OTRA VEZ LA ABULIA ESPAÑOLA
Artículo de Amando de Miguel
en “La Gaceta” del 03 de abril de
2011
Por su interés y relevancia he
seleccionado el artículo que sigue para incluirlo en este sitio web.
Estamos ante una
dolencia idiopática, esto es, constitucional en el
doble sentido, médico y político. No hay ciudadanía que valga mientras se
inhiba el derecho a protestar por las injusticias. La apatía de la opinión
pública es correlativa a la indolencia en el trabajo y en el estudio. Ahora
somos un país de propietarios: casa, coche, ahorrillos y títulos educativos. No
sé si el toro de Osborne va a tener que cambiarse por
la silueta de un borrego o de un oso panda. La abulia consiste en que cada uno
sólo se queja de lo que le toca y cree que otros son los que deben protestar.
Celebramos
este año el centenario de la muerte de Joaquín Costa. En su epitafio de
Zaragoza pusieron como gran mérito final: “No legisló”. Es decir, las grandes
transformaciones que necesitaba la España de su tiempo no eran leyes sino
cambios de costumbres; hoy diríamos de estilos de vida, de reformas estructurales,
de valores. Esa crítica regeneracionista fue realmente castiza y la podemos
aplicar hoy a la sociedad española actual. Después de todo, somos la misma
estirpe, los españoles de la Restauración y los de la Transición.
Decían
los regeneracionistas que la enfermedad principal de España era la abulia.
Consistía en una suerte de indiferencia ante las injusticias, una resistencia a
la cultura, una incapacidad para movilizarse fuera de los estallidos de
violencia. Aquella era una sociedad mayormente rural y analfabeta, una especie
de Tíbet que destacaba en la Europa civilizada. Hoy las circunstancias
materiales han cambiado radicalmente. España se alejó del Tíbet y se ha
acercado a Holanda, por lo menos en el aspecto económico. Esa oscilación pendular
ha sido tan impresionante que nos ha hecho olvidar que continúa en el sustrato
colectivo la abulia inveterada, ahora por otros motivos. La inesperada
afluencia económica nos ha hecho a los españoles acomodaticios.
Habrá
que volver a las metáforas organicistas del regeneracionismo de Costa. España
sigue siendo un organismo que está enfermo. No hay que recurrir ahora a la
virtud taumatúrgica de un “cirujano de hierro”, hartos como estamos de
autoritarismo. Antes bien, lo que ahora detectamos en la resonancia magnética
del país es que menudean las prohibiciones, los arbitrismos, las corrupciones.
Lo sorprendente es que esa nueva versión de oligarquía y caciquismo se pueda
dar en una sociedad desarrollada, de servicios, con educación general. Pero la
sombra del poder es generosa.
La
cuestión quizá esté en que la enfermedad actual no es infecciosa sino
degenerativa. No se trata de sajar, ni siquiera de administrar antibióticos.
Estamos ante una dolencia idiopática, esto es, constitucional,
en el doble sentido médico y político.
Nos
sentimos alarmados todos por esa estrambótica cifra de los cinco millones de
parados. Bien es verdad que muchos de ellos trabajan en la llamada economía
sumergida, pero esa salida es tan natural como la del mercado negro cuando hay
racionamiento. Más grave aún es que haya 10 millones (por redondear) de
personas en edad productiva que trabajan poco. Los estudiantes que no estudian,
los parados que viven del subsidio, los trabajadores en baja caprichosa, los
funcionarios que no funcionan y los prejubilados suman un onerosísimo ejército
de indolentes. Añádanse los empresarios que viven de las subvenciones o de los
contratos privilegiados con los organismos públicos. Se trata al final de un
inmenso despilfarro del erario. De ahí que la necesaria salida sea la elevación
continua de los impuestos, tasas, licencias, cánones, multas, precios
intervenidos. Lo peor no es el derroche de recursos que ya es malo sino la
mentalidad resultante de indiferencia de la opinión pública, de resignación. En
definitiva, con la misma Constitución, muchos españoles se van transformando en
meros súbditos, por más que se les halague a troche y moche con lo de
“ciudadanos y ciudadanas”. No hay ciudadanía que valga mientras se inhiba el
derecho a protestar por las injusticias. En todo caso hay una minoría de
críticos en los medios de comunicación, pero sus protestas no se ven recogidas
por los partidos, los sindicatos, la calle. La abulia actual consiste en que
cada uno se queja de lo que le toca, pero considera que son otros los que
tienen que protestar. Es la exclamación de “dele caña” con que se ven saludados
por la calle algunos tertulianos o comentaristas de los medios de comunicación.
