Artículo de Ignacio Camacho en “ABC” del 04 de enero de 2010
Por su interés y relevancia he
seleccionado el artículo que sigue para incluirlo en este sitio web
Uno de
los héroes cruciales de mi adolescencia fue el doctor Rieux,
el protagonista de «La peste» de Camus. Un hombre que se enfrentaba a la vez a
la epidemia -alegoría del mal totalitario-, al silencio cómplice de sus
conciudadanos, al conformismo y a la angustia, guiado por un sentimiento de
intensa fe en la dignidad del ser humano. Un héroe existencialista, impregnado
de una convicción rebelde y positiva capaz de superar las trazas diferenciales
de la ideología, las creencias, la política o el desencanto. Un activista del
humanismo que reflejaba la gallardía moral de su autor, por entonces vapuleado
por la despectiva ironía sectaria de Sartre y sus colegas del mesianismo tardomarxista. Un luchador agónico que levantaba una
idealista barricada de libertad basada en la suprema confianza en el valor de
la persona más allá de las dudas sobre el absurdo de la existencia.
Tantos
años después, exactamente a medio siglo del accidente mortal que un 4 de enero
de 1960 desparramó en la carretera el manuscrito de «El primer hombre», Albert
Camus continúa siendo un referente gigantesco de la cultura contemporánea, por
más que el recorrido de la posmodernidad haya orillado en ambigüedades
relativistas su potente mensaje de honestidad intelectual, de rectitud y de
coraje. Un clásico peligroso, anota su gran biógrafo Oliver Todd.
Elegante, profundo, valiente, lapidario, sincero, trágico, desgarrado en la
coherencia de sus dudas tormentosas, asomado con suicida lucidez al abismo de
las preguntas sobre el sentido de la vida, Camus es aún el símbolo vigente de
una actitud filosófica y moral indeclinable: la del hombre que compromete su
conciencia, su pensamiento y su acción en el desafío de una búsqueda. Frente al
propagandista doctrinal y el proselitista militante, frente a los convencidos
irrevocables y los predicadores dogmáticos, su perfil de explorador crítico
emerge con la integridad de todas sus contradicciones y la humildad del sabio
consciente de no conocer todas las respuestas. Fue un pensador inclasificable y
una personalidad compleja, indefinible, poliédrica: comunista y anticomunista,
político y antipolítico, argelino y francés,
arrogante y dubitativo, solitario y seductor, individualista y solidario,
generoso e introvertido, turbulento y sereno, moralista y escéptico. La clase
de tipo que siempre resulta incómodo en la sociedad de las etiquetas simples,
de las categorías sinópticas, de los esquemas unívocos y de las certezas
prefabricadas.
Quizá
por eso tiene sentido recordar hoy su ejemplo luminoso, comprometido, incluso
visionario; el convencido y radical humanismo al que se aferró siempre ante la
inevitabilidad del desengaño, el sufrimiento y el vacío. Su ausencia casi
terminal en los huecos programas de nuestro insustancial marco educativo es
quizá otra amarga, lejana metáfora del propio fracaso que se empeñó en combatir
con la pasión arrebatada de un héroe mal comprendido.