METIENDO EL PIE
Artículo de Juan Manuel De Prada en “ABC” del 17.12.05
Por su interés y relevancia he seleccionado el artículo que sigue para incluirlo en este sitio web.
Ha anunciado Rodríguez Ibarra que
su regreso a la política, tras la convalecencia del infarto, será tan entregado
y aguerrido como en él siempre ha sido habitual. «Voy a seguir metiendo el pie»,
ha afirmado con metáfora futbolística muy expresiva de ese renovado ímpetu.
Algunos habrán interpretado malévolamente que en ese meter el pie se incluyen
también las zancadillas, pero lo cierto es que este recio extremeño siempre va
derecho al balón y sin intenciones aviesas, defendiendo lo que considera digno
de ser defendido, sin importarle demasiado la opinión de quienes prefieren
convertir la política en una pachanga amañada. Y es que el día que Ibarra dejase
de meter el pie ya no sería Ibarra: por muchas amonestaciones que reciba,
seguirá entendiendo su oficio como una pasión que no admite componendas.
Confesaré que no puedo hablar de este hombre con neutralidad, entre otras
razones porque hacerlo sería como negar su naturaleza intrínseca: a Ibarra se le
puede amar u odiar, pero encogerse de hombros ante su figura extremosa parece
tarea imposible: «Quiero estar en el cielo o en el infierno -acaba de declarar
lapidariamente-, pero no en el limbo»; en un panorama de políticos borrosos e
intercambiables, que parecen como salidos de una planta de producción en cadena,
con el catecismo de la corrección política incrustado en los genes, Ibarra
resplandece como una supervivencia gozosa de la anomalía. A Ibarra hay que
echarle de comer aparte; y es esta vocación de singularidad lo que lo hace
irresistible, más allá de adscripciones partidarias.
Lleva tiempo Ibarra amagando con retirarse de la política. Sospecho que si algún
día se decidiera a consumar ese retiro serían muchos los que brindarían con
champán (perdón, con cava): sus adversarios, porque por fin vislumbrarían la
posibilidad de rascar poder en Extremadura, donde desde luego no tienen nada que
hacer, mientras Ibarra siga encabezando el cartel; y también una porción nada
exigua de sus compañeros de partido, que ven en el extremeño a un disidente
demasiado incómodo, una especie de Pepito Grillo que les recuerda sin descanso
cuáles deben ser las genuinas vindicaciones de la izquierda. Pero, sin duda,
quienes celebrarían con mayor regocijo la marcha de Ibarra serían los
nacionalistas que tienen acojonado al Gobierno. A Ibarra se le ha tildado de
rancio y energúmeno -a veces desde sus propias filas- por defender ese
patriotismo solidario que repara las desigualdades y antepone la justicia social
sobre los privilegios nacidos de tal o cual adscripción geográfica; también por
atreverse a afirmar que aquellos partidos minoritarios que sólo atienden al
beneficio de su territorio deberían disponer de una representación parlamentaria
menos generosa. Si enunciar las verdades más evidentes y defender los principios
constitucionales se ha convertido en rasgo de ranciedad o energumenismo, hemos
de concluir que la política ha degenerado en sofisma y cambalache.
Quienes creemos que aún es posible otra forma menos degradada de política nos
alegramos del regreso de Ibarra y de su disposición a seguir metiendo el pie.
Hace algunas semanas, cuando aún le duraba el susto del infarto, Ibarra insinuó
que estaría dispuesto a abandonar la política si ésta le obligaba a descuidar a
su familia. En su última comparecencia, ya completamente restablecido, ha
propuesto una afortunada fórmula de síntesis que concilia sus dos pasiones más
arraigadas: «Me dedico a la política por amor a mi familia», ha sentenciado. En
la frase de Ibarra, la política sobrevuela las miserias del presente para
proyectarse sobre un porvenir que se desea mejor. Quienes lo admiramos estamos
felices, también por amor a nuestras familias, de que se siga dedicando a la
política.