LA PRODIGIOSA IZQUIERDA CATALANA
Artículo de Gregorio Morán en “La Vanguardia” del 26.11.05
Por su interés y relevancia he seleccionado el
artículo que sigue para incluirlo en este sitio web.
Les voy a revelar un secreto que los de mi generación sólo confesamos en las
horas buenas de los días malos - es decir, con harta frecuencia- y que conforma
una especie de pena honda, flamenca ella y desolada como quejido de nuestra
inteligencia. Se refiere a cierta cobardía ética que nos tiene agarrados de las
partes más delicadas de nuestro cuerpo como dentista sobre muela ajena, y
sumidos en el cinismo de esas amplias sonrisas que suelen exhibir los que fueron
muchachos brillantes de mi generación. Insisto en lo de mi generación, porque no
existe, se disolvió con quitamanchas de alto standing, pero constituye un
recurso perfecto para la retórica. ¿Quieren que les diga cuál es el efecto más
letal y duradero del franquismo? El síndrome de Caperucita la Roja.
Nos hemos tirado media vida angustiados por el lobo.
¡Qué viene el lobo, qué viene el lobo! Reconozcámoslo ante los golfantes
posmodernos que escriben columnitas salomónicas, esos que habiendo leído un
resumen de Freud y conscientes de que el maestro consideraba obligado matar al
padre, han indultado al suyo y han escogido a los nuestros como víctimas
propiciatorias. Ante ellos admitimos sin rubor que el hijo de puta del lobo ha
condicionado gran parte de las decisiones que hubiéramos podido tomar en la
última media vida, pero ¡atención!, en la otra media que hemos vivido había
lobos que se enseñoreaban del rebaño y ninguna caperucita que nos tirara los
tejos. Lo hicimos fatal, si lo sabré yo, pero fuimos conscientes de que
Caperucita era un putón verbenero y el lobo su proxeneta. Ahora no. Estamos
acongojados por el lobo, ese animal que amenaza con volver y que constituye una
constante de nuestra historia. No es literatura; el lobo existe por más que
Caperucita la Roja sea una invención.
Muerto el Caudillo no hemos hecho otra cosa que ser víctimas del efecto
Caperucita. Y ya estoy harto. No es que no me importe el lobo, porque sé que
existe, sino porque Caperucita es una golfa que nos chantajea moralmente para
que no revelemos sus intimidades. A mí, lo de Pepe Montilla, don José
superministro, me parece una golfería inaudita y aunque lo diga un chorizo como
Zaplana, que entró en la política para forrarse y que me parece uno de esos
pájaros levantinos, rijosos y chumaceros, es decir, mucho polvo de dama y mucha
mugre de billete, aunque lo diga él, no hay Caperucita que lo salve por más que
grite al lobo, al lobo. O sea, que todos lo hacían. O sea, que todos permitían
que los bancos les compraran los favores a costa de unos créditos ni siquiera
blandos, puro chicle para mascar. Nuestra izquierda doméstica y corrupta se ha
vuelta leninista y piensa que debemos hacer lo mismo que el enemigo pero con
otros fines. A algunos nos pilla muy mayores el argumento, porque sabemos que
los fines son los medios y estamos escarmentados.
¿Habrá que volver a repetirlo porque se han olvidado? Lo diferencia entre la
izquierda y la derecha es una cuestión tan obvia que la derecha la considera
insignificante. Cuando la izquierda hace lo mismo que la derecha está firmando
su sentencia de muerte; para qué se necesita pagar a dos, cuando bastaría una.
Que el argumento socialista sea que los populares han hecho lo mismo, es
demoledor. Me evoca una teoría de mi padre, de derechas de toda la vida, que
siempre apostaba por los ricos en las urnas aplicando un principio inmarcesible
de puro actual: "como robaron sus abuelos, ellos pueden ser gente honrada".
Estamos metidos en un carajal. Hemos pasado del oasis catalán al pantano o a la
charca, está por ver. Se ha bajado unos cuantos grados en la respetabilidad
política que nunca estuvo muy alta por más que la autoestima estuviera por las
nubes. ¿O sea que yo tengo que defender a Pepe Montilla porque es el
representante de la izquierda catalana en el Estado central opresor y corrupto?
O la gente se ha vuelta de repente mema o se me ha quebrado la aguja de marear.
¿Acaso no es patético ver a Manuela de Madre, recién bautizada de nacionalismo
montserratino ante la perplejidad de los señores que nunca la habían visto más
allá de donde la ciudad pierde su nombre, exigiendo el compromiso ardiente de la
progresía hispana en defensa de la libertad de Catalunya? Bastaría decir que
este es un país adorable pero donde hay licencias de lenguaje estremecedoras,
como por ejemplo llamar "mujer de hacer faenas" a las asistentas, una expresión
que en castellano es brutal.
