LA FACTURA
Artículo de Ignacio Camacho en “ABC” del 08.02.06
Por su interés y relevancia he seleccionado el artículo que sigue para incluirlo en este sitio web.
La cuestión decisiva del horizonte
vasco no reside en la posibilidad de que Henri Parot, el arrogante rey del coche
bomba, el inicuo carnicero mayor del Reino, el verdugo orgulloso de 82
inocentes, pueda salir de la cárcel con 4.760 años de condena pendientes de
cumplimiento. Tampoco en que Conde-Pumpido, la longa manus de Zapatero en el
sistema judicial, sea tan sectario y obediente como todos sus antecesores. La
cuestión es si la sociedad española está o no dispuesta a aceptar una paz que
deje desamparadas a las víctimas, orilladas en el lado sombrío de la euforia.
Sabemos desde Kant que la paz es el bien supremo, pero ha de ser una paz justa,
moralmente reparadora de los males de la lucha. El presidente del Gobierno ha
diseñado una paz que se parece demasiado a una rendición en la medida en que los
causantes del mal pueden resultar premiados con la única condición de dejar de
hacerlo, mientras los que han sufrido la amargura del dolor no tengan otra
recompensa que el silencio.
La «guerra» terrorista la iba ganando el Estado, pero esa victoria requería
paciencia y sufrimiento, tenacidad y entereza, y carecía de una escenografía
políticamente rentable. Zapatero, que apoyaba esa estrategia desde la oposición,
quiere ahora una foto-finish con la que pasar a la Historia, y parece dispuesto
a cambiar las reglas del juego. Poco a poco vamos conociendo, o intuyendo, las
condiciones del armisticio: Batasuna volverá de un modo u otro a la política y
los presos de ETA encontrarán resquicios por los que filtrarse hacia la
libertad.
Lo que no se sabe es qué va a ocurrir con las víctimas. O sí se sabe: quizá
tengan, como la viuda de Barreto en Azcoitia, que cruzarse por la calle con sus
verdugos y agachar la cabeza. El mensaje que reciben de los hechos es que
después de haber puesto los muertos tendrán que volver a sacrificarse sin
obtener siquiera la reparación de la justicia. Lo que queda pendiente es saber
si la sociedad española aceptará esa ignominia a cambio de ver despejada la
amenaza del terror. Zapatero parece convencido de que sí, de que después de las
manifestaciones y las protestas se impondrá la fuerza del pragmatismo en una
ciudadanía acomodada y refractaria a los compromisos de firmeza. Y puede que no
esté equivocado.
Pero también puede que sí lo esté. Que los años de plomo hayan marcado la
conciencia colectiva con una cierta rebeldía moral. Que la gente no trague ante
la perspectiva de ver a los asesinos en la calle y a sus cómplices en el
Parlamento y en las instituciones. Que la herida sea demasiado profunda para
cicatrizar en una foto. No vamos a tardar mucho en comprobarlo porque el
presidente traslada a quien le quiere oír que tiene el salón dispuesto y la
orquesta a punto para empezar su peligroso baile con los lobos. De momento ha
ganado una baza poco perceptible: de proclamar que nadie pagaría un precio por
la paz, hemos pasado casi sin darnos cuenta a discutir la factura.