Artículo de Juan Manuel de Prada en “ABC” del 02 de enero de 2010
Por su interés y relevancia he
seleccionado el artículo que sigue para incluirlo en este sitio web
¿Cuál es
la virtud del buen gobernante? El sentido del bien común, sin duda; a lo que
los antiguos denominaban «espíritu público». Para entender lo que es el
espíritu público habría que imaginar a una sociedad o a una nación como una
mancomunidad de almas que logran anteponer sobre sus apetencias y deseos
particulares una aspiración colectiva; cuando tal aspiración se extingue, o
cuando el barullo de apetencias y deseos particulares la asfixia, la
mancomunidad se resiente, hasta perecer. Muchas han sido, a lo largo de la
historia, las sociedades y naciones que han perecido; y muchas más las que, sin
llegar a perecer, se han mantenido durante siglos como nombres vacíos,
«desalmadas» por ausencia de mancomunidad. La misión de los buenos gobernantes
consiste en mantener dicha mancomunidad; y el pecado de los malos gobernantes
consiste en eliminarla, en despreciarla o simplemente en ignorarla.
Para
mantener tal mancomunidad el gobernante requiere sentido del bien común, que es
primero una percepción de índole intelectual y después una «pasión política»;
es decir, primero una capacidad para percibir con clarividencia lo general (y
lo general está constituido de cosas invisibles, bienes no meramente económicos
que conforman la salud de la nación) y después una voluntad recta para promover
su realización. Para la percepción del bien común, el gobernante tiene que
elevarse sobre los intereses particulares de familia, grupo o clase, incluso
sobre los intereses ideológicos que defiende, lo que exige una capacidad para sacrificar
sus propias preferencias y una amplitud de miras propia de los espíritus
superiores. Para la realización de ese bien común, hace falta mucho amor al
prójimo, que incluye tanto la facultad de socorrerlo en sus necesidades como la
facultad para corregirlo en sus excesos.
El mal
gobernante antepone sobre el bien común el interés propio, que cifra en el
mantenimiento del poder que le ha sido concedido; y, para mantener ese poder,
satisface los intereses de la familia, grupo o clase que lo ha encumbrado, en
la certeza de que al arrimo de esos intereses, la familia, grupo o clase que lo
sustenta será cada vez mayor, pues irá incorporando a su número a quienes no
perteneciendo originariamente a esa familia, grupo o clase desean disfrutar de
sus ventajas. Y, a la vez que satisface los intereses particulares de los
afines, el mal gobernante se preocupa de agraviar a los adversos, negándoles
los suyos, en la certeza de que así el número de los adversos será cada vez
menor, pues sobrevivir en la intemperie es condena que sólo los más fuertes
sobrellevan. Así se rompe la mancomunidad o aspiración colectiva de la
sociedad; y donde pudo haber mancomunidad florecen las heces del odio, que a la
vez que disuelven la sociedad alimentan la hegemonía del mal gobernante. Y para
que ese odio no haga sino crecer, el mal gobernante dedica su torcida voluntad
a limar la fortaleza de los adversos, abandonándolos en sus necesidades, a la
vez que satisface a los afines aun en sus excesos; o, sobre todo, en sus
excesos, porque sabe que satisfaciendo esos excesos no hace sino convertirlos
en sus esclavos, pues no hay mayor dependencia que la de quien ve encumbradas
sus apetencias particulares, por egoístas o criminales que sean, sin corrección
alguna.
Al buen
gobernante, en su búsqueda del procomún, lo guía primero el sentido del
sacrificio y la amplitud de miras, que son prendas propias del hombre generoso;
y después el amor al prójimo, que es prenda propia del hombre magnánimo. Al mal
gobernante lo guía primero el instinto de supervivencia propia lograda a costa
del procomún, que es rasgo distintivo del hombre mezquino; y después el ánimo
de encizañar a sus gobernados, hasta que su convivencia se torna insoportable,
que es rasgo propio del hombre malvado.
Desdichadas
las naciones que son gobernadas por hombres mezquinos y malvados.