PEDAGOGÍA CATALANA

 

 Artículo de XAVIER PERICAY  en “ABC” del 02.07.05

 

 Por su interés y relevancia, he seleccionado el artículo que sigue para incluirlo en este sitio web. (L. B.-B.)

 El formateado es mío (L. B.-B.)

 

Aunque habrá que esperar al próximo martes para conocer los resultados, no parece que las pruebas de acceso a la universidad vayan a arrojar este año un balance muy distinto al del año anterior. Dicho de otro modo: es muy probable que nueve de cada diez alumnos catalanes aprueben la selectividad. Así se deduce, al menos, de las palabras de los profesores consultados el primer día de las pruebas, quienes coincidían en señalar que es casi imposible que sus alumnos suspendan. Uno de estos docentes ponía un ejemplo, sacado del examen de Lengua Castellana, donde los examinandos debían responder a unas preguntas sobre un texto de Miguel Delibes. Resulta que una de las preguntas decía: «Escriba todos los nombres de animales que se citan en el texto y clasifíquelos en aves y no aves». Y el docente añadía, entre contrariado y perplejo, que no hacía falta haber estudiado todo un curso para acabar distinguiendo lo que es un ave de lo que no lo es.

En efecto: no hacía falta. Como tampoco hacía falta haber cursado dos años de bachillerato para eso. Ni tal vez, si me apuran, los cuatro de la enseñanza secundaria. Con tener la primaria y no ser demasiado zoquete había más que suficiente para salir airoso de la prueba. Y hasta es posible que alguno de ustedes se esté ya lamentando de que la enseñanza en España sea obligatoria y considere -como un amigo mío no hace mucho tiempo- que sus hijos estarían mucho mejor en casa, sin otro preceptor que su propia familia. A fin de cuentas, si la educación tiene como principal objeto llegar a distinguir un ave de lo que no lo es, convendrán conmigo que a cualquier niño, para conseguirlo, le basta y le sobra con la lectura de esos cuentos ilustrados llenos de animalitos que suelen preceder a sus dulces sueños, o con la contemplación de alguno de esos documentales darwinistas con que las televisiones públicas alegran de tarde en tarde nuestras sobremesas.

Así las cosas, ¿para qué sirve hoy en día la enseñanza, y el sistema público en particular? Para aprender, seguro que no; en todo caso, puede que sirva para hacer. Es decir, para que los alumnos -y los profesores, y los padres- se sientan hacedores de un determinado proyecto convivencial.
No se asusten: un proyecto convivencial es lo que debería resultar de una educación en valores. Alto ahí, dirán: ¿una educación en valores? Sí, ya saben, la paz, la tolerancia, la diversidad, la sostenibilidad. ¿Un mundo nuevo? Por supuesto, el mundo con que soñó la generación que ahora está en el poder, la que en Cataluña, cuando menos, manda en todos los frentes. La mía, sin ir más lejos. Y tal vez la suya, querido lector. La que vivió en directo, o en diferido, el mayo francés. La de las grandes utopías. La que prometió vengarse de las desigualdades de este mundo imponiendo la igualdad por decreto. Y la que ahora asoma, victoriosa, en un único campo de juego: el educativo. Porque sólo aquí ha hecho realidad sus sueños. Ni en lo social, ni en lo económico: sólo en el campo educativo. Y, tras una década y media de experimentación -con un ligero paréntesis de un año, en el que se empezó a aplicar la reforma promovida por el anterior Gobierno de España-, esta generación de pedagogos podrá vanagloriarse, sin duda alguna, de que nueve de cada diez alumnos catalanes son capaces de distinguir, al término de su bachillerato, lo que es un ave de lo que no lo es.

Supongo que la próxima semana, como hizo en el curso anterior, el consejero de Universidades, Investigación y Sociedad de la Información, Carles Solà, va a convocar una rueda de prensa para informar de los resultados de las pruebas de selectividad. También supongo que, fiel a su costumbre, además de informar valorará. Y que, una vez despachado el desagradable asunto de la lengua catalana -sí, esa mala nota media habitual que debería «hacer reflexionar al país»-, se felicitará por los logros educativos. Hay de qué: no todo el mundo puede formar parte del Gobierno de un país en el que nueve de cada diez bachilleres saben distinguir lo que es un ave de lo que no lo es.