VELOZ PROGRESO HACIA EL PASADO
Artículo de Félix de Azúa
en “El
País” del 19 de diciembre de 2009
Por su interés y relevancia he seleccionado el artículo que sigue para
incluirlo en este sitio web
El formateado es mío (L. B.-B.)
Con un
breve comentario al final:
EL PROGRESISMO NO ES NIHILISMO, EL PROGRERÍO SÍ
Luis Bouza-Brey (26-12-09, 3:00)
Uno de los muchos vizcaínos huidos de la represión
política vascongada y que vive en Cataluña desde hace 30 años me contaba la
semana pasada lo siguiente. Tiene él un amigo, excelente profesional y persona
bien situada, que adolece de un profundo sentimiento nacional y es separatista
desde sus años universitarios. Ello no ha impedido en ningún momento que se
lleve bien con el vasco, persona más bien escaldada en ese terreno y poco dada
a la expansión patriótica. Sin embargo, según me dijo, el tono de las
conversaciones ha ido variando a lo largo de este año que ahora termina. En su
último encuentro, el educado ciudadano catalán le había dicho con gesto ufano
que la independencia sería inevitable en un plazo de seis años y que tal era el
cálculo de los partidos nacionalistas, no sólo los fanáticos y el de la derecha
católica, sino también buena parte de los socialistas catalanes acomodados. Mi
amigo tragó saliva y le preguntó si había planes, también, para ellos.
"¿Para quiénes?", preguntó el separatista.
"Para los españoles que vivimos en Cataluña". "¡Oh, por
supuesto! Tendréis 20 años para elegir". Mi amigo insistió, con una
sonrisa, sobre qué era lo que tendría que elegir. Su colega dejó escapar una
alegre carcajada, le dio unas palmaditas en el hombro y se fue hacia otra mesa.
Hay en Cataluña una masa significativa, quizás en este
momento en torno al 20% de la población, que piensa muy seriamente como el caballero
separatista y ocupa lugares estratégicos del sistema económico, mediático y
político catalán. La cifra se ha multiplicado durante el Gobierno de Zapatero,
precisamente por lo comprensivo que ha sido con las exigencias separatistas.
Como saben bien quienes han conocido las peores etapas vascas, las concesiones
sólo sirven para estimular las exigencias porque siempre se interpretan como
debilidad. La consigna nacionalista dice que fue la intransigencia de Aznar lo
que multiplicó a los separatistas, pero lo cierto es que ha sido Zapatero quien
ha construido a Montilla y con Montilla llegaron los referéndums soberanistas.
¿Que no son vinculantes y que no llevan a ningún sitio? ¡Menuda simpleza! La
política pública (otra cosa son los negocios subterráneos) es exclusivamente
mediática y para los medios nacionalistas (que aquí son (casi) todos) Cataluña
ya se ha volcado en la secesión.
Lo peligroso de la independencia no es el hecho en sí.
¿A quién le importa que de la noche a la mañana aparezcan en el mapa Macedonia,
Croacia o Kosovo? Lo inquietante es el tipo de poder que se instala en esos
reductos. Las "nacionalidades" de nueva creación son productos
etiquetados con el sueño de una idealización, y el peso de su publicidad (en
ausencia de guerra, las naciones se venden como mercancías) descansa sobre
mitos o sobre sucesos que tuvieron lugar hace siglos. Como no puede ser de otro
modo, los nacionalismos son muy conservadores, están anclados en el pasado y
tienen una sólida base burguesa. Cada paso hacia la independencia trae consigo
colosales negocios locales. Así es el nacionalismo franquista, el lepenismo francés, el de la Liga Norte o el de los
xenófobos septentrionales. Nadie ha conocido jamás un nacionalismo obrero.
Frente a esta evidencia, los separatistas suelen aducir el nacionalismo de las
viejas colonias como Cuba o Argelia y sus derivados tipo Chávez. Me parece más
prudente no pisar ese charco de sangre.
