CATALUÑA: SOLIDARIDAD O IDENTIDAD
Artículo de Iñaki Ezkerra en “La Razón” del 21.04.06
Por su interés y relevancia he seleccionado el artículo que sigue para incluirlo en este sitio web.
Cómo es posible que la Cataluña que uno conoció en los años setenta y ochenta, aquella meca de la cultureta progre, la libertad hippie y el pasotismo mediterráneo, aquel paraíso del naturismo, la hospitalidad y la acracia al cual podías viajar con un billete ferroviario de ida y un simple saco de dormir porque siempre tenías las puertas abiertas de un piso que era «de unos amigos de unos amigos de otros amigos», se haya convertido en poco más de dos décadas en una referencia tan hostil y pobre, tan rígida, tan estrecha, tan antipática de la desconfianza y el egoísmo nacionalistas? No son figuraciones de uno. Es un hecho. No es que haya en esa constatación de una evidencia ninguna animadversión (el tan famoso, traído y llevado «odio a Cataluña»), sino más bien tristeza, nostalgia, simple sentimiento de pérdida. ¿Cómo uno va a sentir animadversión por un lugar del que se enamoró en su juventud y que constituye una parte fundamental de su educación civil, cultural y sentimental?
Uno trata, sin prejuicios, sin esquemas previos, sólo con sus sentimientos y su capacidad de percepción, de entender qué ha pasado en estos años y en lo primero que repara –buscando esa explicación– es que aquella idea, aquella «superstición social» de la «solidaridad» ha sido simplemente reemplazada por la de la «identidad». Uno se acuerda de pronto de cierta amiga que en aquellos tiempos precisamente, sin tener un duro, sabía brillar como una estrella dedicada a mil tareas sociales y pedagógicas con hijos de inmigrantes y a la que, pasados los años, encontró muy cambiada, instalada ya en una buena casa que parecía, sin embargo, una chamarilería repleta –como estaba– de objetos decorativos de todo tipo, y reclamándome –como a otros amigos comunes por lo que luego me enteré– libros, fotos, discos, regalos que nos había hecho en su día y que al parecer ahora deseaba recuperar para su museo. En aquel desconcertante reencuentro supe de su ex marido al que había logrado sacarle una buena pensión, según me explicó con un orgullo que me chirriaba en ella. Vestía mejor que años atrás, cuando la conocí en su fase de misionera laica y bohemia, pero era obvio que la pobrecilla había dejado de brillar. La amiga de la que hablo no es catalana, pero cada vez que pienso en Cataluña me acuerdo de ella y de su transformación, que es también la de esta época.
Cada tiempo tiene sus consignas, sus utopías, sus tópicos de referencia, su espíritu que flota sobre los partidos políticos, las aulas, los sindicatos, los centros parroquiales, los bares, la sociedad en definitiva y que modela de alguna manera vaporosa y flexible sus estados de opinión, sus actitudes y sus comportamientos. Hace treinta años esa consigna, ese ideal, ese espíritu, esa superstición –como digo–, era la de la solidaridad. La solidaridad flotaba sobre todas las herencias culturales e ideológicas que aún tenían fuerza: la herencia contracultural, la marxista, la anarquista, la cristiana, la hippie… «Solidaridad» era aquella palabra mágica que se invocaba para todo –admito que se abusaba de ella– y que podía cambiar no el mundo, pero sí el rumbo de un programa social, un proyecto municipal, una política cultural o una asamblea de vecinos. Por muy diversas razones –el desmantelamiento de las utopías de la izquierda, la progresiva defenestración de las humanidades en la enseñanza, la prosperidad económica, el mismo paso del tiempo…– todo ese espíritu se fue desmoronando, dejándose desterrar en el guiñol de las ideologías y las sensibilidades sociales. Esto ha pasado en toda Europa y en toda España pero en Cataluña de un modo más acusado que en ninguna otra parte porque Cataluña fue justamente la gran abanderada de la solidaridad en la época de la transición democrática y porque la consigna, el espíritu que después ha tomado el relevo ideológico a aquél ha sido el diametralmente opuesto. En Cataluña este cambio de ideales y valores se ha hecho más patente y patético que en ninguna otra parte porque del espíritu de la solidaridad ha pasado al de la identidad promovido por los nacionalismos que son los que se están jamando la tostada de toda la crisis de la izquierda, de toda la desmemoria de las tradiciones políticas civilizadas que tuvimos antes de la Guerra Civil y de todo este vacío ideológico y esta banalidad posmoderna que hoy se pretenden llenar con la invocación demagógica y tramposilla de una República entre naïf y kitsch, es decir, con la arqueología y la chatarra de los símbolos que nos curen del vértigo ante el vacío de contenidos.
En Cataluña es, sí, donde más se ha notado este cambio de consignas, ese contraste del agua caliente a la fría, porque es precisamente donde con más intensidad se ha abrazado una y otra, la consigna solidaria y la identitaria, sin transición, en dos tiempos literalmente seguidos. Déjense tanto los nacionalistas viejos como los recién conversos de solemnes tonterías como ésa del «odio anticatalán» y reflexionen sobre el feo y doloroso abismo que se abre entre esta Cataluña del PSC y ERC del «que nos devuelvan lo que es nuestro» o del «que dejen de robarnos» y la Cataluña ácrata, hospitalaria y realmente «envidiada» de aquellos años setenta. ¡Pero qué odio ni qué narices! ¿No ven que no es comparable toda aquella ingenuidad y aquella poesía con este rollo macabeo de Maragall y Rovira y esta ordinariez de «devuélveme los libros que te dejé y las fotos y los discos y el rosario de mi madre…»? ¿A quién quieren seducir con eso?