Ante el creciente malestar social y
la ausencia de liderazgo para acometer las reformas que necesitan las próximas
generaciones, Zapatero debe anunciar cuanto antes un calendario creíble para el
proceso electoral
Artículo de Juan Luis Cebrián en “El País” del 18 de julio de 2011
Por su interés y relevancia he seleccionado el artículo que sigue para
incluirlo en este sitio web.
Hace poco más de un mes asistí en Madrid a varios
debates entre intelectuales, políticos, empresarios y ciudadanos del común. A
pesar de reunir muy diferente y variopinta asistencia, en todos ellos tuve
ocasión de comprobar el singular sentido de ánimo de la sociedad capitalina
(creo que la española en general) ante lo que podríamos llamar, parodiando a Kundera, la insoportable levedad del devenir de España. Dos
de esos actos estaban relacionados directamente con la recuperación de la
memoria colectiva. Uno fue organizado por la Asociación de Defensa de la
Transición y el otro, por la Fundación Fernando Abril Martorell,
que otorgaba el Premio de la Concordia a Antonio Muñoz Molina. Salvo el
incombustible Enrique Múgica y yo mismo, creo que prácticamente no hubo
coincidencias entre los presentes en ambas ocasiones. Sin embargo, resultaron
tan evidentes la convergencia de actitudes y lo similar de las preocupaciones
allí expresadas, que bien puede entenderse que reflejaban un verdadero estado
de opinión. Gentes de derechas, de centro y de izquierdas, antiguos comunistas
y viejos franquistas arrepentidos, católicos fervientes y ateos recalcitrantes,
mujeres, hombres, profesores, jueces, militares, diputados, periodistas e
intelectuales, reclamaban, con la serena parsimonia de su experiencia y la
firmeza de su convicción, una recuperación del consenso y el pacto como únicas
vías para salir del agujero en el que parece hundirse la sociedad española.
Por los mismos días me reuní en un par de escuelas de
negocios con jóvenes empresarios y directivos, la mayoría de ellos bien
instalados, y con otros profesionales y universitarios víctimas del paro,
algunos de ellos ocasionales pero frecuentes visitantes, como tantos
ciudadanos, de la acampada de los indignados en la Puerta del Sol. Eran gentes
nacidas en los años setenta y ochenta, algunos más jóvenes aún, cuyos puntos de
vista no divergían mucho de los de la generación de sus padres y coincidían en
una expresión de simpatía hacia el movimiento del 15-M, por más que algunos se
sintieran molestos por la invasión de la vía pública.
Todo ello me sirvió para comprobar la existencia de un
creciente malestar que no conoce fronteras ideológicas, generacionales ni de
clase social. Puede pensarse que cuanto nos sucede se resume en la profundidad
de la recesión económica y la atribulada gestión de la misma. En muchos países
europeos, los Gobiernos y los partidos que les sustentan vienen siendo
contundentemente desalojados del poder central o local por los electores, en
busca de una alternativa posible que mejore la vida de los ciudadanos. Pero la
crisis no es solo económica, aunque sus efectos sobre el aumento del paro y el
descenso de nivel de vida de las gentes sean los más inmediatos y dolorosos,
sino también política y de convivencia. Es además sistémica no únicamente en lo
financiero, sino que afecta de lleno al modelo de organización social y al
desarrollo individual y colectivo de las gentes. El descontento español,
griego, islandés o portugués, ahora italiano también, anida con diferentes
expresiones en muchas otras latitudes, y en el norte de África y Cercano
Oriente comienza a cuajar en guerras civiles larvadas, o no tan larvadas, como
las de Libia y Siria. La falta de liderazgo, en ocasiones capaz de afirmarse
solo por la fuerza, la resistencia al cambio de quienes ocupan posiciones
establecidas y la inflexibilidad de la respuesta frente a un mundo en continua
ebullición, no harán sino prolongar la decadencia de una realidad insostenible.
Nos enfrentamos, desde luego, a problemas globales,
por lo que las soluciones lo tienen que ser también. Pero la expresión local de
unos y otras evidencia las carencias del Estado-nación a la hora de enfrentar
estas cuestiones. Eso explica la deriva hacia el populismo de tantos líderes
políticos, dispuestos a deslizarse sin mayores cauciones por la senda del
proteccionismo comercial, la xenofobia racista y la insolidaridad. El
cortoplacismo, atizado por la frecuencia de comicios de todo tipo y las
urgencias de las campañas electorales, caracteriza la mayoría de las decisiones
de los dirigentes occidentales, que no entienden su incapacidad de competir con
algunas sociedades emergentes en las que el calendario -como en el caso de
China- corre a diferente velocidad que en el resto del mundo.