El neonacionalismo actual,
como el catalán o el vasco, pertenece al conjunto de presiones derechistas que
quieren acabar con los restos cívicos de la Transición. Es un regreso a la
sociedad pre-democrática controlada por los poderes feudales regionales
mediante la secular alianza del campesinado con la oligarquía. De ahí la
importancia que tiene entre los separatistas la palabra "pueblo" y la
escasa atención que dan al término de "ciudadano". De ahí también la
constante animización mágica del catastro,
"Cataluña exige, Cataluña ha dicho, Cataluña ha decidido...", o la
obsesión con el folklore inventado por las élites regionalistas del
romanticismo. Y no es de extrañar que el primer referéndum independentista del
pasado domingo se celebrara en un pueblo de 120 habitantes. Su independencia es
ontológica, o sea, no tiene remedio. Es el símbolo supremo de la nación
añorada: agraria, montañesa, minúscula, la puede gestionar un párroco.
Ahora bien, la independencia real, lo que suele
denotarse con el término "soberanía" que tanto usan los nacionalistas
catalanes, significa asumir la plena capacidad legal para declarar el estado de
excepción, según la clásica definición de Carl Schmitt. Son muy recomendables
las reflexiones de Giorgio Agamben comentando a
Walter Benjamin sobre este punto en el recién
traducido El poder del pensamiento (Anagrama). Suspender la legalidad vigente
de modo legítimo es lo propio del soberano, sea éste una persona o una
institución. De hecho, los nacionalistas de Montilla ya están legalizando a
toda prisa un Tribunal Constitucional catalán para cuando suspendan la
Constitución española. No sabemos, de todos modos, si estos soberanistas están
dispuestos a plantear el estado de excepción prescindiendo de un Ejército de
respaldo y contando tan sólo con la presión mediática y económica. Se han dado
escisiones pacíficas, como la de la nación llamada Eslovaquia, y es posible que
un proceso semejante pueda aplicarse en el futuro a Chipre para separar a
turcos de helenos, pero creo dudoso que sirva para España, aunque sólo sea
porque en otras regiones hay un nacionalismo español tan radical como el
catalán o el vasco y de similar ideología. Es cierto que está permanentemente
controlado y apenas representa peligro alguno, pero dudo de que se quede
sentado mirando la tele cuando se le arranque una cuarta parte de lo que él
considera que es su nación.
En cambio, el caso vasco lleva camino de emprender
otro derrotero mediático a partir de la expulsión del PNV de los resortes
económicos del Gobierno autonómico, aunque no de todos. Allí, los socialistas
han tomado una posición coherente con la tradición de la izquierda europea y,
de momento, mucha gente respira aliviada por primera vez desde hace medio
siglo. La peculiaridad del caso catalán es que el partido socialista (que
escribe su logo con esta grafía: psC para subrayar
que son más catalanes que socialistas) era el órgano que debía corregir la
deriva conservadora, constituida en verdad como un movimiento nacional en
consonancia con la herencia rural y oligárquica del nacionalismo catalán. Sin
embargo, y contra toda la herencia ilustrada, progresista o revolucionaria del
partido, los socialistas catalanes (en realidad, tan sólo su acomodada cúpula
dirigente) han asumido en los últimos cinco años los mitos del nacionalismo
conservador y rural, su lenguaje se ha vuelto casi exclusivamente sentimental y
apenas se distingue del de sus socios separatistas.
Este giro derechista del socialismo catalán, no
obstante, parece compartido por el Gobierno de Zapatero, cuya errática e
improvisada política va deslizándose paulatinamente hacia posiciones de una irracionalidad
incompatible con la experiencia del socialismo europeo. Un populismo, una
obsesión por el espectáculo, una cerrazón sectaria, una
frivolidad moral, que han otorgado fuerza inesperada a las oligarquías
regionales sin obtener absolutamente nada a cambio. Este periodo de gobierno
socialista se cerrará con tan sólo dos leyes que puedan considerarse más o
menos progresistas: la que permite el aborto de las adolescentes sin permiso
paterno y la que concede el matrimonio a las parejas homosexuales. Las
pérdidas, como es evidente, tienen otro monto. El balance es desolador.
