CRISIS DEL SISTEMA
Artículo
de José María Carrascal en “ABC”
del 20 de mayo de 2010
Por su interés y relevancia he
seleccionado el artículo que sigue para incluirlo en este sitio web.
Con
el 20 por ciento de parados, suena a broma macabra decir que la crisis
económica abre interesantes posibilidades. Pero es así, recordándonos que lo
bueno y lo malo andan entremezclados en este mundo, tal vez por ser uno el
contrapunto del otro.
Pero
dejémonos de filosofías baratas para ir al grano, pues no están los tiempos
para lucubraciones. La crisis, decía, lleva en sus entrañas posibilidades que,
de aprovecharse, pueden conducir no sólo a superarla, sino también a mejorar la
situación anterior, que sin duda era mejorable a la vista de adónde nos ha
conducido. Y la primera virtud de la crisis es hacernos ver una realidad que
antes no veíamos o no queríamos ver, sacándonos del ensueño en que vivíamos. El
reconocimiento de la realidad es la primera condición para superarla. Sin ello,
lo único que haríamos sería continuar en el ensueño que hemos vivido durante
los dos últimos años, y hundirnos cada vez más en la crisis. Finalmente, tanto
Gobierno como ciudadanía se han dado cuenta de su magnitud.
Pero
hay otros signos esperanzadores, otros «brotes verdes» que nada tienen que ver
con los que anunciaba el Gobierno. Me refiero al despertar de la Justicia
española o, si lo quieren, a la «revolución de los jueces», que de un tiempo a
esta parte no hay quien los conozca. De ser meros instrumentos del poder
político, de estar encasillados como animales domésticos en «progresistas» y
«conservadores», de resultar tan predecibles sus decisiones como las de las
cámaras y de considerarles un apéndice de los partidos, un número importante de
ellos ha roto amarras de quienes creían poseerlos y comenzado a tomar
decisiones que poco o nada tienen que ver con su ideología personal, para
atenerse únicamente a la ley que han jurado respetar y aplicar.
Lo
que es una gran noticia. Para mí, la mejor noticia en muchos, muchos años,
puede que la mejor noticia de esta joven democracia española, pues una
democracia sin jueces independientes incluso de sí mismos no es democracia,
sino otra forma de dictadura, en nuestro caso, la dictadura de los partidos
políticos. Si la crisis económica tiene algo que ver con la «rebelión de los
jueces» no lo sé, aunque la crisis está afectando a todas las instituciones del
Estado. Pero la atribuiría más bien al hartazgo de los jueces de ser
considerados meros juguetes de una clase política impresentable. Algunos de
ellos han crecido sobre sus convicciones ideológicas e, indiferentes a los
colores políticos y a la charanga mediática, se han puesto a tomar decisiones
sólo acordes con la más estricta legalidad. Demostrando de una tacada, primero,
que aquello de la «solidaridad de cuerpo», tan arraigada en este país, no iba
con ellos, y segundo, que se han sacudido la contaminación política, aún más
arraigada. Como digo, una gran noticia.
Pero
no definitiva. Porque si esta rebelión se limitara a los jueces -y no a todos
ellos-, habríamos adelantado muy poco. Es necesario que se extienda a todos los
sectores de la sociedad, si queremos que ésta se regenere. Más de una vez me
habrán oído decir en estas páginas de ABC que no estamos ante una mera crisis
económica, sino ante una crisis del sistema, ante una crisis de valores, que le
impide funcionar correctamente y le ha llevado a la situación actual. La clase
política es la primera que debería hacer examen de conciencia ante el hecho
gravísimo de ser la peor considerada por la ciudadanía. Pero ante los casos
frecuentes de individuos que entran en la política para enriquecerse, de
«servidores públicos» que más bien toman al público como servidor, de la
corrupción que no distingue ideologías, conviene a los partidos, por su propio
bien, antes de que empiece a considerárseles una variedad de la mafia o la
«cosa nostra», hacer limpieza dentro de sus filas, en
vez de limitarse a apuntar a las manzanas podridas del bando contrario, como
hasta ahora vienen haciendo. Pues por ese camino sólo conseguirán convertir
España en un lodazal y que vuelva a alzarse el clamor por un «cirujano de
hierro» que acabe con tanta inmundicia.