Sobresale el distanciamiento entre la clase política y
los ciudadanos, no solo en los regímenes dictatoriales o autoritarios, sino en
democracias más o menos consolidadas. Los acampados en las plazas protestan
contra el sistema sobre todo por haber sido excluidos de él. Están contra los
partidos, los sindicatos, los banqueros y... los periódicos, o los medios de
comunicación en general. A todos se mide por el mismo rasero, como integrantes
de una casta reacia a propiciar los cambios que la gente demanda. A todos se
les reprocha ignorar que las nuevas tecnologías de la comunicación han
empoderado a los pueblos más que algunas de las instituciones democráticas que
rigen la vida de los países. Y en todos los casos aspiran a más participación
ante lo que consideran el fracaso de la representación política. Los reclamos
de reforma de la ley electoral, o contra la presencia de imputados en las
listas, se basan en la percepción, desde mi punto de vista acertada, de que los
representantes no nos representan, o lo hacen cada vez menos. No digo esto a la
búsqueda de alguna popularidad que no merezco entre los nuevos levantiscos.
Hace un cuarto de siglo, en mi libro El tamaño del elefante, escribía: "No
es ya el Parlamento el que controla al Gobierno, sino el Gobierno el que
controla a la mayoría parlamentaria, la diseña de antemano.... Y de acuerdo con
los sondeos electorales, la domestica, la manipula y utiliza... Una reforma de
todo el sistema de representación política en España es necesaria si se quiere
que la democracia avanzada que la Constitución define se haga efectivamente realidad".
A partir de aquella fecha, los problemas no han hecho sino empeorar en ese
terreno. Ahora se ven agudizados por la profundidad de la crisis, la
destrucción de empleo, la falta de horizonte de las nuevas generaciones y la
perplejidad e irritación que producen ver a los dirigentes políticos disputarse
el poder por el poder, reproduciendo promesas que nunca se cumplen y rindiendo
tributo a una demagogia persistente e inútil.
Algunos comparan las revueltas juveniles de ahora con
los acontecimientos de Mayo del 68. La escenografía es en parte similar, con
esas chicas ofreciendo flores a los robocops
policiales, remedando imágenes de una época en la que los manifestantes
entonaban el haz el amor y no la guerra. Pero pese a la idílica utopía del
movimiento hippie, Mayo del 68 acabó siendo violento, y mayo del 2011 apenas lo
ha sido. Las revoluciones han perdido prestigio y habrá que esperar a ver en
qué desembocan los acontecimientos del norte de África para saber si son
capaces de recuperarlo. En el entretanto, conviene no desdeñar el significado
de las protestas. No es solo la representación política lo que está en
entredicho, sino un entramado institucional anquilosado y clientelista que sume
a los ciudadanos en la desesperanza y el desasosiego.
Por lo mismo, hace años que deberíamos haber encarado
una reforma constitucional que actualizara la gobernación de este país. Una
reforma capaz de instaurar un Estado federal moderno, culminando y corrigiendo
el proceso de las autonomías, que cuestione la provincia como distrito
electoral y establezca las prioridades para las próximas generaciones de
españoles. Un programa así exige no solo un liderazgo del que hoy carecemos,
sino una voluntad de acuerdo en la política que permita abordar también, de
manera urgente y eficaz, la reforma del sistema financiero y la modernización
de las relaciones laborales, sin lo que será imposible dinamizar la economía y
generar puestos de trabajo. Pero mientras el país confronta la amenaza de
ruina, se desvanece la cohesión territorial y aumentan los conflictos sociales.
La pérdida de confianza en la gestión del actual presidente del Gobierno es
clamorosa dentro y fuera de España. Es imposible suponer que de una legislatura
como la que hemos padecido se derive ya ninguna de las soluciones que los
ciudadanos reclaman. El deterioro preocupante del partido en el poder amenaza
con desequilibrar el futuro inmediato de nuestras instituciones políticas. Y
aunque su recién estrenado candidato ha procurado, con éxito inicial,
devolverle la esperanza, no es imaginable que acuda a los próximos comicios sin
un congreso previo que restaure su maltrecho liderazgo y diseñe un proyecto que
le permita recuperar al electorado y elaborar los pactos que el futuro demanda.
Para que todo eso suceda, José Luis Rodríguez Zapatero debe de una vez por
todas abandonar su patológico optimismo y renunciar al juego de las
adivinanzas. Los titubeos, las dudas y los aplazamientos a que nos tiene
acostumbrados son la peor de las recetas para una situación que reclama medidas
de urgencia. Su deber moral es anunciar cuanto antes un calendario creíble para
el proceso electoral. Solo así podrán los españoles soportar la levedad del
ser.