EN DIRECCIÓN CONTRARIA

 

 Artículo de José Antonio Zarzalejos, director de "ABC",  en “ABC” del 19.03.06

 

 

 Por su interés y relevancia he seleccionado el artículo que sigue para incluirlo en este sitio web.

 

 

... Nada hay de contemporáneo en trocear el poder judicial; establecer imposiciones lingüísticas; blindar competencias; disgregar la acción exterior del Estado; compartimentar la actuación integral respecto de fenómenos generales como la inmigración o practicar la endogamia cultural, sea simbólica o académica...



EL anacronismo es la incongruencia que resulta de presentar algo como propio de una época a la que no corresponde. El proyecto de Estatuto de Cataluña es, estrictamente, una iniciativa anacrónica porque su contenido, y en particular el espíritu que la anima, están fuera del tiempo actual. Francisco Ayala, desde su feliz centenario, después de afirmar que el «nacionalismo es el pasado», ha ofrecido con brevedad y concisión dos razones que avalan esta tesis. Dice el homenajeado intelectual que «todo se está transformando desde luego en un sentido de globalidad, de totalidad». Así es. Hoy por hoy la progresión está vinculada a un movimiento unitario y la regresión a otro, inverso, de partición. Las sociedades más abiertas y más libres se hacen más porosas y comunicativas; las que se atrincheran en sus identidades y establecen fielatos defensivos resultan las más inseguras y menos dinámicas. La libertad, el mestizaje, la capacidad de mixtificación, la aprehensión de las nuevas formas de vivir, son las características que perfilan a las sociedades más prometedoras y vitales.

El debate del nuevo Estatuto para Cataluña está desafiando el signo de los tiempos. Los partidos nacionalistas, secundados abiertamente por los socialistas y el Gobierno, están pergeñando un texto que, además de resultar técnicamente confuso y falto de calidad jurídica, se inspira en la desconfianza hacia el Estado, entendido éste en su sentido social, político y cultural. Este nuevo Estatuto atrinchera a Cataluña en un régimen intervencionista porque otorga a los poderes autonómicos potestades exorbitantes, alejadas de cualquier fórmula liberal; impone unas pautas lingüísticas reactivas; blinda una serie de competencias que en todo occidente en vez de desconcentrarse se centralizan en organismos e instituciones con un amplio espectro de facultades -véase el grave asunto de la inmigración-, y configura un modelo político y colectivo que atenta contra dos realidades imparables: el mercado y las nuevas tecnologías de la comunicación.

La unidad de los Estados -y el Estatuto en ciernes lesiona la del español porque crea una bilateralidad extrema que diluye la preeminencia que constitucionalmente corresponde al Gobierno- es uno de los factores constituyentes de los parámetros en los que se ha erigido el nuevo mercado internacional. La supresión efectiva de las fronteras sustituye a las viejas aduanas por la interlocución, cada vez más fluida y armonizada, de las entidades estatales, cuya eficiencia se asienta en la disposición de herramientas competenciales homogéneas.

Cuando la nueva ministra de Justicia del Gobierno alemán, la socialdemócrata Brigitte Zypries, afirma que «en parte, el sistema federal perjudica la posición de Alemania en el mundo», se está refiriendo a las disfuncionalidades que determinadas políticas de descentralización y de desconcentración provocan en los espacios abiertos del gran mercado europeo que pronto ampliará sus horizontes continentales. Es esta percepción de ineficacia, entre otras, la que ha llevado a los dos grandes partidos germanos a iniciar un llamativo movimiento de reformas institucionales en una dirección por completo distinta a la que en España se está practicando con la reformulación del autogobierno catalán.

En Italia, el proceso de federalización que se ha propuesto por algunas fuerzas se ha impugnado de manera casi radical desde la izquierda que, hasta el momento, ha sido una ideología caracterizada por encontrar en la fórmula centralizada componentes propios de su concepción social, como el de la igualdad, a partir de la cual se ha construido el de ciudadanía. La condición ciudadana incorpora el contenido indiscutible del patrimonio democrático de los individuos: gozar de los mismos derechos y sentirse vinculados a idénticas obligaciones. El Estatuto previsto para Cataluña quiebra la tendencia general que impone la dinámica del mercado y atenta seriamente contra el concepto de ciudadanía en el ámbito estatal porque establece un catálogo de derechos y obligaciones para los allí residentes diferente al establecido en la Constitución para todos sin distinción.

Pero es que el modelo estatutario en proyecto que pretende amurallar Cataluña provocará antes pronto que tarde una muy grave frustración porque todas las cautelas, prevenciones y desconfianzas que se articulan frente y contra el Estado y la fuerza expansiva del conjunto español en aquella comunidad, saltarán por los aires en cuanto el desarrollo de las nuevas tecnologías -que constituyen tanto una técnica como una cultura- demuestren que, como Ayala preconiza, el «nacionalismo es el pasado» y que ahora las reformas van en la dirección de la «globalización, de la totalidad». Las nuevas tecnologías son, también, las nuevas fronteras virtuales que resultan móviles e incontrolables. La red, la telefonía celular, la interactividad, propician la superación del espacio -y a veces, también del tiempo- como barrera, hacen inútiles los esfuerzos de introspección de los nacionalistas y desmienten esa dimensión universalista de la izquierda que, en España, secunda el anacronismo descentralizador con un falso discurso modernizador. Nada hay de contemporáneo en trocear el poder judicial; establecer imposiciones lingüísticas; blindar competencias; disgregar la acción exterior del Estado; compartimentar la actuación integral respecto de fenómenos generales como la inmigración o practicar la endogamia cultural, sea simbólica o académica.

¿Por qué, entonces, vamos en España en sentido contrario a la contemporaneidad? Sin duda por la abdicación del socialismo a su propia coherencia en aras a ostentar el poder de forma estable pagando peaje a los nacionalistas y, sin duda también, por la instalación de ese estúpido pensamiento único que da por «progresista» cualquier proposición de carácter nacionalista. Félix Ovejero (ver «El Noticiero de las Ideas», número 22) ha sostenido con agudeza que el supuesto «republicanismo» de Rodríguez Zapatero es perfectamente contradictorio con el nacionalismo, entre otras razones -añado- porque éste es retrógrado casi por definición, aun aquel que se tiene por lo contrario y diga militar en la izquierda. Por otra parte, en el magnífico ensayo de Denis Jeambar titulado «Los dictadores del pensamiento y demás aleccionadores», editado en España por «Gota a gota» (editorial de FAES), se explica muy bien la trama que urde el pensamiento único en Francia -país en el que nace-. El autor, director del semanario L´Express, sostiene que ahora se está desarrollando una democracia que «ni siquiera es ya opinión sino emoción». Pues bien: todo este proceso de involución intelectiva y política nos está conduciendo, emocional que no racionalmente, a una extraña fascinación en algunos y a la subordinación de muchos a los nacionalismos periféricos que, aprovechando la contradicción que genera el enfrentamiento visceral entre los dos grandes partidos nacionales, están cosechando de forma irreversible un auténtico botín político. Siendo esto grave, lo es mucho más -como bien saben los silenciosos intelectuales de la izquierda española y los poco aguerridos empresarios de este país- que circulamos en dirección contraria, como los suicidas de la carretera. La colisión con la realidad será, pues, inevitable.