EL VALOR DE NUESTRA CONSTITUCIÓN
Editorial de “ABC” del 06.12.05
Por su interés y relevancia he seleccionado el editorial que sigue para incluirlo en este sitio web.
El formateado es mío (L. B.-B.)
El distanciamiento entre
ciudadanos y partidos políticos es un mal de toda democracia, resultante de
dejar reducido este sistema a una convocatoria electoral periódica, orillando su
sentido más estricto, aquél que debería hacer que todo gobierno representativo
se vea concernido por las directrices de la opinión pública en la definición de
su acción política. En definitiva, la democracia habría de ser un estado de
permanente legitimación, y no sólo del acceso al poder, sino también de su
ejercicio. En este sentido, la celebración del vigésimo séptimo aniversario de
la Constitución España no podría estar siendo más expresiva de la disociación de
intereses entre, por un lado, el sentimiento ciudadano de respaldo al texto
constitucional y a sus valores esenciales y, por otro, la orientación de las
principales decisiones del Gobierno en lo que afecta a la reforma del Estado,
objetivo más ambicioso y radical que la llamada «reforma territorial». El 6 de
diciembre se convierte, hoy más que nunca, en una jornada de defensa de los
valores que representa la Carta Magna, cuyo marco de convivencia ven amenazado
muchos españoles. No hace falta encuesta alguna para percibir que la sociedad
española asocia su estabilidad y su progreso a la seguridad institucional y
jurídica que ha proporcionado la Constitución de 1978, y lo hace en la misma
medida en que valora como amenazas a estas condiciones del éxito constitucional
las reiteradas andanadas nacionalistas contra la unidad de la soberanía
nacional.
La experiencia de veintisiete años de paz democrática ha permitido a los
españoles saber bien qué está dentro y qué está fuera de la Constitución.
Y no sólo en cuanto norma jurídica vinculante, que no es
una categoría menor, sino también como una ética política cimentada en la
moderación, el consenso, el reformismo y la transacción.
Pese a esta evidencia -reflejada en sondeos que atestiguan un estado de opinión
muy consolidado-, España vive hoy un proceso de relativismo conceptual sobre lo
que ha de entenderse como constitucional, con motivo, fundamentalmente, de
una estrategia política del Gobierno socialista que
sólo puede tener alguna expectativa de éxito si los ciudadanos españoles dejan
de ver la Constitución como un patrimonio común y empiezan a percibirla como un
«muro de contención» que hay que superar para entrar en las tierras prometidas
del presidente del Gobierno. Así se explican
algunas de las más agrias polémicas que castigan a la sociedad española en los
últimos meses y, también, el empeño del PSOE en deslegitimar democráticamente al
centro-derecha que representa el PP y en excluirlo de toda opción de acuerdo
sobre asuntos de Estado. También responde a este patrón la descalificación de
todas las manifestaciones públicas realizadas hasta ahora. La convocada para la
defensa de la familia era una orgía inquisitorial; la de apoyo a las víctimas,
una manipulación partidista del terrorismo; la que congregó a un millón de
asistentes contra el proyecto de la LOE, una convocatoria de privilegiados; y el
acto del PP del pasado sábado en la Puerta del Sol, de respaldo a la
Constitución, una manifestación sectaria que fomenta «el odio entre españoles».
Para justificar pactos con Esquerra
Republicana de Cataluña, para arropar la posible negociación con ETA y para
impulsar un modelo confederal de relaciones entre Comunidades Autónomas y Estado
es preciso romper las amarras de la sociedad con aquellos valores y principios
que, hasta ahora, habían dejado extramuros de la democracia los acuerdos con
minorías independentistas, el desistimiento ante el terrorismo y la derogación
de la unidad de la soberanía nacional. El constitucionalismo, sin embargo, está
reaccionando, porque no es, como pretende el PSOE, un talante que permite hacer
cualquier cosa.
Precisamente porque la Constitución no permitía todo, ha sido posible llegar
hasta donde estamos, con sus luces y sus sombras. Repasar los objetivos de los
aliados preferentes del Gobierno de Rodríguez Zapatero es, simplemente,
contemplar otro Estado no distinto, sino opuesto al diseñado en 1978, con la
previa liquidación de la realidad nacional de España.
Ni la unidad nacional, ni la solidaridad entre las
regiones, ni la soberanía popular, ni la Monarquía parlamentaria. Nada de esto
queda a salvo de unos aliados cuya hostilidad a la Constitución es aún más
pública desde que comparten poder político con el PSOE.
Así se explica, en definitiva, que la ruptura
definitiva del consenso constitucional de 1978 -condición sine qua non para el
buen fin de la estrategia socialista- requiera la marginación política de esa
derecha democrática que legítimamente ha decidido salir en defensa de la
Constitución.