BAILANDO CON LOBOS
Artículo de IGNACIO CAMACHO en “ABC” del 01/05/05
Por su interés y relevancia, he seleccionado el artículo que sigue para incluirlo en este sitio web. (L. B.-B.)
HACE unos
meses parecía que el «oasis catalán» era el modelo del presidente Zapatero para
reconducir el desquiciado panorama político vasco. Pero la errática deriva del
tripartito que conduce (?) Maragall ha incendiado, en el momento menos oportuno,
el rastrojal autonómico de la España más seca de los últimos años. El fuego
político recorre las riberas del Ebro y ha llegado un momento en que no se sabe
qué es peor: que Maragall se asemeje a un boxeador sonaca jaleado por un agente
mercenario, que un Ibarretxe castigado en las urnas pueda subirse aún más al
monte secesionista en compañía de los crecidos batasunos o que Zapatero parezca
(nota para susceptibles: he escrito «parezca») dispuesto a pagar un precio
político por la paz.
El escenario de estas semanas no es que resulte de un pesimismo objetivo: es que
invita a salir corriendo en busca de un pasaporte polaco, portugués o de
cualquiera de esas naciones europeas que, siendo inferiores a España en
desarrollo y prosperidad, andan centradas en su progreso colectivo sin necesidad
de resucitar a cada paso los demonios de su identidad nacional. Aquí, en cambio,
para cada solución surge siempre alguien con un nuevo problema. Y si no bastaba
en este confuso abril con el complejísimo panorama del laberinto vasco -tópica
expresión que esconde una preclara metáfora-, si no era suficiente con la
quiebra del Pacto Antiterrorista o con el peligro cierto de un frente radical
hacia la secesión, ahora surge el tripartito maragalliano pidiendo una
insolidaria luna financiera que viene a ponerse por montera todos los problemas
del Estado.
El único optimista confiado en encontrar la salida del embrollo es el presidente
del Gobierno, iluminado por un soplo de autoestima que hasta el momento resulta
poco contagiosa. Zapatero sonríe y calla porque en su cabeza tiene sin duda un
mapa del dichoso laberinto, pero su aplomo sonriente parece ignorar adrede que
el hilo que conduce al final no lo sujeta la bella Ariadna de la fábula, ni
siquiera los menos glamourosos Ibarretxe y Maragall, sino de un lado unos
estrafalarios y chulescos independentistas de diseño, y de otro unos siniestros
pistoleros encapuchados que acaban de proveerse de varias toneladas de clorato
potásico.
El plan de la Moncloa pretende ahora centrarse en el escenario vasco, aunque ha
tenido que tocar a rebato para que los barones territoriales cierren a Maragall
el paso de una polémica particularmente inoportuna. De manera inmediata, los
socialistas se disponen a desgastar a Ibarretxe haciéndole sudar tinta en su
investidura, para dejarlo debilitado al frente de un gobierno de longevidad
imposible. Al mismo tiempo, es obvio que van a tender puentes con el
conglomerado batasuno a través de conversaciones bilaterales que, una vez
consolidada la presencia parlamentaria del ya célebre Partido Comunista de las
Tierras Vascas (PCTV), podrían tener lugar incluso en la misma Cámara de Vitoria
en vez de en neblinosos caseríos más o menos controlados por la amplia red de
vigilancia de las fuerzas de seguridad y los servicios secretos.
La segunda fase de este modelo estratégico consiste en convencer al PNV de que
Ibarretxe necesita un recambio, que ya no vale para una nueva etapa, que su
figura requiere el mismo trato que en su día se aplicó a José Antonio Ardanza. A
cambio, el Gobierno ofrecería un nuevo estatuto, media aritmética entre el plan
soberanista y el modelo catalán de antes de la inesperada rebatiña del jueves:
de cada diez euros gestionados en la comunidad vasca, nueve y medio para la
autonomía (ahora son nueve), y medio para el Estado, más algunas concesiones
identitarias con las que el nacionalismo pueda aplacar por un tiempo sus
reivindicaciones de fondo.
