ANTE LA ESTUPIDEZ
Artículo de MIQUEL PORTA PERALES en “ABC” del 8-4-05
Por su interés y relevancia, he seleccionado el artículo que sigue para incluirlo en este sitio web. (L. B.-B.)
En el ensayo
La inteligencia fracasada, José Antonio Marina se propone la tarea de elaborar
una teoría de la estupidez humana. Arguye el filósofo que ello es hoy más
necesario que nunca en un mundo en el que la estupidez nos amenaza aquí y allá.
Y José Antonio Marina, manos a la obra, llega a la conclusión de que la
estupidez es una manifestación del fracaso de la inteligencia que toma cuerpo y
forma a través del prejuicio, la superstición, el dogmatismo, el fanatismo, la
envidia, los celos, el resentimiento, el odio, el silencio, la sumisión, el
automatismo del discurso, el malentendido, la incapacidad de hacer consciente lo
que uno es, y la pérdida del sentido del límite. Por decirlo en otros términos,
la inteligencia fracasa y la estupidez se impone cuando el sujeto se blinda
contra la crítica y los argumentos. En este sentido, una sociedad estúpida sería
aquella en la cual la creencia se impone sobre la realidad de los hechos. La
estupidez, en definitiva, como señala el DRAE, es la «torpeza notable en
comprender las cosas». Algo de eso había dicho también André Glucksmann en La
estupidez, un ensayo que va más allá afirmando que el estúpido no sólo es
incapaz de percibir su equivocación, sino que la exhibe, se recrea en ella y
sigue de forma obstinada su lógica. ¿Es la estupidez la manifestación del grado
omega de la mala fe? No, responde André Glucksmann. Y es que el estúpido es
sincero cuando cree lo que cree y dice lo que dice. Cómico, pero sincero,
sentencia el filósofo francés.
Este circunloquio viene como anillo al dedo para mostrar el grado de estupidez
que hoy se percibe en la política catalana. Y que a nadie le ofenda un término
que uso en el sentido literal ya citado del DRAE de «torpeza notable en
comprender las cosas». ¿Pruebas de la estupidez reinante entre la clase política
catalana? Por ejemplo: un ministro que señala que el President Maragall no
levantó sospecha ninguna cuando afirmó lo del tres por ciento; un ex ministro
que asegura que de ninguna manera politizará la gestión de la entidad de ahorro
que preside por obra y gracia del Govern que le nombra; un consejero primero que
no ve inconveniente alguno en el hecho de que la oficina contra el fraude que
debe controlar las presuntas irregularidades en la contratación de la obra
pública dependa precisamente del Govern que contrata; un consejero del Govern
que intenta forzar la legalidad constitucional al tiempo que hace una «llamada
de atención» al Gobierno exigiéndole «responsabilidad y lealtad institucional»;
un consejero que pretende que el nuevo Estatuto reconozca la autodeterminación
sin que el término aparezca en el texto.
Ante estos ejemplos -y muchos otros que podrían citarse-, la primera reacción es
la de pensar que estos señores creen que el ciudadano es un tonto de capirote.
Probablemente, los políticos crean eso en su fuero interno. Pero, no es menos
cierto que los políticos -por culpa del prejuicio, el dogmatismo, el automatismo
del discurso y la pérdida del sentido del límite a los cuales nos referíamos más
arriba- están convencidos de la bondad de lo afirmado. O lo que es lo mismo, la
inteligencia fracasa y la estupidez -la torpeza notable en comprender las cosas-
se impone. ¿Qué hacer? A uno se le ocurre la receta ilustrada que recomienda el
uso racional de la inteligencia, la crítica de la propia creencia, y rendirse a
la evidencia aunque vaya en tu contra. Una tarea perfectamente inútil tratándose
de unos políticos absolutamente convencidos de su sabiduría y virtud, que viven
en el reino del estereotipo y de los tópicos, que se caracterizan por la
ausencia de juicio. Así las cosas, ¿qué hacer? Recomiendo altas de dosis de
paciencia y distanciamiento crítico ante una estupidez que ni pregunta ni
responde. Y, puestos a recomendar, sugiero que disfrutemos -que riamos o
sonriamos- del espectáculo de ficción que brindan algunos de nuestros políticos
con mando en plaza. El problema reside en que estos espectáculos no suelen salir
gratis.