HUMILLADOS Y OFENDIDOS
Artículo de Ignacio CAMACHO en “ABC” del 30/01/05
Por su interés y relevancia, he seleccionado el artículo que sigue para incluirlo en este sitio web. (L. B.-B.)
EN la
sevillana calle de Don Remondo, a pocos pasos de la Giralda, cuelgan cada
treinta de enero, desde hace siete años, dos coronas de flores. Recuerdan al
concejal Alberto Jiménez Becerril y a su esposa Ascensión García Ortiz, que en
una lluviosa madrugada de invierno cayeron allí, delante de su casa, abatidos
por dos asesinos de ETA. Primero dispararon contra él, un balazo a bocajarro en
la nuca. Él era el objetivo de la siniestra «ekintza», tras fracasar pocos días
antes un coche bomba contra la entonces alcaldesa, Soledad Becerril. Pero
Ascensión miró de cara a los pistoleros, y la mirada le costó un tiro en la
frente. Llevaba tres claveles en la mano, uno para cada uno de sus hijos, que al
día siguiente celebraban en su colegio el Día Internacional de la Paz.
Toda la dulzura de los ojos verdes de Teresa Jiménez Becerril se transforma en
irritada energía cuando piensa en los asesinos de su hermano. Y en los cómplices
que, como Ignacio de Juana Chaos, pidieron champán en la cárcel para celebrar su
muerte, escribiendo una carta en la que decía que disfrutaba con las caras
desencajadas de los familiares de las víctimas: «Su llanto son nuestras risas».
Teresa, que cada año viaja desde Italia para conmemorar la efeméride de su
hermano y depositar las coronas en el lugar donde cayó el matrimonio, ni perdona
ni olvida. «Desde aquí te lo digo, Alberto, no vamos a permitir que te humillen.
Nadie va a perdonar a quien no pide perdón».
Ayer, en la gélida tarde sevillana, como la pasada semana en el homenaje
donostiarra a Gregorio Ordóñez, como en tantos y tantos otros aniversarios de
tantas víctimas del terror, la sombra de la negociación con los terroristas
ponía un velo de rabia en las miradas de los deudos. Saben, o temen, que ellos
pueden ser los grandes sacrificados de cualquier eventual operación política
destinada a cerrar la lacerante herida del País Vasco. Y aunque acaso puedan
llegar a comprender que les toque la peor parte de un acuerdo que quizá darían
por bueno con tal de que nadie más tenga que sufrir como ellos, se sienten
orillados, despreciados, olvidados en un proceso que parece pasarles
desaprensivamente por encima.
Ninguna sociedad puede cerrar una herida dejando atrás a quienes sufren el dolor
de las cicatrices que supuran en su alma. No hay perdón sin justicia, y nadie
tiene derecho a pedir que se olvide lo que resulta imposible olvidar. Lo hemos
oído esta semana en Auschwitz, sesenta años después del Holocausto: las víctimas
son las que justifican nuestro esfuerzo, las que soportan nuestra memoria
colectiva, las que proporcionan la fuerza moral para luchar contra la repetición
de la hecatombe. Las víctimas somos, en realidad, todos nosotros, supervivientes
de una guerra contra nuestra libertad.
Por eso es lamentable todo lo que ha pasado esta semana alrededor del altercado
sufrido por el ministro de Defensa en la manifestación de la AVT en Madrid. Bono
es un defensor firme de la unidad del Estado, un digno luchador democrático por
la libertad y la paz de los españoles, y los insultos y zarandeos que recibió de
unos cuantos exaltados de ultraderecha fueron una vergonzosa muestra de barbarie
e intolerancia. Pero Bono no es una víctima del terrorismo. Y resulta triste,
desenfocado e injusto que su incidente haya solapado el fondo de lo que debía
haber sido una protesta terminante de un colectivo que se siente humillado y
ofendido en su sufrimiento ante la perspectiva de un proceso que puede conducir
a la retribución política de los asesinos y al pago de un precio por una paz que
no lo tiene.
El zarandeo de Bono ha provocado investigaciones inquisitoriales, reproches
políticos y frufrú de uniformes en alguna dependencia policial, y ha armado más
ruido que la reivindicación de las víctimas, solapando su voz en defensa de un
papel de dignidad en el horizonte inmediato. La sociedad española no entiende la
tozuda tendencia de sus dirigentes públicos a enredarse en disputas sectarias
que dejan en segundo plano los problemas reales de la ciudadanía. No se puede
construir ninguna paz ni ningún futuro si los huérfanos del terror tienen que
resignarse al silencio y al llanto en soledad. Y mucho menos si encima se les
viste con el sambenito de la sospecha, o se les duplica su condición de víctimas
al hacerles objeto de una sucia manipulación.
El Gobierno tiene -lo escribí en esta misma página hace siete días, lo repito
hoy- toda la legitimidad para emprender el camino que considere idóneo para
encontrar un salida al laberinto vasco. Pero en esa salida tiene que haber una
puerta, un lugar para las víctimas. El desafío fanático y excluyente de
Ibarretxe no puede desembocar en un horizonte que premie de algún modo a quienes
han respaldado a tiros y bombazos, sembrando el sufrimiento y la muerte, una
reivindicación descabellada, un delirio enloquecido de sangre. Eso es todo. Si
tiene que haber perdón, lo habrá, y todos habremos de contribuir a ello. Pero el
perdón requiere arrepentimiento y justicia. Tiene que ser el Estado democrático
el que perdone a quienes lo han atacado después de haberlos castigado y rendido,
no el que pague un precio de cohesión para obtener una paz condicional, porque
eso significaría admitir que todas las muertes, como la de Jiménez Becerril, o
la de Ordóñez, o la de Buesa, o la de Múgica, han servido para algo a sus
asesinos. La última sonrisa no puede ser la de los asesinos, sino la de la
justicia.
A estas alturas, el presidente Zapatero tiene que haber ya comprendido que su
improvisado gesto de nombrar un alto comisario para las víctimas ha resultado
tan insuficiente como estéril. Ni Gregorio Peces-Barba ha sabido concitar el
consenso de los afectados -antes al contrario, ha ahondado de manera gratuita la
división y ha herido con su desprecio a una parte significativa de ellos-, ni
basta un poco de dinero para aplacar el generalizado sentimiento de desamparo.
Zapatero debe tomar personalmente la iniciativa y otorgar a las víctimas -a
todas- un sitio preferente en el escenario que está diseñando para abordar el
conflicto terrorista. Cariño, reconocimiento y honor; eso es lo que necesitan. Y
también un Gobierno que les escuche como representantes que son de los españoles
que han recibido con más dureza y más crueldad los golpes de la sinrazón y la
barbarie.
Cualquier otra salida, cualquier otro camino, dejará fuera a los golpeados por
la tragedia e impedirá la imprescindible cohesión de la sociedad española en
torno al más grave de sus problemas. Las víctimas del terrorismo son los
depositarios de la memoria del drama, como las de Auschwitz lo son del
conocimiento de la degradación humana. Sin ellos, sin su anuencia, sin su
colaboración, no habrá reconciliación, ni perdón, ni dignidad; sólo tacticismo,
maniobrería y componenda. Las coronas de flores de la calle Don Remondo de
Sevilla son hoy, treinta de enero, el símbolo de una deuda pendiente con la
España que ha puesto los muertos en una guerra que no era suya. Pasear hoy por
esa calle sigue provocando un estremecimiento que no es de frío, sino de rabia,
de inquietud y de zozobra.