Ése sería el momento decisivo de la partida de ajedrez poselectoral, el instante
supremo en que ETA tendría que mover ficha, directamente o a través de su brazo
político. Ahí reside la clave de la vista gorda con que el Ejecutivo, pese a los
indicios manifiestos aportados por la Guardia Civil, ha dejado pasar hasta sus
escaños al PCTV provocando una crisis del Pacto Antiterrorista. No se trataría
sólo de un movimiento táctico para restar votos a los peneuvistas, sino de
disponer de un interlocutor político plenamente operativo.
El sueño de Zapatero pasa por un escenario vasco pacificado, o en vías de
pacificación, en el que el independentismo sea sólo una fuerza política más,
como en Cataluña, incómoda pero sobrellevable. Con el Partido Socialista como
eje de cualquier negociación y un pragmático PNV desprendido del lastre de
Ibarretxe a cambio de la conservación del poder, el País Vasco reflejaría el
modelo político que el presidente pretende para España: una nueva mayoría
construida sin el Partido Popular -más bien contra el Partido Popular- a partir
de un nuevo impulso autonómico. Eso sí, y esto es lo más grave a estas alturas,
pagando un precio político por el final de la violencia.
Ocurre, sin embargo, que los sueños a veces derivan en pesadillas. El de
Zapatero las alimenta a partir de la premisa esencial de que dibuja un horizonte
vasco dependiente de ETA, devolviéndole a la banda un protagonismo decisivo al
convertir sus decisiones en la verdadera piedra de toque del proceso. No sería
siquiera necesario que los terroristas volviesen a derramar sangre, hipótesis
siempre a su alcance incluso en el más acorralado escenario; podría bastarles
con ordenar a varios de sus flamantes neodiputados que apoyen a Ibarretxe y le
envalentonen a forzar su órdago hacia la secesión, lo que convertiría los
próximos años en un infierno político y social. Como señalaba esta semana José
Antonio Zarzalejos en su brillante conferencia en Madrid, no faltan en este
momento nacionalistas que opinan que el retroceso electoral no se ha debido al
exceso de dureza del plan soberanista, sino a todo lo contrario: a su relativa
debilidad frente al Estado. Y no es imposible que el propio lendakari en
funciones contemple esta teoría como parte de su análisis.
El baile con los lobos del terror es el camino más peligroso que puede abordar
el presidente, aunque existan motivos para temer que se halle decidido a
hacerlo, habida cuenta del desinterés con que ha dejado agonizante el Pacto
Antiterrorista. Pero es que, además, el Gobierno socialista ha dejado que se
abran de golpe todos los frentes posibles, dentro y fuera del País Vasco, con
una pavorosa falta de cálculo de los tiempos. Y en el frente catalán se le han
empezado a acumular dificultades derivadas de un insaciable maximalismo alentado
por la inconsciencia filonacionalista de Maragall, dispuesto a exprimir al
Estado, derribar los mecanismos de solidaridad nacional, pasar de largo el
estatus fiscal vasco y levantar una España de dos velocidades. Al permitir que
se abra la caja de Pandora, Zapatero se encuentra ante la evidente dificultad de
volver a encerrar unos vientos de discordia desatados por su propia
impremeditación.
El panorama es tan complejo que la impavidez del jefe del Gobierno no resulta en
absoluto tranquilizadora. Nadie puede negarle a priori la posibilidad de que le
salga bien su delicado manejo, aunque no existen indicios de que tenga la
situación bajo control. Es cierto que el presidente dispone en estos momentos de
la mayor parte de la iniciativa, pero tiene que ejercerla sin titubeos. Hay
demasiadas piezas fuera de sitio en el puzzle. Si consigue que todas encajen,
habrá que hacerle un monumento a las puertas de una Moncloa de la que no se irá
en mucho tiempo. Pero como se le desparramen por el suelo no sólo habrá
fracasado él, sino que dejará descalabrada una nación entera. Tiene margen para
equivocarse incluso en Cataluña, pero no en el País Vasco. Ahí arriba, España no
perdona los errores.