Es como lo del aficionado a los toros que gritaba al torero: “¡Arrímate más!”.
El torero le hizo un gesto como diciendo: “¡Baja tú!”.
La
apatía de la opinión pública es correlativa a la indolencia en el trabajo o el
estudio, de la supremacía de los valores hedonistas en un mundo saturado de
cachivaches. La prueba es que, en plena sima de la crisis económica, lo que no
disminuye tanto es la apetencia de viajar, de contemplar espectáculos. Resulta
sorprendente que la demanda turística se haya hecho inelástica, es decir, que,
ante una disminución de los ingresos familiares, no decaiga tanto el consumo de
vacaciones y diversiones. En el imperio romano funcionó ya la política de panem et circenses.
Es
decir, los que mandan se sienten muy a gusto si los contribuyentes se conforman
con satisfacer en silencio las necesidades elementales, incluida la de
divertirse.
Hace
cien años España era todavía mayoritariamente una nación de proletarios. Ahora
somos un país de propietarios: casa, coche, ahorrillos, títulos educativos. Esa
ha sido una buena transformación, y eso que ahora todo se ha devaluado: el piso
propio vale menos de lo que creíamos y lo mismo pasa con los títulos
educativos. Hemos asistido a una inflación de patrimonio. Pero el coste
fundamental no es económico sino de psicología colectiva. Ese bienestar nos ha
llevado al desinterés por la cosa pública, a la insensibilidad por el dolor
ajeno, a la prescindencia del sentido de culpa. No sé si el toro de Osborne va a tener que cambiarse por la silueta de un
borrego o de un oso panda.
Incluso
las organizaciones que canalizan el interés colectivo (partidos, sindicatos,
asociaciones empresariales, fundaciones) sestean alimentadas por el erario. En
su día se privatizó el INI y las empresas conexas. Pero ahora han surgido como
setas miles de empresas públicas, muchas de ellas perfectamente prescindibles.
Al depender tanta gente de la munificencia del Estado, es lógico que cunda la
pasividad ante los desmanes de los políticos y otros hombres públicos.
Haría
falta un refuerzo de las asociaciones privadas de todo tipo. Se necesita un
sistemático cultivo de la moral del esfuerzo en las familias, en las escuelas y
en los medios informativos. Algunos ya lo hacen, pero el empeño está muy lejos
de ser general. En definitiva, mala es la crisis económica, pero peor es la
desmoralización. Hay, sí, muchos casos de altruismo y solidaridad: voluntarios
para múltiples causas, adopción de niños extranjeros, trasplantes de órganos.
Ahora bien, se trata por lo general de sucesos individuales o reducidos al
círculo familiar. Faltan muchos esfuerzos colectivos que vayan más allá de la
defensa de los intereses personales, legítimos pero insuficientes. Se dirá que
para eso están los partidos políticos, pero faltan instancias de control para
que no aparezcan en ellos las tendencias oligárquicas. Hay partidos que, ya en
su misma denominación, se refieren a los intereses de una parte geográfica de
la sociedad española. En esos casos es claro que están en contra del espíritu
de la Constitución, pero nadie parece alarmarse de esa incongruencia.
Hemos
llegado a una situación liminar en la que la defensa
de las posiciones sedicentemente progresistas se hace difícil a los
turiferarios del poder. Se habla con naturalidad de que el presidente del
Gobierno pueda ser acusado del delito de traición. Eso es lo más grave que
podría ocurrir en una democracia. Eso es así, además, porque al tiempo la
economía española puede pasar a ser un protectorado económico de Alemania y las
otras grandes potencias. Realmente ya lo fuimos en el siglo XIX, pero ahora
resultaría un caso estrambótico al tener lugar dentro de la Unión Europea, en
la que no somos un socio pequeño o de última hora.
Quizá
lo que resulta pésimo sea la extendida insensibilidad para distinguir lo que
está bien de lo que está mal. Se ha llegado a la degeneración conceptual de que
los terroristas puedan pasar por patriotas, los extravagantes por progresistas,
los pícaros por emprendedores, los tontos por listos. Lo inaudito es que los
liberales podamos ser tachados de fachas.
*Amando de Miguel es sociólogo.