Artículo de Ignacio Camacho en “ABC” del 01 de noviembre de 2009
Por su interés
y relevancia he seleccionado el artículo que sigue para incluirlo en este sitio
web
EN
los años noventa la corrupción ascendió a los áticos y plantas nobles del
Estado y provocó un colapso político nacional, pero lo que hizo crisis fue el felipismo y no el sistema porque salvo algunas excepciones
la venalidad había sobrevenido como una excrecencia derivada del acaparamiento
hegemónico del poder por un partido que lo disfrutaba en régimen extensivo.
Ahora el Gobierno y sus aledaños son reos de una mediocridad letal pero en
materia de mangancia parecen relativamente limpios; sin embargo en los
escalones intermedios de la Administración se ha incrustado un ejército de
saqueadores que amasan fortunas a base de ordeñar y desviar los recursos
públicos sin distinción de ideologías ni adscripciones. Esa universalización de
la deshonestidad es mucho más peligrosa porque impide a los ciudadanos
asqueados la opción de derivar su voto hacia alternativas no contaminadas; la partitocracia corrompida nos lleva directamente a Trincolandia.
La
pasividad complaciente de los aparatos de dirigencia nos ha devuelto a los
tiempos en que Julio Camba podía escribir con sorna que en España se dice que
los concejales roban como se dice que los caballos relinchan o los toros mugen:
como una suerte de expresión natural de su condición zoológica. Sólo que ahora
además de los concejales roban alcaldes, presidentes de diputaciones y
caciquillos de las autonomías, más una pléyade de satélites especuladores que
gira en su entorno desde la esfera privada. En vez de organizar una cruzada
común contra esta delincuencia de cuello blanco que subvierte la representación
del pueblo, los partidos se blindan en su autodefensa, apelan a detalles victimistas o protestas persecutorias y abordan el problema
con una óptica de sectarismo cuyos cristales filtran la corrupción propia para
medir tan sólo la del adversario, o encuentran vagos argumentos paliativos y
excusas de un casuismo hipócrita con las que cohesionarse a sí mismos.
Para
tomar medidas de fondo, penales o civiles, urge primero la aceptación del mal
desde una conciencia de ética pública que parece haberse perdido en el debate
banderizo. Sólo a partir de ahí cabría pensar en fórmulas sinceras de achicar
el campo a los corruptos desde una voluntad de atajar el problema más allá de
sus repercusiones en las urnas, acaso parcas por desistimiento o conformismo de
un electorado envuelto en el desaliento moral. Si los partidos fuesen
responsables subsidiarios del dinero defraudado por sus militantes quizá
asumiesen más en serio su deber de vigilancia. Como núcleo funcional del
sistema les corresponde una responsabilidad ineludible en la centinela de su
integridad. Ante el riesgo de llegar a una cleptocracia
no valen lágrimas de cocodrilo que suenan a la cínica sentencia de Henry Kissinger: el noventa por ciento de los políticos le crea
mala reputación al diez por ciento restante.