Artículo de Ignacio Camacho en “ABC” del 06 de diciembre
de 2009
Por su interés y relevancia he
seleccionado el artículo que sigue para incluirlo en este sitio web
Cuando la niebla de la muerte y del alzheimer
empieza a envolver a los padres constitucionales -Cisneros, Solé Tura, Suárez-
y a proyectar sus perfiles como estatuas senatoriales recortadas contra el
horizonte brumoso de la Historia, la reivindicación de aquel tiempo fértil de
grandeza creativa y concordia civil que fue la Transición se vuelve una
necesidad inapelable para refrescar la atmósfera de una política envilecida por
el sectarismo y degradada por la mediocridad. La desaparición paulatina de los
protagonistas de la refundación democrática nos interpela desde el corazón de
la memoria sobre la lealtad colectiva con que administramos su herencia de generosidad
moral y compromisos de Estado, a punto de convertirse en un legado de cenizas
aventadas por la desconfianza, la frivolidad y el olvido. La vigencia de la
Constitución del 78 no significa sólo la clave de una larga estabilidad y un
sólido marco de libertades, sino la permanencia de un aliento democrático y una
voluntad plural capaces de aherrojar los viejos demonios cainitas del rencor y
la sangre, responsables de tantos recurrentes desengaños.
El viento de la posmodernidad ha extendido una interpretación revisionista de la Transición que minimiza sus méritos para presentarla como una especie de pacto vergonzante urdido bajo el siniestro fragor de los sables y la presión de las frías bocas de los fusiles de febrero. Bajo este prisma de rupturismo retroactivo late la tentación de referenciar la legitimidad democrática en la fallida experiencia republicana del 31 frente a la acertada culminación monárquica del 78, saltando con voluntarismo dogmático por encima de las evidencias de un fracaso insoslayable. Empero, el desprecio de los valores de la Transición constituye además de una injusticia arrogante un grave error de apreciación objetiva: ni ha habido en los últimos tres siglos un período más fecundo de audacia política, inventiva jurídica y desprendimiento moral, ni el consenso fue una imposición táctica forzada por el miedo sino el fruto de la comprensión de una imperiosa necesidad de avenencia civil tras un largo y cruel ciclo de discordias impuestas y divisionismos obligatorios.
La Constitución simboliza ese acuerdo de mutuo respeto basado en la no dominancia de unos españoles sobre otros, un pacto de ciudadanía que puede haber sufrido el desgaste de su propio desarrollo pero permanece intacto en sus principios esenciales de convivencia plural. Los tradicionales homenajes de su aniversario no deberían ser, pues, el ritual más o menos protocolario de una simple efemérides histórica sino la sincera y actualizada profesión de fe en el constructivo espíritu de renuncia y concordia de nuestros padres fundadores. Algunos de ellos han muerto o permanecen en la bruma neuronal de la desmemoria pero las naciones no pueden permitirse la enfermedad del olvido.