UNA CATALUÑA IMAGINARIA

 

  Artículo de FERRAN GALLEGO, Profesor de Historia Contemporánea. Universidad Autónoma de Barcelona,  en “ABC” del 11.10.05.

 

 Por su interés y relevancia, he seleccionado el artículo que sigue para incluirlo en este sitio web. (L. B.-B.)


... Para romper un Estatuto limitado y perfectible, proclamando el proceso constituyente al que asistimos, se tiene que recurrir a una nación imaginaria, como siempre hace el nacionalismo...

Hace ochenta años, Stefan Zweig publicó un breve relato: «La colección invisible». Un propietario de grabados de inmenso valor, sumido en la ceguera de su vejez, mostraba la colección a un marchante de paso. La esposa y la hija del comprador tuvieron que prevenir al visitante: la pobreza había forzado a vender los originales, sustituyendo los grabados de Durero o de Rembrandt por indeseables y mezquinas copias sin valor. El coleccionista pudo, así, ir describiendo sus exaltados recuerdos mientras, entre las manos del visitante, sólo transcurrían falsificaciones que envilecían la memoria de las obras maestras.

Si una imagen vale más que mil palabras, una metáfora puede fundamentar un argumento sobre lo que está sucediendo con la reforma del Estatuto. Se nos propone un legítimo y discutible proceso constituyente. Lo es para Cataluña y lo es para España entera, suponga uno que no es español o, como la mayoría de los que viven aquí, esté seguro de lo contrario. Decir que se desea un estado plurinacional concierne a todos, porque modifica las condiciones políticas en que todos viven. Ni estamos ante algo que interesa sólo a una parte, ni nos encontramos ante una actualización de norma, para afrontar problemas inexistentes hace casi treinta años. No se enfrenta el inmovilismo a la reforma, sino el cambio del régimen de 1978 a algo que es su contrario institucional. Negarlo es desconcertar a los propios partidarios de este proceso constituyente. Si no ha pasado nada en estos meses, si tan poca importancia tiene todo, que Esquerra Republicana pida explicaciones: se las ha ganado.

Donde debería hallarse un debate sereno, sólo hallamos el gesto de sorpresa y de cansancio cuando alguien, como el coleccionista de Zweig, confunde su exceso de imaginación con la falta de sentido común de los demás. Hace diez años, a nadie se le habría ocurrido -o sólo se le ocurrió a un independentismo aislado políticamente- plantear las cosas de este modo. Lo único que puede explicar el callejón de los milagros al que se nos ha conducido es la coincidencia entre la erosión del pluralismo en Cataluña por obra del nacionalismo pujolista, cuya cosecha recoge ERC, y la obsesiva determinación del actual presidente del gobierno y su equipo para llevar al Partido Popular a una zona ajena a la gobernabilidad del país. Tal cosa podría hacerse sólo mediante un acuerdo estratégico con el nacionalismo, cuyo proyecto de fondo -el cambio de régimen- es el único tema de Estado que el centro-derecha español consideraría innegociable, pudiendo señalársele -como ya se ha hecho, y se hará con los socialistas menos cautelosos- como el exasperado habitante de una indigesta marginalidad.

Una sociedad es una trama de vínculos de pertenencia, emociones y garantías políticas. No hay individuo al margen de referencias comunitarias. Pero su plasmación ideológica y política no tiene por qué ser el nacionalismo. Y el problema es que ha sido esta lógica minoritaria la que ha orientado el proceso: no sólo en su fijación textual, sino en sus factores de propulsión emocional, en la determinación de los rasgos de una cultura, en los perfiles de un reconocimiento colectivo. No cesan de subrayarlo los portavoces nacionalistas: lo importante es haber marcado una equivalencia de soberanías a la que se aplica el eufemismo de «interdependencia». Si se desea conocer lo que opinan los catalanes acerca de esa bilateralidad, que se les consulte sobre el tema abiertamente, sin enfundar la cuestión en un texto de extensión ingobernable para los ciudadanos. De hecho, ni siquiera hace falta preguntar, si consideramos que el 85 por ciento de quienes votaron en el 2003 -la mitad del censo, por cierto- negaron su confianza a ERC, el partido que ejecutaba las copias de los grabados magistrales, aprovechando que los tiempos son de ruina y el coleccionista, al parecer, es ciego.

