Artículo de Ignacio Camacho en “ABC”
del 29 de junio de 2010
Por su interés y relevancia he
seleccionado el artículo que sigue para incluirlo en este sitio web.
El veredicto parte de
un principio más político que jurídico: tratar de contentar a todos a base de
no dejar satisfecho a nadie
Parcialmente
inconstitucional: ése es el veredicto objetivo. Sírvase cada cuál sus conformidades y reparos a tenor de sus propios
prejuicios; enfóquese la sentencia desde un punto de vista cuantitativo o
cualitativo para adecuarlo a interpretaciones de parte; considérese muy
importante, poco importante o relativo el sentido de la depuración; al final,
lo único que queda claro es que el Estatuto de Cataluña contiene una quincena
de preceptos que no encajan con la Constitución española y más de treinta que
requieren de una corrección de sus criterios mediante interpretaciones y
coletillas. Ahora viene un debate político cargado de farfolla, demagogia y
consignas; ha sido un pleito tan confuso y tan largo que su resolución promete
tanto embrollo como la norma que lo ha provocado.
Para
lograr un veredicto tras cuatro años de bloqueo, la presidenta del
Constitucional ha alumbrado una sentencia-pastel, aunque se trata de un pastel
cocinado con demasiada lentitud y servido quizá demasiado tarde. Un fallo que
parte de un principio más político que jurídico: tratar de contentar a todos a
base de no dejar satisfecho a nadie. De un Estatuto bodrio, farragoso y
prolijo, y de un tribunal desautorizado y desgastado no cabía esperar mucho
más. Al final, el colapso había llegado a un punto en que cualquier sentencia
era mejor que ninguna sentencia, y en ese sentido el TC ha terminado guiándose
por la necesidad de acabar de una vez para aliviar una tensión insostenible.
Sea como
fuere, medio centenar de artículos han sido anulados, retocados o corregidos, y
algunos de ellos contienen aspectos nucleares de la intención soberanista que
inspiró el Estatuto. Se revoca el poder judicial catalán, se anulan las
competencias de autonomía financiera —por mayoría de ocho a dos— y se
desregula, negándole eficacia jurídica y carácter vinculante, el principio
esencial de que Cataluña es una nación. Eso es una purga como un castillo, una
poda sustancial se mire por donde se mire, y
constituye la demostración de que los recursos eran procedentes porque
el texto contenía aspectos incompatibles con el vigente marco legal de superior
rango.
A partir
de aquí, todo es opinable, y va a ser opinado a tenor de las conveniencias de
parte propias de una precampaña electoral. Al nacionalismo catalán y a los
soberanistas radicales les conviene el victimismo; a los socialistas les
interesa resaltar la convalidación de una parte del articulado
cuantitativamente amplia y el PP puede presumir de haber logrado embridar
cuestiones determinantes para la unidad del Estado. Por encima de esa cháchara
inevitable, la única realidad objetiva es que el Estatuto de Cataluña ha
resultado ser inconstitucional. Poco, mucho, a medias; pero inconstitucional,
al fin y al cabo.