Artículo de Antonio Elorza en “El País” del 29 de mayo de 2008
Por su interés y relevancia he seleccionado el artículo que sigue para
incluirlo en este sitio web.
En sus explicaciones sobre el
pensamiento político del siglo XIX, José Antonio Maravall
no ocultaba su simpatía por Francisco Pi y Margall.
Su proyecto de organización federal de España, asentado sobre las reformas
sociales, le parecía a largo plazo mucho más realista que la centralización y
el nacionalismo español conservadores de Cánovas. Había sin embargo un punto
débil. Pi no percibía la distinción entre federación y confederación, esto es,
entre la articulación de sucesivos niveles de poder hasta configurar un centro
último de decisiones, la federación, y la primacía reservada a la
"soberanía" de cada uno de los Estados asociados sobre las
competencias delegadas a un centro reducido a funciones de coordinación, la
confederación.
La descentralización de competencias
puede ser muy amplia en la federación, incluso en el nuevo federalismo cabe
insistir en la importancia de las funciones compartidas entre el Estado central
y los Estados federados, pero el núcleo de las decisiones políticas y la
garantía de la igualdad de derechos permanecen en manos del Gobierno y las
instituciones federales. La ventaja aparente de la confederación reside en
"sentirse cómodos" (Maragall) y su gran inconveniente en que la
paridad entre los componentes, así como la simple condición de mediador del
centro, impiden que el Estado cree un mecanismo eficaz de resolución de los
conflictos. Además, según advirtiera Hamilton en El Federalista, sobre
la experiencia de los primeros pasos confederales en Norteamérica, el
predominio de los intereses propios daba lugar a verse "alternativamente
amigos y enemigos entre sí, con mutuos celos y rivalidades".
Las confederaciones han estallado en los
dos últimos siglos una tras otra. Recordemos la trágica explosión de Yugoslavia
al hacer valer Milosevic el predominio fáctico de Serbia sobre las reglas
confederales establecidas por la Constitución de 1974, empezando por la
rotación de la presidencia. En cuanto a la Confederación suiza, por la
Constitución de 1999, se autodefine como Estado federal.
En ésta y en otras cuestiones, nuestra
clase política no escapa a la calificación establecida por el arbitrista
González de Cellorigo, quien en "el tiempo del
Quijote" definía a España como "una república de hombres
encantados", en estado de permanente disociación respecto de la realidad.
Asuntos como la montaña de juicios sin tramitar o la increíble peripecia de los
policías tipo Sed de mal en Coslada llevan a
la pregunta de si tienen existencia real los ministerios y organismos
competentes. Otro tanto cabe decir de los grandes especialistas que hubieran
debido ir más allá del tema de la constitucionalidad formal de los nuevos
Estatutos, catalán a la cabeza, preguntándose por el curso que iba a adoptar el
propio Estado de entrar en vigor esta singular reforma del orden
constitucional, socavando la estructura del mismo en nombre del principio de
bilateralidad. El Consejo de Estado emitió un notable dictamen de alcance
general al que nadie hizo caso. Luego, silencio.
España no se ha roto, pero la aplicación
del criterio de la comodidad, un policentrismo
de hecho, muestra cómo la deriva confederal introduce crecientes elementos de
disociación. "A cada comunidad, su río", de manera que en tiempo de
sequía el Estado tiene que acudir a solidaridades de partido y a eufemismos
para que el agua disponible llegue a quien la necesita. No es cuestión de
conferencias ni de buenas voluntades: la soberanía de una comunidad sobre tales
recursos contradice el interés general. Otro tanto cabe decir de la reforma
financiera interterritorial. Puede ser necesaria para quienes más pagan como
Cataluña (o Baleares, o Madrid), pero lo grave es el planteamiento del president Montilla, que se limita a esgrimir frente
al Estado la supuesta imposibilidad de que Cataluña soporte la situación
actual, proponiendo la aplicación del principio que ya contenía la Constitución
de los confederados en la guerra de Secesión americana: no aportar recursos
para disminuir la desigualdad interterritorial. Es la afirmación más nítida de
un principio de bilateralidad, que reposa sobre la lógica interna del Estatut, por encima de los remiendos para
"constitucionalizarlo": hay una nación, Cataluña, y un Estado
español, nunca España. De nuevo conferencias y tratos para salir del paso.
Falta un mecanismo constitucional, de carácter federal, que aborde tales
conflictos de decisiva importancia.
No hablemos de Ibarretxe. Incluso un hombre
discreto como Montilla, ex ministro, acepta la falsa evidencia de que es
posible pensarlo todo exclusivamente desde Cataluña, que resulta lógica la
hegemonía impuesta al modo de Quebec hasta el límite en la enseñanza y en la
expresión pública de la "lengua propia" sobre el idioma de todos, que
la política de apoyo a los inmigrantes musulmanes, como explica el profesor
Moreras, entregada a ERC, tenga por objetivo ganarles para la idea de la
independencia de Cataluña, que la idea de solidaridad característica de la
izquierda haya sido reemplazada por la defensa a ultranza de los propios
intereses económicos.
Claro que Cataluña da muchos votos al PSC y que cualquier lector de su
ponencia política puede apreciar el apego del PP a una concepción
preconstitucional, unitaria, sin nacionalidades, de la nación española.
Petición final: que Montilla, de un lado, y el ponente popular, de otro, dejen
de mencionar el nombre de federación contradiciendo su significado.