El preámbulo de la reforma estatutaria, como todas las grandes declaraciones previas a una constitución, es un fluido que identifica, recorre, preserva y mueve el cuerpo institucional que se ha alumbrado. Es una formulación de identidad frustrada, además de la descripción de un territorio idílico cuyas penalidades sólo resultan del exterior. Para dotarnos de perfil excepcional, se proclama que siempre, y todos, hemos aspirado a la justicia social. Probablemente, por ello tuvimos un siglo XX con el sindicalismo más agresivo de Europa y con una patronal dispuesta a apoyar golpes de estado tras hacer incesantes declaraciones patrióticas. Nos caracteriza ser una nación de acogida. Quizás, gracias a ello, murcianos, extremeños o andaluces fueron hacinados en coquetones pisos de treinta metros cuadrados, en cordiales barrios sin asfaltar, en lujosos paisajes de extrarradio con madrugones lívidos y transporte de ganado laboral. Estos «otros catalanes» combatieron, junto a catalanes que sufrían situaciones parecidas o se solidarizaban con ellos, por su dignidad y por la del lugar en el que vivían. Se movilizaron por Cataluña, pero por una Cataluña distinta a la pésima decoración con que la mitología disimula la suciedad de la historia y, con ella, su propia dignidad. Ellos sí que mostraron una versión de encuentro de culturas, de fusión de experiencias, porque nunca pensaron que viajaban al extranjero y nunca creyeron que se les daría a elegir entre dos lealtades. Ya han visto vulnerar esa condición, cuando las autoridades se preocupan por la persistencia del castellano en las aulas, o cuando consideran que los escritores en lengua española no son cultura catalana.

Para estas personas, nada más indicativo que la actitud de los cachorros del nacionalismo, a los que últimamente les ha dado por achacar escasa ambición, encogimiento de ánimo y temor a las represalias a una generación que supo organizar la igualdad y libertad de todos los españoles. La imaginación es despiadada con la realidad. En este caso, la exaltación del reciente heroísmo de salón de algunos tiene que reducir la intemperie del antiguo coraje de muchos.

No tenemos, sin embargo una bifurcación de la sociedad catalana, dividida entre la actitud incomprensiva de los inmigrantes frente a la exigencia de derechos de los catalanes «de toda la vida». La distinción no se produce en esa emanación de la reticencia frente a España de los nativos y de la reticencia frente a Cataluña de los forasteros. Y no se trata de eso a pesar de que se ha hecho todo lo posible para dejar ese huevo de la serpiente en los recursos cívicos de Cataluña. Lo que existe es una Cataluña plural que entiende de formas diversas su relación con el resto de España y, aunque nunca se diga, la propia organización de la convivencia en Cataluña. Ambas cosas, si no queremos caer por el hueco que ha visto despeñarse el desorden ideológico que pasará factura a la socialdemocracia, en Cataluña y en toda España.

La reforma romperá consensos esenciales que han permitido el delicado equilibrio sobre el que se construyen las sociedades complejas como la catalana. Ya ha empezado a hacerlo, al definir una bilateralidad que el texto propone, pero que los medios de comunicación y los pregoneros del Cuatripartito han desplegado por el país al señalar el conflicto perpetuo entre aspiraciones nacionales catalanas y cicatería estatal española. Y el desacuerdo con lo sucedido no se refiere a quienes «no lo entienden», como pretende esa cacareada propuesta de hacer «pedagogía» con los discrepantes. No somos niños en proceso de formación. Es algo más simple, aunque insoportable, por lo que parece: no estamos de acuerdo. Porque somos leales a otra Cataluña que no es menos catalana. Aquella que reconocía su diversidad, que se enriquecía en contacto con Europa, territorio moral de ambiciones democráticas, ávido recinto de pluralidad reconocida, bilingüe sin traumatismos y ciudadana activa. Ese es el conflicto interno en el que vive Cataluña, las dos versiones que entran aquí en conflicto para rebotar luego en una mala copia de su versión original cuando quiere enfrentarse al resto de España. Me importa mucho más esa cultura difunta que el provinciano sectarismo que se nos ha dado a cambio. Para romper un Estatuto limitado y perfectible, proclamando el proceso constituyente al que asistimos, se tiene que recurrir a una nación imaginaria, como siempre hace el nacionalismo. Ese coleccionista ciego que no ha podido leer lo que de nosotros mismos dijo el gran Gabriel Ferrater: «Éramos esta imagen. Los ídolos de nosotros, para la sumisa fe de después».