LA SEGUNDA TRANSICIÓN
Artículo de Leopoldo Calvo Sotelo, ex Presidente Del Gobierno, en “ABC” del 06.12.05
Por su interés y relevancia he seleccionado el artículo que sigue para incluirlo en este sitio web.
... Todo edificio constitucional
tiene sus cimientos históricos y los del nuestro son los llamados valores de la
Transición: la Monarquía, el espíritu de reconciliación nacional, el propósito
de no repetir los errores del pasado, la voluntad de mantener un sólido consenso
en las cuestiones fundamentales...
HEMOS venido llamando Transición al proceso que nos permitió sustituir el
régimen de Franco y su centralismo autoritario por una Monarquía parlamentaria y
el Estado de las autonomías.
Con la Transición quedaron atrás, muchos creímos que definitivamente, un par de
siglos de fracasos, de dictaduras y de discordias civiles; España dejó de ser,
muchos creímos que definitivamente, un problema congénito que esperaba su
solución de Europa y pasó a ser un modelo de solución para muchos países
europeos y de otros continentes que accedieron a la democracia en la última
década del siglo XX.
A la vista de este éxito rotundo y brillante han ido apareciendo políticos que
intentan ocupar la prestigiosa marca «Transición» con ideas o proyectos a los
que dan el nombre de segunda transición. No es que me hiera la usurpación por
unos recién llegados de una marca política prestigiosa, pero sí me irrita y me
preocupa que bajo el rótulo de segunda transición se intente pasar una extraña y
confusa mercancía que traiciona la esencia misma de la primera.
La desnaturalización empieza por las bases históricas de nuestra convivencia
política, desarrolladas a lo largo de la Transición y cifradas en la
Constitución de 1978. Todo edificio constitucional tiene sus cimientos
históricos y los del nuestro son los llamados valores de la Transición: la
Monarquía, el espíritu de reconciliación nacional, el propósito de no repetir
los errores del pasado, la voluntad de mantener un sólido consenso en las
cuestiones fundamentales.
Han pasado treinta años y creíamos haber integrado y asumido ya aquellos
valores, con la tradición política que arranca de ellos -desde UCD y la alta
figura fundacional de Adolfo Suárez y, luego, la prudente pasada por la
izquierda de Felipe González, hasta los años prósperos de Aznar.
Muchos creíamos, y vuelvo a utilizar el pretérito imperfecto, que la Transición
es, por fin, un referente aceptable para todos los españoles sobre el que
asentar el futuro con los necesarios ajustes no esenciales. Un referente que
tienen otras naciones (eso son los Padres Fundadores para los norteamericanos, o
la etapa victoriana para los ingleses, o el General De Gaulle para los
franceses). Y así muchos hacíamos nuestra la respetuosa ironía con la que Umbral
ha acuñado el epíteto Santa Transición.
Pero he aquí que la izquierda, vencedora relativa en Marzo de 2004, no se limita
al ejercicio normal de una alternativa de Gobierno, sino que, ignorando aquellos
valores que muchos habíamos creído asentados, propone una segunda transición y
parece como si quisiera edificar el futuro de España sobre los cimientos de la
II República.
Es muy significativo, en efecto, que el preámbulo del proyecto de Estatuto
catalán, que hoy se discute en las Cortes con el apoyo del Gobierno, cite dos
veces la Generalidad de la II República y ni una sola vez la Constitución de
1978; o que cuando se decide a escribir el nombre de España lo haga pegándolo al
epíteto de Estado plurinacional. Así como el famoso Proslogion de San Anselmo
arranca de la blasfemia religiosa Non est Deus, Dios no existe, para refutarla
contundentemente, la nueva transición española parece arrancar de la blasfemia
histórica Non est Hispania, España no existe: Sintámonos convocados a refutarla
contundentemente también.
Acaba de ver la luz un excelente libro del profesor Álvarez Tardío titulado «El
camino a la democracia de España». Trae un prólogo de Rafael Arias Salgado cuyas
últimas palabras -que suscribo íntegramente- son éstas: «Habrá que ahondar en la
crisis intelectual y programática de la izquierda democrática. Es ella (la
izquierda) la que debe renovarse antes de pretender suscitar una segunda
transición para modificar las instituciones y las reglas de juego que emergieron
de la primera». Y en el texto que sigue el profesor hace un análisis comparativo
y riguroso de las dos transiciones políticas del siglo XX: la de 193l, cuya
deriva condujo en cinco años a la guerra civil, y la de 1978 cuyo éxito nos ha
dado hasta hoy los treinta mejores años de nuestra historia contemporánea.
Atribuye el autor el fracaso de la primera al hecho de que sus protagonistas
concibieran la democracia como «un sistema político al servicio de un objetivo
de transformación revolucionaria de la sociedad española»; y el éxito de la
segunda al hecho de que sus protagonistas entendieran desde el principio que
«nadie podía arrogarse en exclusiva el título de demócrata, por lo que la
participación de todos era imprescindible para elaborar las reglas del juego de
una democracia duradera»; y practicaran, además, la «renuncia expresa a defender
una memoria histórica que condujera nuevamente al enfrentamiento civil entre
españoles».
¡Qué disparate volver la vista con nostalgia desde los brillantes años con los
que empieza el siglo XXI hasta los sombríos años treinta del siglo pasado!
Algunos tuvimos el privilegio de saber esto muy pronto. En 1943 me afilié a las
Juventudes Monárquicas de Joaquín Satrústegui porque en aquellos tiempos, tan
próximos a la guerra civil, decirse partidario del Conde de Barcelona era decir
que no se estaba ni con el franquismo triunfante ni con la República derrotada.
O, en palabras de Julián Marías, que no se estaba ni con los justamente vencidos
en la guerra civil ni con los injustamente vencedores en ella. El Conde de
Barcelona propugnaba entonces una tercera vía: la que iba a hacerse realidad, es
cierto que muchos años más tarde, en la Monarquía Parlamentaria de Juan Carlos
I.
Nada tiene mucho sentido en esta que se proclama segunda transición. Al cumplir
treinta años la España de la primera Transición es un país sólido (así lo
calificó el presidente Pujol la semana pasada en Madrid) lo bastante sólido para
navegar -si gobernado por un buen piloto- este mar de dificultades en buena
parte exageradas, cuando no inventadas, que parece amenazarnos.
Nunca segundas partes fueron buenas. Suele citarse como excepción que confirma
esta regla el caso de la segunda parte de El Quijote; y, precisamente, al final
de ella incluyó Cervantes una copla dirigida a quienes pretendieron ocupar la
marca prestigiosa por él registrada. Voy a reproducirla como colofón de estas
líneas poniéndola, sin su permiso, en los labios de Adolfo Suárez, autor de la
primera Transición, y referida a ella:
«Tate, tate, folloncicos,
de ninguno sea tocada;
porque esta empresa, buen rey,
para mí estaba guardada».