HACIA LA NECROSIS.
Artículo de Gabriel Albiac en “La Razón” del 23-1-09
Por su interés y
relevancia he seleccionado el artículo que sigue para incluirlo en este sitio
web.
Pocas veces el axioma de Andreotti, conforme al cual «el poder
desgasta, a quien no lo tiene», se habrá visto confirmado de un modo tan
irrebatible. Y tan desolador. El 10 de marzo de 2004, el Partido Popular era,
en España, un referente de modernidad muy poco discutible. Hasta el punto de
poder colegir que, al fin, el largo ciclo de anacrónico desgarro abierto por la
guerra civil y la cuarentena franquista habían sido
cerrados. Cerrada, la fallida transición. Cerrada, la horrible regresión de los
trece años de sangre y robo bajo González. Exento de gusto alguno por la
epopeya, Aznar había normalizado algo por aquí extrañísimo: la democracia como
aburrimiento.
O sea, la democracia. La cual es el más tedioso de todos los sistemas políticos
hasta hoy conocidos. Y el menos peligroso para el ciudadano. Durante el increíblemente
largo plazo de ocho años, en España el Estado no asesinó. Ni siquiera robó. La
economía funcionó sin alharacas; es decir, funcionó. Del paro salvaje y el
déficit loco, se pasó al casi pleno empleo asentado sobre una política
económica austera. En lo internacional, sencillamente, España tuvo política
exterior; desde al menos 1898, no había habido por aquí ni sombra de eso. Fue
un espejismo. Baste alzar acta de la facilidad con la cual todo se vino abajo,
tras sólo una actuación militar bien planificada en el corazón de Madrid y en
la fecha justa. Y, con el PSOE, volvió el anacronismo: el guerracivilismo en su
variedad más obscena, la de los devoradores de cadáveres; la incompetencia
económica, apenas encubierta bajo la más degradante retórica humanitaria; y el
robo otra vez, y, de nuevo, la mano del ejecutivo sobre ley y magistratura; y,
con robo y ausencia de garantía, la ruina, que es siempre su compañera
necesaria; y el retorno, en política exterior, junto a nuestros iguales: el
tercer mundo de Arafat, Castro, Chávez, Hamas ahora. Nada de eso me sorprendió.
Siempre supe que la modernidad es en España muy tenue; basta arañar su frágil
esmalte, para que toda la vieja roña emerja. ¿El PP, mientras tanto? Aguantó
bien los cuatro primeros años. Agrupó fuerzas. Restañó heridas. Mantuvo a sus
electores en marzo de 2008. Luego, vino la debacle. Pocas pulsiones
autodestructivas he visto en política tan terminales como la de Mariano Rajoy,
a partir de entonces. Y, sin embargo, todo le hubiera permitido una salida
honorable: para él como para su partido. Salvadas las consecuencias del golpe,
que pudo ser final, de 2004, Rajoy podía haber dejado un partido en correcto
orden de combate al nuevo equipo, sobre el cual recayera la tarea de construir
la alternativa a un PSOE al cual no era preciso ser profeta para vaticinar el
naufragio económico más catastrófico del último medio siglo. En vez de eso, el
dirigente popular decidió atarse a la silla, rodeado de sus más fieles
-fidelidad y tontuna tienden a ser lo mismo- aparatchikis, y morir en ella. Sin
mover un dedo. Empezó la podredumbre. Ignoro si tendrá cura. Pocas veces el
axioma de Andreotti, conforme al cual «el poder desgasta¿ a quien no lo tiene»,
se habrá visto confirmado de un modo tan desolador. Y tan irrebatible.