El tan citado Ortega y Gasset se refería durante los años del cólera, a "la
erosión cotidiana" que le significaba la España de la época, sus diarios, sus
esclavitudes. Para quien es consciente de la situación la erosión cotidiana es
laminadora. La diferencia entre la realidad y lo que contamos de ella en los
diarios es abismal. Con absoluta impunidad, digna de esos años inconfesables,
los columnistas salen en defensa o en ataque de Pepe Montilla como si les
pagaran por devorarle o canonizarle. ¿Por qué no podemos exigir que se publiquen
los nombres de los 173 asesores de la Generalitat? En Estados Unidos, fuente de
todo prestigio occidental, ser nombrado asesor de la Casa Blanca figura en el
currículo como máximo galardón. ¿Por qué aquí exigen los interesados que sea
clandestino? La corrupción del mundo intelectual o cultural es mayor
proporcionalmente a cualquier otra. Por una razón, si son capaces de ejercer de
críticos independientes al mismo tiempo que asesoran subreticiamente, imagínense
hasta dónde llegarían estos vulgares chorizos ideológicos convertidos en
financieros o brokers. ¡Un peligro social!
Los historiadores futuros se darán de bruces narrando la trayectoria de la
izquierda catalana desde la muerte del Caudillo. Tratarán de entender cómo fue
posible que el PSUC se suicidara tras pasar la más dura y heroica de las
travesías del desierto. Luego la invención exitosa del PSC, que después de
triunfar sobre sí mismo y de inquietar al Estado central que le envía a
Tarradellas para socavar su victoria, hete aquí que se hacen tarradellistas. Y
por si fuera poco el Estatut. Algo útil, conveniente y recomendable para todo
nacionalista que se precie... que se convierte en dinamita en manos de una panda
de irresponsables que como la Manuela de Madre-Caperucita del cuento invitan al
lobo a tomar postres de music y ratafía, y ríen y bailan. Lo incomprensible del
Estatut es cómo la izquierda de Catalunya hace la política de la derecha en un
sangrante ejercicio de haraquiri. Si yo fuera nacionalista el Estatut me
parecería magnífico, pero si tuviera la base social del PSC sólo un frívolo
haría algo que significa su deslizamiento hacia la inanidad. La mayoría de los
que elogian hoy a Maragall, ni le votaron ni le votarán nunca.
Y ahí llegamos a otro tema intocable. Por qué yo puedo decir que George Bush me
parece una demostración palpable del aspecto más peligroso de la democracia
norteamericana, que cualquier imbécil puede ser presidente de Estados Unidos.
Incluso puedo escribir que José María Aznar es un peligro público, y que su
vuelta augura muy malos tiempos. Pero sin embargo no debo escribir sin romper
las convenciones, que el president Maragall me parece un personaje de
Pirandello, muy interesante para la escena, pero que su frivolidad y su
incompetencia política son un peligro público que no hay Caperucita ni Lobo que
lo justifiquen. Ni Maragall ni Montilla ni dirigente alguno están donde están
para salvar la patria, o las esencias o las identidades en trance de extinción.
Están por ambición, porque les gusta y porque a un montón de ciudadanos les
parece bien. Punto.
La paradoja catalana es que la generación menos frívola de cuantas existieron
durante las últimas décadas fue la denostada gauche divine,gente de pro, que
hizo lo que creyó que debía hacer con absoluta conciencia de sus
responsabilidades sociales y económicas. Nada que ver con esa supuesta izquierda
desnortada pero muy asentada socialmente, que se vuelve al Barça como elemento
ideológico fundamental. Delicioso, por supuesto. En los divertimentos de mi
amigo Manolo Vázquez Montalbán, que nadie mejor que él sabían que eran melonadas
de muchacho arrabalero al que consentían los señoritos que les inventara una
teórica, hay rasgos que me conmueven. En un homenaje reciente al amigo muerto
uno de esos tipos que tienen la suerte del apellido - en Catalunya ser de
izquierdas o nacionalista se hereda, algo que no existe ni en Euskadi- escribía
unas frases de Manolo a propósito del Barça como ideal colectivo y del fútbol
como nueva religión. Es divertidísimo, porque estos muchachos mal de casa bien,
que pasaron en un tiempo récord de la lucha contra el reformismo desde la
extrema izquierda a la lucha contra el reformismo desde la derecha nacionalista,
no perciben que detrás de esa consideración de once hombres en calzoncillos,
cuyos méritos se pagan en oro, porque el futbolista de elite no es otra cosa que
una meretriz de lujo, no perciben, digo, la similitud con sus padres. Se les
escapa que en ese gesto supuestamente elegante de hacer suyo al negrito
brillante metiendo un gol o al sudaca agradecido haciendo una gran jugada,
cuando ellos dicen "hemos ganado", están repitiendo la misma escena de aquella
dama del Liceu que le hacía notar a su marido lo orgullosa que se sentía por la
querida de su amado esposo: "la nostra és més bufona".
La prodigiosa izquierda catalana, victoriosa y suicida, puede contemplarse en su
misérrimo esplendor en una película seca y fría como un disparo. Si quieren ver
la radiografía del tedio y la derrota vayan a ver Veinte años no es nada de
Joaquín Jordá. Un documental, demoledor en su brutalidad, sobre la disolución de
la izquierda en Catalunya antes de que los frívolos nos explicaran que somos la
hostia; como mínimo una nación. E incluso más, qué cojones.