello sucede con plena aprobación
suya o se limitó a secundar la puja de los nacionalistas. Cuenta, en fin, el
resultado: un larguísimo texto cuyo contenido entraña, desde el preámbulo, y más
allá de las infracciones a 'recortar', una alternativa al orden constitucional
vigente. Las razones que abonan semejante vuelco, a juicio de Maragall, no van
más allá de una sucesión de tópicos: la Constitución y el Estatuto no están a la
altura de los tiempos, hay que sentirse 'cómodos', Cataluña quiere ponerse al
frente del cambio en España o en 'las Españas', etcétera, etcétera. De los
costes de la operación y de su necesidad efectiva, ni palabra. Entretanto,
Zapatero y su Gobierno, con el apoyo de la artillería de sus medios, ocultan su
perplejidad invocando la reflexión y prometiendo 'recortes'. Una vez más en
cuestiones de política de Estado, la indefinición como norma.
Apenas aprobado el proyecto en el Parlament, Maragall se dirigió a la opinión
pública del resto de España, no con el propósito de informar acerca de la
radicalidad del esquema de autogobierno ofrecido, sino para encubrir sus
aristas. Paralelamente, la Generalitat anuncia la puesta en marcha de una
importante campaña de explicación, que, por lo que apunta su presidente, va a
convertirse en una acción de propaganda escasamente fiable. En principio, el eje
consistirá, de acuerdo con sus primeras declaraciones, en atraer los debates al
trapo de la definición de Cataluña como nación. Y tiene buenas razones para
esperar que nuestra derecha vaya directa al engaño, ya que en principio,
ciertamente, el artículo 2 de la Constitución veta tal planteamiento referido a
una comunidad autónoma. No obstante, como el mismo Maragall advierte, la
aceptación constitucional de una plurinacionalidad se encuentra implícita en el
reconocimiento de las 'nacionalidades', y luego el significado de 'nacionalidad'
se ha difuminado. ¿Qué cuesta clarificar las cosas, ascendiendo a Cataluña al
nivel que reivindican mayoritariamente sus ciudadanos? Lo que ocurre es que en
el texto del Estatut, en el mismo preámbulo, el esquema diseñado en la
Constitución salta por los aires. Nación sólo hay una, Cataluña, sin la más
mínima presencia de factores históricos o culturales españoles, y tampoco existe
mención alguna relativa a su inserción en un conjunto nacional, o como quiera
llamársele, de nombre España. Ésta es simplemente el Estado con el cual la
proyección estatal de la nación catalana, la Generalitat, entra en relaciones
definidas por un criterio de bilateralidad, debiendo constituirse una comisión
Generalitat-Estado. 'Cataluña tiende su mano a España' era el titulares de un
periódico barcelonés comentando la aprobación del día 30. Es una expresión
perfecta de la relación de alteridad entre la Nación Catalana y el Estado
español que constituye el núcleo del nou Estatut, su razón de ser y la base del
entramado de competencias reivindicado. Confirma el enfoque del consejero de
Economía, el socialista Castells, recogido en junio por 'Avui': «La dificultad
objetiva no está en Cataluña, sino en Madrid. Y para negociar con el Estado
(sic), hay que ir unidos; si no, hemos perdido antes de empezar».
El 'blindaje' de decenas de esas competencias, 'excluyentes' de toda
intervención estatal en lo sucesivo, prueba que tal idea de la nación no es mera
retórica, según advertía Artur Mas. No es una nación que se integra en una
pluralidad, en España como nación de naciones, sino la nación catalana que
afirma de modo tajante su poder político. Asume un poder constituyente y, sin
eliminar la pertenencia al Estado, vacía a éste de contenido en lo que Bodino
hubiera considerado sus 'notas de soberanía'. Con más sofisticación que en el
caso vasco, pero no menos vocación de definir un único sujeto político, la
tradición histórica de una Cataluña siempre progresiva y fiel a sí misma, y la
apelación a los 'derechos históricos', de raíz abertzale, sirven para
proporcionar un fundamento nacionalista de gran rigidez y escasa racionalidad a
un proyecto de autogobierno que, con los eufemismos del caso, acoge el derecho
de autodeterminación («el dret de determinar lliurement el seu futur com a
poble», con la capacidad de la Generalitat para convocar el oportuno
referéndum).
El ajuste formal a la Constitución, recortes mediante, a duras penas podrá
lograr un auténtico encaje entre ambas normativas. Hay en el pasado suficientes
ejemplos de destrucción de regímenes constitucionales sin molestarse en cambiar
ni en sustituir las leyes fundamentales vigentes: casos de Italia años 20 y de
Alemania 1933. Creo que fue Carod quien señaló muy pronto que lo importante era
el Estatut, no reformar la Constitución. Con la capacidad para transferir
competencias estatales que abre el artículo 150.2 resulta posible vaciar de
contenido aspectos esenciales, sin tocar el texto constitucional. Por otra
parte, la aceptación de exigencias ineludibles -ejemplo, el reconocimiento del
castellano como lengua oficial, después del catalán- no impide que en los
artículos donde tal aspecto se desarrolla prevalezca una clara intención
discriminatoria al fijar por norma el uso ineludible del catalán.
Y a pesar de lo que anuncia Maragall, en el Estatut no hay ni nación de naciones
-que desde el exterior se prescribe para España, sin inclusión formal de
Cataluña en el concepto- y menos aún federalismo. Nación de naciones implica
reconocimiento de la identidad dual dominante hasta hoy y de una pluralidad de
procesos de construcción nacional en torno al eje central de la nación española,
y todo en el Estatuto lo niega. La aparición de un sujeto político, Cataluña,
cuasi-soberano, que establece una relación de bilateralidad con el Estado, puede
servir de base a la experiencia inédita de un Estado dual asimétrico, con
especial calado en la soberanía fiscal catalana, en absoluto susceptible de
generalización a favor de esas otras autonomías. A ellas Maragall les recomienda
que 'vuelen solas' y sean tan eficaces como la suya, dado que la 'solidaridad'
inevitablemente va a disminuir de modo drástico. Bilateralidad es todo lo
contrario de federación. Y arruina en términos políticos la aceptación de la
plurinacionalidad de España, que es algo muy distinto de proponer la existencia
de varias naciones en el marco de un Estado, único al que convendría la
calificación de español. Los antecedentes de Austria-Hungría y de Yugoslavia no
son como para mostrarse optimista.
En suma, el márketing resulta inevitable en la política de nuestros días. El
engaño es otra cosa. Del mismo modo que muy pocos cuestionaban el derecho de
Cataluña a ampliar su autogobierno y a exigir una reforma general del sistema de
relación financiera entre las autonomías. Lo que ahora tenemos ante nosotros,
con Zapatero hasta hoy en las nubes, es también otra cosa.