TRINCOLANDIA
Artículo de Ignacio Camacho en “ABC” del 25 de octubre de 2009
Por su interés
y relevancia he seleccionado el artículo que sigue para incluirlo en este sitio
web
La clase
política española tiene un problema que no quiere afrontar pese a que se la
está comiendo por la patas y amenaza al funcionamiento mismo de la democracia.
Ese problema se llama corrupción y no sólo afecta a los partidos, la
Administración y las instituciones sino que supone un reto para la justicia y
las leyes, y sobre todo para la calidad moral del sistema que está poniendo a
prueba. Ocurre que la generalización del mal, su extensión permeable a todos
los ámbitos del espectro territorial y político, ha generado una especie de
perversa tranquilidad en la casta dirigente por cuanto sus miembros saben que
esta nefasta universalidad neutraliza los costes electorales de los escándalos.
Contagiados prácticamente todos por la epidemia sólo se preocupan de mostrar
que la infección también alcanza al adversario para poder competir ante las
urnas como en una carrera de cojos.
En un
marco democrático bien regulado, la ceguera de la dirigencia política podría
quedar compensada por la actuación del aparato judicial, pero en España la justicia
también está contaminada de sectarismo. Fiscales, policías y hasta jueces
actúan a menudo con discrecionalidad impregnada de prejuicios políticos e
ideológicos, aunque por fortuna aún quedan algunos profesionales independientes
braceando contra oleadas de dificultades, presiones y cortapisas. Gracias a
ellos se puede dibujar un obsceno mapa delictivo que salta por encima de
autonomías y colores y arroja un devastador retrato moral de nuestra vida
pública. Madrid, Barcelona, Sevilla, Valencia, Mallorca o la Costa del Sol
aparecen en ese mapa teñidas de un sospechoso marrón oscuro junto a cientos de
municipios asolados por la codicia de políticos deshonestos, oportunistas bisagreros y traficantes de favores. Esta pléyade de
canallas no sólo ha envilecido las instituciones sino que provoca un clima de
inseguridad jurídica y de desconfianza social que derrota el prestigio de la
actividad pública sembrando de pesimismo la vida democrática; los ciudadanos se
resignan a considerarse gobernados por un hatajo de ladrones.
Siquiera
por este factor degradante de su fama los partidos deberían avenirse a un pacto
de hierro para defenderla; empero, en el actual estado de la política española
resulta imposible pactar nada, y menos cumplir lo pactado. Ni siquiera el acuerdo
contra los tránsfugas ha podido funcionar con un mínimo de coherencia. El
egoísmo miope y la endogamia de esta partitocracia la
están destruyendo como destruyó hace quince años la de Italia, donde la ciénaga
de la corrupción ablandó los cimientos del sistema; aquí vivimos sobre un
pantano similar pero apenas si nos limitamos a blanquear los desconchones de la
fachada. Debajo del edificio institucional hay un tremedal movedizo en el que
habita entre sombras venales un país paralelo. Se llama Trincolandia.