Quién nos iba a decir a quienes fuimos votantes del
socialismo catalán que algún día sentiríamos envidia del País Vasco. Y quién
nos había de decir que serían los socialistas catalanes quienes precipitarían
en el descrédito al socialismo español.
Breve comentario final:
EL PROGRESISMO NO ES
NIHILISMO, EL PROGRERÍO SÍ
Luis Bouza-Brey (26-12-09,
3:00)
La fe en un progreso inevitable se ha
agotado: hoy se percibe con claridad que, en aspectos esenciales y en unos
sitios más que en otros, vamos retrocediendo.
Entro
en este asunto porque me ha llamado la atención una disonancia que observo en
un artículo como el de Félix Pérez de Azúa con el que
estoy totalmente de acuerdo, excepto en que considere progresista la decisión
de permitir el aborto de las adolescentes sin “permiso” (sin conocimiento, creo
que era el contenido de la decisión), y en que le atribuya igual consideración
a la decisión de aceptar el matrimonio de los homosexuales.
Intentemos elaborar la argumentación:
¿Qué se considera progreso? A mi
juicio, la mejora de las condiciones de vida de las personas, tanto en el
aspecto material como moral. Pero la mejora de las condiciones de vida, desde
el punto de vista material, debe integrar la totalidad de las condiciones de
vida, y no sólo, por ejemplo, la renta. Debe incluir también dimensiones no
primariamente económicas, como el tiempo libre, la calidad del trabajo
necesario para obtener la renta, las condiciones medioambientales, y otros
criterios que definen la totalidad de la situación vital de las personas. Por
eso, el progreso material es un concepto que abarca muchas más dimensiones de
las que la mayor parte de las veces se tienen en cuenta.
Desde el punto de vista moral, en mi
opinión, el progreso consiste en el incremento de la capacidad de opción
responsable de los individuos. La capacidad de opción es la potencialidad de
autonomía decisoria, y su incremento es el aumento de la libertad electiva de
las personas, que sólo redundará en progreso moral si se complementa con la
responsabilidad, que consiste en la coherencia con un sistema de valores que
orienta el comportamiento hacia el bien individual y social.
Pues bien, el “progerío”
que caracteriza la orientación de las acciones de los gobiernos español y
catalán tiene muy poco que ver con el progreso material y moral: las
consecuencias de sus decisiones reducen la calidad de vida de los ciudadanos,
deteriorando la economía general del país, incrementando el nivel de paro, corrupción
y deuda pública, y reduciendo la productividad y creatividad de la economía
española.
Pero además, desde el punto de vista
moral, su orientación se define por un nihilismo decidido a acabar con las
instituciones sociales tradicionales y a imponer unas pautas de comportamiento
que en lugar de incrementar el progreso moral lo que hacen es reducirlo: el
otorgar capacidad de abortar sin conocimiento de sus padres a una niña de
dieciséis años no aumenta la capacidad de opción responsable de esa niña, sino
que la aísla y priva de apoyos y consejo en una decisión crucial.
Pero tampoco me parece progresista
confundir el matrimonio con las uniones homosexuales:
¿Les parece que es progreso el tener
que definir a los contrayentes como “progenitor A” o “progenitor B”, porque no
es posible llamarlos padre y madre? ¿No es mucho más sensato y moral
diferenciar jurídicamente el matrimonio y las uniones homosexuales, sin que
ello signifique privar de derechos a estos últimos, que practican relaciones
distintas de la unión de un hombre y una mujer, que es en lo que consiste el
matrimonio?
Lo que late en el fondo del
comportamiento de este “progerío” que nos gobierna es
un nihilismo burdo, que considera positiva la destrucción de lo existente, y su
sustitución por las necias ocurrencias de unos cuantos frívolos indocumentados,
dispuestos a hacerse valer a costa de la libertad y el progreso de la mayoría
de la población.
Nuestros gobiernos de Cataluña y el
conjunto de España no son progresistas, sino “progres”, es decir,
nihilistas indocumentados y frívolos que
sólo saben destruir, y conducen al país a la degeneración oligárquica y la
destrucción política de la democracia, y a la degradación moral de la sociedad
española.