FRAGA Y METTERNICH

 

Artículo de Tomás Cuesta en "ABC" del 17-1-12

Por su interés y relevancia he seleccionado el artículo que sigue para incluirlo en este sitio web.

 

 

Don Manuel Fraga fue un hombre «pesadísimo», una figura incompatible con el vacío y con la ausencia

 

Dicen que cuando Metternich recibió la noticia se encontraba en palacio despachando un almuerzo. Dicen, también, que en su rostro, impasible, algunos entrevieron una fugaz sonrisa, un mínimo aleteo. Dicen, por último, que, sin desatender el plato, sin cebarse en la suerte, sin ningún regodeo, puso a los comensales al tanto del asunto y a la historia de Europa al cabo de la mesa: «Monsieur de Talleyrand acaba de morir. Cabría preguntarse qué es lo que pretende». Ni que decir tiene que el relato es apócrifo; que el estadista austriaco, licenciado en malicia y perito en ingenio, no ejercía el cinismo con contumacia carroñera. Pero la exactitud, en todo caso, es lo de menos. «Se non è vero, è ben trovato» y, entre bromas y veras, lo que no admite réplica es el perfil de ambos personajes que aboceta la anécdota. Símbolos de un tiempo en el que la política no era un jardín de infancia, ni un sarpullido adolescente. Un mundo que exigía que los gestores del poder —por virtud o por defecto— no fueran liliputienses. No medraban los santos y tampoco los memos.

 

El señor Manuel Fraga acaba de morirse y es lástima que hoy no exista ningún Metternich que se interrogue acerca de la razón oculta que le ha inducido a dar un paso tan extremo. Al fin y al cabo, los tipos de su especie, los que lograron abrir trocha, allá donde estuvieran, con la ciclópea tenacidad de un paquidermo, no se van porque sí, porque llegó su hora, porque sopló la parca y les dejó a dos velas. Se van porque la vida —tanta vida— después de tantos años se les quedó pequeña. O porque les apetece, mira tú, por cabezonería. Y a ver quién es el guapo que les marca la agenda. O por «xoder», quizá, como en el chiste del gallego. Genio y figura, o sea, por ahorrar en saliva y resumir el cuento. Bien es cierto que Fraga no era Talleyrand, que no hizo de las sombras su cubil, ni de la traición su credo. No obstante, también es cierto que, al igual que el francés, es un hilo de Ariadna que nos lleva desde el opaco laberinto del «Ancien Régime» hasta las luminarias del presente. Del franquismo «à visage humain» que Solzhenitsyn percibía, recién llegado de la URSS, como el séptimo cielo (de ahí que Juan Benet le enviara al infierno) hasta una democracia que, a la postre, remondado las ínfulas celestes, ha alumbrado un país homologable, insospechadamente próspero y, pese a los rebuznos cainitas, no sólo ya pasable; incluso, vividero.

 

Peter Sloterdijk afirma que la posmodernidad rampante («la era de la ausencia») ha hecho tabula rasa con la tradicional dicotomía en la que se agolpaban los distingos de «izquierdas» y «derechas». La tele-realidad ha convertido el pugilato ideológico en un baile de sombras, un disparate a ráfagas, un pertinaz tartamudeo, en el que lo «pesado» se enfrenta a lo «ligero», lo grávido a lo etéreo. No se piensa, se pesa. De ahí que, mientras las vacas no enflaquezcan, la levedad —la insoportable levedad— le gane por la mano a la exigencia. Don Manuel Fraga (que se murió el domingo, a saber con qué objeto) fue un hombre «pesadísimo», una figura incompatible con el vacío y con la ausencia.

«Sit tibi terra levis». Apearle el latín es ofender a Metternich.