A LARGO PLAZO

 

 Artículo de Juan Giral, publicado en la página de “Ciudadanos de Cataluña”

 

 Por su interés y relevancia he seleccionado el artículo que sigue para incluirlo en este sitio web.

 


Creo haber leído, en alguna ocasión, que Lord Keynes, cuando oía formular predicciones sobre el devenir bursátil o de las magnitudes económicas a largo plazo, solía responder, con sorna, “a largo plazo, todos muertos”.

Me viene esta frase a la cabeza a propósito de las predicciones que hemos podido hacer sobre la evolución de los nacionalismos. Creo que durante mucho tiempo se ha caído en un grave error de perspectiva, consistente en pensar excesivamente a largo plazo sobre este asunto.

El argumento central consistía en considerar la “fiebre nacionalista” como una suerte de reacción a los 40 años de franquismo, una erupción emocional pasajera, que pronto alcanzaría su cenit, para después remitir e ir dejando paso a consideraciones más ideológicas y racionales sobre la acción política. Se consideraba, en cierto modo, como un “peaje temporal”, que había que admitir para resarcir a los que habían sido, en algunos aspectos, tan groseramente agraviados.

Es sobradamente conocido como el nacionalismo, mediante su habitual faceta victimista, ha explotado con perseverancia y habilidad un cierto sentimiento de solidaridad y hasta de culpa inducida (en quién no tenía ninguna) por la pasada represión sufrida, la real y la imaginaria. Pero creo que el innegable éxito de esa estrategia no hubiera podido ser tan completo sin el concurso de esa confianza de fondo en que las aguas terminarían por volver a su cauce, en el largo plazo.

Así, se fueron admitiendo paulatinamente cosas que en modo alguno tendrían cabida en una cabeza racional normalmente constituida, y menos de izquierdas, y que durante años provocaron la risita autosuficiente y narcisista de la progresía, incapaz de ver la tela de araña que, implacablemente, se iba construyendo a su alrededor. Las primeras cesiones fueron, seguramente, las más decisivas y colocaron las bases sobre las que se cimentó el avance ideológico del nacionalismo. Será una tarea apasionante, para periodistas, historiadores o estudiosos, reconstruir el tortuoso trayecto que ha llevado al nacionalismo, de ser un componente claramente minoritario y subordinado a la izquierda, en las postrimerías de la lucha contra la dictadura, a ejercer una hegemonía ideológica absoluta en la política catalana, con la izquierda oficiando el tristísimo papel de palanganero desde tiempo ya casi inmemorial. Un día, el catalán se constituía en la “lengua normal” (¡?), otro se hacía “propia”, al cabo nos enterábamos de que no teníamos gran cosa que ver con España, porque nosotros éramos carolingios, o nos mirábamos en el espejo de Lituania...

A cada nuevo peldaño que, con lineal tenacidad, escalaba el nacionalismo en su proyecto obsesivo de acomodación de la realidad al mito, se oponía el mecanismo psicológico de pensar que ciertos dislates no podían ser sino el canto del cisne del delirio y el anuncio del inminente reflujo, que quedaba invariablemente pospuesto tras el ascenso de un nuevo peldaño.

Durante años participé, de forma más o menos consciente, de este punto de vista. Creo que aún puede encontrársele en sectores de la sociedad catalana y, sobre todo, del resto de España, que tienden, desde la distancia, a no creer en la magnitud real de lo que está aconteciendo en Cataluña. Particularmente, empecé a salir de mi error con motivo del Mil.lenari de Catalunya. Al observar cómo la inocultable desazón que producían las celebraciones del Quinto Centenario encontraba su bálsamo en la súbita idea de festejar una efemérides de hacía 1000 años (¡el doble!) y cómo, ante el cúmulo de hipérboles y despropósitos que con tan fausto motivo tuvimos que leer u oír, apenas unos pocos historiadores o personas de relevancia pública osaban, tímidamente, poner algún pero a la fiesta (sin éxito alguno), comprendí que, una vez se ha conseguido asentar firmemente una cierta forma de ver las cosas, un mecanismo mental casi automático, ya nada puede ser considerado excesivo.

