UN MANIFIESTO DE CIUDADANOS



Reclamar una respuesta al nacionalismo catalán para restaurar la normalidad no es ser españolista

 

 Artículo de FÉLIX Ovejero, Profesor de Ética y Economía de la UB, en ¿¿??del 15-6-05

 

 Por su interés y relevancia, he seleccionado el artículo que sigue para incluirlo en este sitio web. (L. B.-B.)


Hace apenas unos días unos cuantos ciudadanos catalanes presentamos un manifiesto reclamando la necesidad de una respuesta política al nacionalismo. Sin casi tiempo para atender lo que allí se decía, se nos describió como "anticatalanistas". Un calificativo habitual en la política catalana. CiU lo utilizó en su día con la oposición y hoy mismo, a la mínima, lo repiten todos contra todos. Quizá no habría mayor acto de higiene política que eliminarlo de nuestro léxico. Está sobrecargado de significados, todos ellos antidemocráticos. El más inmediato: descalifica como miembros de la comunidad política a quienes tienen una idea distinta acerca de cómo ordenar la vida compartida. Al rival político se le discute su condición de ciudadano, su derecho a discutir.
No es esa la única consecuencia patológica. El caso del 3% es el ejemplo más reciente de cómo el nacionalismo deteriora la democracia. Democracia significa control de los poderes por los ciudadanos, transparencia, prensa independiente, ausencia de influencia de los poderosos. En eso consiste el autogobierno ciudadano. Que el presidente de la Generalitat esté en la plaza de Sant Jaume no le asegura ninguna proximidad a los ciudadanos. La vecindad también puede ser ocasión para que el mercadeo de favores, las relaciones familiares y las comidas entre amigos suplan el escrutinio democrático. Una circunstancia agravada en una cultura política en donde exigir explicaciones es antipatriótico, como fue obscenamente escenificado en el caso del Carmel. De nuevo los "intereses de Catalunya" sustituyen a los intereses de los catalanes --sanidad, educación, empleo--, que quedan, así, desatendidos y sirven de coartada para desatenderlos.
El nacionalismo vincula la pertenencia a la comunidad política a la identidad. Nada más reaccionario. Los ciudadanos tienen un único y fundamental compromiso: asegurarse mutuamente derechos y libertades. Nada más. La ciudadanía no admite grados, no hay quienes sean más catalanes que otros. No somos más o menos catalanes porque compartamos ciertas pautas culturales. Es posible que en una comunidad existan muchos católicos o aficionados al Barça, pero las instituciones no tienen por qué ser católicas o del Barça. Cualquier otra opción supone excluir a algunos ciudadanos, admitir que hay unos que son de primera y otros no, abandonar la conquista más revolucionaria de la ilustración: la comunidad política cimentada en la ley y la justicia, y no en la tradición, el mito o la identidad.

IDEAS elementales que cobran especial significado en Catalunya. Y es que la identidad que el nacionalismo alienta no se ajusta a la de los catalanes. Catalunya es hoy una sociedad diversa, compleja, que no se reconoce en su supuesta identidad nacional: cerca del 70% de sus habitantes tiene sus raíces fuera de Catalunya; si nos atenemos a la distribución de apellidos, Barcelona es la segunda provincia más "española" de la Península; asimismo, el castellano es la lengua materna de más de la mitad de los catalanes. No hay por qué extrañarse. Después de siglos de mercados y fronteras comunes, somos inevitablemente mestizos. No es ni bueno ni malo, es la "realidad". Lo que sí podemos valorar, establecer si es bueno o es malo, es la distribución de la renta, el funcionamiento de la sanidad, la calidad de la educación, el cuidado del medio ambiente, en fin, los asuntos públicos propios de la política.
Cuando la realidad no se parece al mito, las políticas identitarias son algo peor que una ficción. Es verdad que muchas veces simplemente resultan ridículas o despilfarradoras, como la campaña Ballem en català. Pero, por lo general, las cosas son más graves. Ahí están las multas de las "oficinas de garantías lingüísticas", en donde unos ciudadanos pueden denunciar a otros, o los inspectores que irrumpen en las oficinas de las empresas para examinar la lengua de sus comunicaciones. Ahí está un sistema de enseñanza que permite --obliga-- a los niños del Valle de Arán a estudiar en su lengua materna, pero niega esa posibilidad a la mitad de los catalanes.
A quienes denuncian estas situaciones se nos acusa de "españolistas". Se asume que si uno no es nacionalista catalán, es nacionalista español. No dudo de que existen "españolistas", pero no estoy seguro de que exista un partido político españolista. Yo, al menos, no conozco ninguno que defienda un sistema de enseñanza exclusivamente en castellano, considere que hay acabar con las autonomías, defienda que la Administración debe comunicarse exclusivamente en castellano o crea que hay que "reunir" a la hispanidad en los "Países Hispánicos". En fin, el equivalente de lo que asumen los partidos que acusan de nacionalista español al que levanta la mano para preguntar. Si existiera, las razones expuestas, seguirían valiendo contra él.

EL PROBLEMA no es que los ciudadanos experimenten sentimientos nacionales, sino que se pretenda gobernar sobre los sentimientos de todos. Por eso, el catalanismo, cuando se convierte en programa político, deriva en nacionalismo e, inevitablemente, acaba por legislar desde unas supuestas esencias nacionales que no se sabe muy bien quién determina. La mejor prueba: el presidente de la Generalitat sostiene que "es evidente" que Catalunya es una nación, mientras que apenas un veintitantos por ciento de los catalanes cree que Catalunya es una nación.
Frente al nacionalismo, los firmantes del manifiesto nos hemos limitado a reclamar la restauración del ámbito normal de la política. No pretendemos ser los portavoces de nadie. Señalar que hay un déficit de representatividad no es arrogarse representación alguna. Tampoco queremos ser los defensores de "los otros catalanes", sino de los derechos de todos. Lo han llamado siempre ciudadanía y no excluye a nadie.