Aunque
la sociedad tampoco es inocente en el proceso. Los españoles nos hemos tomado a
la ligera la democracia -creyendo que en ella había sólo derechos, no deberes-
y tragándonos la milonga de que, tras superar a Italia, íbamos a superar a
Francia, etc., etc. Y, en efecto, las hemos superado. Pero en déficit, en
parados, en fracaso escolar y otros terrenos bien poco recomendables. Es verdad
que prácticamente todos los países de nuestra área están teniendo dificultades.
Pero la inmensa mayoría vienen tomando desde hace tiempo medidas para
superarlas, por lo que su situación no es tan grave como la nuestra. Y en
cualquier caso, si Ángela Merkel ha dicho a sus
conciudadanos que están viviendo por encima de sus posibilidades, ¿qué habría
que decirnos a nosotros, con una capacidad industrial, una productividad y unos
recursos muy inferiores a los suyos? Sencillamente, nuestra economía no da para
irnos de vacaciones o minivacaciones dos o tres veces
al año, para los famosos «puentes», para las fiestas a todo tren y de todo
tipo, para que cada ciudad tenga su orquesta sinfónica, su palacio de deportes,
su centro de congresos, su aeropuerto, su AVE, a no ser que los paguen los usuarios.
Ni el Estado español puede presumir de dadivoso mundo adelante ni los españoles
podemos presumir de vivir mejor que los alemanes o los norteamericanos, como
venimos viviendo; se lo asegura alguien que lo comprueba en cada visita a ambos
países. Nuestra relación trabajo/ocio, eso que los sociólogos progres llaman
«calidad de vida», es superior a la alemana o la norteamericana. Eso está muy
bien cuando se tiene un potencial económico detrás que lo respalde, que
nosotros no tenemos. Nosotros tenemos el euro, una moneda fuerte. Pero el euro
ya no es lo que era, entre otras cosas, por nuestros dispendios. De ahí el
aviso que nos han enviado nuestros socios. La fiesta se acabó, y sólo hay dos
caminos: el de ajustarnos a nuestros medios, como están haciendo las naciones
serias, o querer seguir viviendo a costa de los demás, cuando los demás han
dicho «basta». El camino de los alemanes, que llevan dos años apretándose el
cinturón, o el griego, con las calles ardiendo. No hay otra alternativa.
Porque
no hay más cera que la que arde, y en España ha ardido ya casi toda. O los
españoles empezamos a comportarnos como adultos o nos tratarán como a niños,
como ya han empezado a tratarnos desde Bruselas y Washington. Es en buena parte
consecuencia de haber puesto nuestro destino en manos de un indocumentado, pero
tampoco puede echársele toda la culpa, pues en su primer mandato tuvimos
abundantes muestras de sus limitaciones, que permitían predecir cómo íbamos a
acabar. Sin embargo, le reelegimos. Hoy es precisamente su Gobierno, que
tachaba de alarmistas y antipatriotas a quienes advertían de los riesgos, el
que nos describe la situación con los tintes más negros, para justificar un
reajuste durísimo, que nunca se creyó obligado a hacer. Y, esto es lo más
grave, que es dudoso hará, pues la incompetencia que le caracteriza, el
sectarismo que le embarga y la desconfianza que inspira ponen un gran
interrogante sobre si logrará hacer lo que hasta ahora había dicho que nunca
haría.
Dicho
esto, conviene advertir que, bueno o malo, es el único Gobierno que tenemos, y
sería suicida no apoyarle si realmente se decide a hacerlo. A la fuerza
ahorcan, dice el refrán, aunque en este caso se trata más bien de evitar que
nos ahorquen o que nos ahorquemos, a la postre lo mismo. Algo que ocurriría si
nos pusiésemos a discutir quién tiene la culpa, los especuladores, el Gobierno,
la oposición o el pueblo español. Las crisis crean la psicosis del «¡sálvese quien pueda!», haciendo olvidar que todos están en
el mismo bote.
Porque
la opción es clara: o hacemos lo que los jueces, desprendiéndonos de nuestros
prejuicios ideológicos, para cumplir cada cual con su deber, o nos vamos por la
cañería.