Lo que, inicialmente, pudo parecerme el cenit, no era sino un paso más en la larga línea trazada, con maestría inigualable, por el formidable político que es Jordi Pujol. La esperanza del reflujo se ha agostado tras tantos años de espera y desmentidos. Si algún iluso albergaba aún alguna, confiando en el tantas veces pospuesto cambio de gobierno en la Generalitat, el verdadero aquelarre nacionalista que han desatado el PsC de Maragall y su sonriente mentor ha supuesto un amargo (quién sabe si también prometedor) despertar.

Son legión los que, en su día, apoyaron la recuperación de las instituciones catalanas, el Estatut del 79, la recuperación y extensión a nuevos ámbitos de la lengua catalana y tantas otras cosas y ahora contemplan, perplejos, a donde está conduciendo la utilización que se ha hecho de su noble apoyo. Pero a la amargura de tantos que se han sentido, con toda razón, engañados, creo que debemos añadir una cierta desazón provocada por la sensación de que, hace ya mucho tiempo, nos dejamos engañar.

¿Puede hoy en día, a la vista de lo sucedido todos estos años, seguir sosteniéndose esta confianza en el largo plazo, que tanto ayudó, en mi opinión, al triunfo rotundo de la estrategia nacionalista, sobre todo en su primera fase? El problema es que, en cierto sentido, creo que sí, o, al menos, que la pregunta puede tener 2 respuestas, sólo superficialmente contradictorias.

Si lo que se pregunta es si los nacionalistas van a ir regresando, de forma natural, a la racionalidad, si el “episodio febril” va a ir remitiendo de forma espontánea, es obvio que no. Su tendencia intrínseca es a aumentar, y los últimos acontecimientos no hacen sino corroborar lo que, tras tantos años, se ha hecho ya más que evidente.

Si, en cambio, se trata de saber si la estrategia nacionalista, de éxito político incontestable, va a llevar a la consecución de sus objetivos, creo que la respuesta debe ser negativa, aunque he de admitir que se me hace difícil de valorar la influencia futura de una generación ya completa, formada y amamantada hasta la saciedad en la mitología nacionalista, y que ya está empezando a acceder a los puestos de responsabilidad y poder.

Si se observa la realidad social con el mayor desapasionamiento posible (cosa nada sencilla), resulta cada día más patente que el país mítico que los nacionalistas pretenden, en sus ensoñaciones, “reconstruir”, no tiene la menor posibilidad real de prosperar. La Cataluña monolingüe, unida en la tradición y el sentimiento común de patria ancestral nunca saldrá de su vaporoso estadio de producto de la imaginación de mentes calenturientas. A pesar de todo lo visto hasta ahora, este proceso antihistórico y desconectado de la geografía y de la realidad no puede dejar de ser una quimera. Pero no olvidemos que los griegos representaron a la quimera bajo la forma de una criatura monstruosa y temible.

El tema de la lengua, en el que el nacionalismo sitúa el tronco central de su obsesión identitaria (“el ADN de Catalunya” ha dicho Maragall) y el grueso de sus esfuerzos, es el ejemplo más paradigmático de esta imposibilidad. El gran apoyo social que recibió en una primera fase, y que sirvió no sólo para llevar el catalán a la escuela, como se pedía, sino para colar de rondón la inmersión lingüística, pronto resultó insuficiente para producir los frutos que se perseguían. La ley de “normalización” lingüística del 83 (¡cuantos graves males debemos al hecho de haber admitido que adquiriera carta de naturaleza política tan horrenda y falsa palabra!) y, más aún, la ley de política lingüística del 98 son hitos fundamentales en la persecución del objetivo (ya casi plenamente conseguido) de erradicar completamente el español de la escuela, el mundo oficial y los medios de comunicación públicos. Pero ni los ingentes recursos invertidos, ni el paulatino paso de las medidas de apoyo a medidas cada vez más claramente coercitivas (con las nuevas vueltas de tuerca que el proyecto de Estatut anuncia para las empresas privadas y para la propia vida de los ciudadanos) han conseguido, ni conseguirán, que el “uso social” del catalán discurra por los cauces pretendidos. Al contrario, el avasallamiento constante y desmedido está empezando a provocar el efecto contrario: el estancamiento que tantos lamentos ha provocado empieza a dar paso a un retroceso, que los estudios ponen de manifiesto y que cualquiera puede ver con sólo salir a la calle. Las medidas extemporáneamente coercitivas están logrando que empiece a tomar cuerpo una cierta actitud de defensa beligerante del español, hasta ahora prácticamente inexistente o testimonial. El catalán se ha consolidado plenamente como lengua oficial y política y como lengua necesaria para el trabajo, pero no avanza como lengua de comunicación y relación entre las personas, la función esencial de una lengua.

