UN MANIFIESTO DE MÁS DE DIECISÉIS
Artículo de HORACIO VÁZQUEZ-RIAL, Escritor, en “ABC” del 07.06.05
Por su interés y relevancia, he seleccionado el artículo que sigue para incluirlo en este sitio web. (L. B.-B.)
EL primer síntoma de la decadencia de una sociedad es la separación radical de la clase política y la sociedad civil. Esa separación está teniendo lugar en el conjunto de España y en Cataluña en particular. Los componentes del Gobierno catalán son los que sostienen y, por lo tanto, determinan la política del Gobierno español. Y la determinan de la peor manera posible, imponiendo medidas y leyes que tienden a la insolidaridad territorial y fiscal, y al establecimiento de identidades diferenciadas y diferenciadoras. Todo eso se hace de espaldas a la realidad; más aún: inventando una realidad alternativa, lingüística, cultural, política y económica.
Es en esas circunstancias cuando surge un manifiesto que algún medio,
probablemente interesado en restarle importancia, ha dado en llamar «de los
dieciséis», en alusión al número de firmantes con que el texto, presentado
formalmente hoy, se filtró a la Prensa. Pero el manifiesto tiene muchos más
firmantes, y aparece en el mismo momento en que se unen y publican su propia
plataforma otros dos grupos, «Ágora socialista» y «Socialistas en positivo»,
asociando su posición a los documentos del Foro Babel de 1997 y 1998 sobre la
cuestión de las lenguas y el modelo catalán de desarrollo, sobre lo cual ha
informado ABC el pasado día 3 de junio. Por el momento, no tenemos conocimiento
de ningún movimiento interno en el PP de Cataluña, pero cabría esperarlo, a la
vista de la deriva conciliadora con el nacionalismo de Josep Piqué, y de que
continúan en el partido aquellos que en su día tuvieron su referente en Alejo
Vidal-Quadras, uno de los primeros en señalar los problemas que hoy se
denuncian.
Porque de lo que trata en esencia el mal llamado «manifiesto de los dieciséis»,
titulado «Por un nuevo partido político en Cataluña», es de la necesidad de dar
lugar en la vida catalana a la expresión política de los no nacionalistas. De
los que piensan que en modo alguno un gobierno de la Generalidad puede plantear
como principal objetivo de la legislatura un nuevo Estatuto de autonomía. De los
que se oponen a la liquidación del pacto de la transición y abogan por el
desarrollo del régimen autonómico actual y la preservación de la Constitución de
1978. De los que encuentran natural y racional la integración de Cataluña en
España. El nacionalismo, dice el texto, «está lejos de representar al conjunto
de la sociedad» y por ello se reclama la existencia de un partido político que
«contribuya al restablecimiento de la realidad».
En estos años, se afirma, el nacionalismo ha potenciado «el conflicto con España
y los españoles» y ha instaurado en los medios de comunicación propios «la
pedagogía del odio». La sociedad catalana es, y ha sido siempre, una sociedad
bilingüe, no en el sentido de dos grupos lingüísticos en difícil convivencia,
sino en el sentido de un uso indistinto de las dos lenguas, el catalán y el
español, por todos y cada uno de los ciudadanos, con la única excepción de la
primera generación de españoles desplazados a Cataluña desde otras zonas del
país en los años cuarenta, cincuenta y sesenta, en cumplimiento de un plan
económico y político que priorizó el desarrollo local y absorbió una parte del
excedente demográfico generado por la paralización del de regiones más
atrasadas. Poco después de acceder al Gobierno de la Generalidad y de reunirse
en Perpiñán con dirigentes de ETA, Carod declaró que había que convertir el
catalán en lengua social, arrancándolo de su condición de lengua para aprobar
oposiciones. El catalán, desde luego, es una lengua social, y sabemos que lo que
Carod quería decir es «única» lengua social. Como consta en el manifiesto, la
política lingüística de los nacionalistas, centrada en la negación del
«castellano como lengua propia de muchos catalanes», ha dado como principal
resultado el que «los estudiantes catalanes ocupen uno de los niveles más bajos
del mundo desarrollado en comprensión verbal y escrita». Reconocer esta tragedia
cultural es restablecer la realidad. Parece sencillo, pero no lo es, dada la
actitud de la casta política que ocupa las instituciones.
También es restablecer la realidad explicar que si en Cataluña «la riqueza crece en una proporción inferior a la de otras regiones españolas y europeas comparables», ello no es atribuible a «un reparto de la hacienda pública supuestamente injusto». También es restablecer la realidad reconocer «el creciente aislamiento de Cataluña» en España y «su visible pérdida de prestigio entre los ciudadanos españoles», así como la existencia de una «corrupción institucionalizada».
Se puede diferir respecto de las características del tipo de partido que hace falta para alcanzar ese restablecimiento de la realidad, para defender el sistema autonómico y la Constitución actuales y para oponerse «a los intentos de romper los vínculos entre catalanes y españoles» —un partido que se quiere organizado en torno de la tradición ilustrada, la libertad de los ciudadanos, los valores laicos y los derechos sociales— pero es muy difícil refutar la denuncia. Tal vez haya que ampliar el sentido de alguno de los puntos de ese programa mínimo, como el de los valores laicos —imaginados como punto de confluencia, no de exclusión—, pero seguramente el manifiesto restablece aspectos esenciales de la realidad catalana, reconocidos por el sentido común de los ciudadanos, que han votado a los partidos existentes con esperanzas que no sólo no se han visto colmadas, sino que se han visto francamente defraudadas. Los partidos catalanes de hoy satisfacen a muy pocos, y debieran preocuparse por ello.