EL RIZO ANTISISTÉMICO CATALÁN
Por su interés
y relevancia he seleccionado el artículo que sigue para incluirlo en este sitio
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Ser
antisistema en Cataluña se ha puesto muy difícil. En realidad, se ha convertido
en una tarea imposible. Lo curioso del caso es que dichas dificultades arrancan
del hecho que es el propio sistema el que está instalado en la lógica de la
subversión y la disidencia.
Hace
unos años, no muchos, uno podía adoptar criterios alternativos, por ejemplo,
poniendo en duda la familia patriarcal o la nación española, la propiedad
privada o el valor del hecho religioso, la universidad jerárquica o el American
way of life, la importancia de las buenas maneras o la supuesta inviolabilidad
de las joyas de la familia —léase el Palau de la Música. Hoy en día, son
aquellos que deberían dar ejemplo —los integrantes de las buenas familias
catalanas- quienes nos animan a la rebeldía fiscal si el Constitucional rechaza
algún aspecto del Estatut o quienes meten la mano en la caja. Me dirán, no es
lo mismo. No crean, no crean. Lo que está en juego es, en ambos casos, el
estado de derecho.
Ya
pueden ir desgañitándose algunos analistas bienintencionados sobre la necesidad
de preservar nuestro bien más preciado, la sociedad civil y su cariño tanto por
la libertad individual como -la otra cara de la misma moneda- por el ejercicio
de las responsabilidades cívicas. El mito es difícil de recomponer una vez
puesto en evidencia. En rigor, esto no tiene solución a no ser que cambien los
comportamientos de los aludidos; y eso, en Cataluña como, me temo, en el resto
de España está complicado.
Todo
empezó cuando quien tenía la responsabilidad de gobernar adoptó la protesta
como método. A partir de ese momento, ¿qué sentido tenía denunciar los desmanes
de los poderosos de toda laya y condición? El gobernante era más libertario que
el gobernado, el parlamentario más incendiario que el ciudadano de a pie.
Por
el camino, quienes se han encontrado sin espacio han sido los auténticos
antisistema. Es una verdadera lástima. No hay genuina democracia sin
iconoclastas que quieran reducirla a cenizas. Siempre que se queden en el
exterior, ciertamente. ¡Dios mío! Como diría Lenin, ¿qué hacer? Lo único que se
me ocurre es proponer un movimiento de insumisión a tanto irresponsable. Aunque
eso sería caer en lo mismo. ¿O no? Estamos en un bucle, y no precisamente
melancólico.