La vida de las lenguas está indisociablemente unida a la de sus hablantes, con sus características personales e históricas. El Boletín Oficial sólo puede ayudar a crear ciertas condiciones, intervenir marginalmente en el proceso, pero nunca afectar al meollo de la cuestión. Parece increíble que, a estas alturas, se vea impelido uno a poner por escrito semejante perogrullada.

Por supuesto, nada hay que temer con respecto al futuro del español. Ni siquiera en Cataluña, a parte del hecho indudable de su empobrecimiento y progresiva degeneración, proceso, por otra parte, en todo paralelo al que sufre el catalán y, en buena medida, común a toda España. No es ése el problema. Incluso la aseveración que encabeza el párrafo se utiliza con frecuencia, por ignorancia o cinismo, como justificación de la legitimidad y la necesidad de la política lingüística que se lleva a cabo, ya que no pone en peligro al español.

Aunque el caso de la lengua es el más patente, consideraciones similares podrían hacerse en todos los otros terrenos en los que el nacionalismo porfía por constreñir la realidad para acomodarla a su visión. Puertas al campo. Pero es aquí donde se manifiesta con claridad el problema de perspectiva que mencionaba al principio. Es aquí donde la faz horrible de la quimera debe alertarnos de la gravedad del error.

El advenimiento definitivo del mito nacionalista no tendrá lugar. Pero los males que su mantenimiento y alimentación constante producen han sido ya muy cuantiosos y lo seguirán siendo en un futuro previsible. La legión de damnificados es enorme, muy superior incluso a la de los engañados. Entre los que somos contrarios, por numerosas y obvias razones que no es el momento ahora de argumentar. Entre los que son favorables, por la frustración inevitable que produce el ver que el paso del tiempo, a pesar del incontestable triunfo político, no sirve sino para ahondar más y más el abismo entre el país oficial y el país real, que nunca en la Historia había alcanzado dimensiones tan colosales. Entre la cuantiosa legión de indiferentes o acomodaticios, por las forzosamente negativas consecuencias intelectuales y morales que ha de tener un comportamiento constantemente dual, en el que se finge comulgar en la vida pública con lo que en la privada se ignora o menosprecia abiertamente. Los beneficiados, obviamente en número muy inferior, todos sabemos quienes son, pero no es éste el tema que me interesa ahora analizar. Todo ello va conformando una sociedad hipócrita, huera, ensimismada, encorsetada, claustrofóbica incluso, cada vez más empobrecida e incapaz de proyectar sus energías hacia afuera, pues la mayor parte de ellas se consume en el intento de transformar la imagen inexorable que de sí misma le devuelve el espejo.

El problema no son las lenguas, son sus hablantes. El problema no es si la Nación se construye, crece, se purifica o decae, sino la vida de los ciudadanos que la forman. El problema no es si existe algún método, si hay alguna posibilidad de que la larga marcha desemboque, al fin, en el puerto imaginado, sino la criminal constricción del campo vital de las generaciones a las que el Destino ha embarcado en tan absurda travesía.

El problema, que hace ya muchos años perdimos de vista y la cruda realidad nos muestra ahora de forma cada vez más perentoria, es que, a largo plazo, todos muertos.