Si Zapatero quiere rendir un último servicio a su país debe
abandonar el poder cuanto antes
Editorial
de “El País” del 18 de julio de 2011
Por su interés y relevancia he seleccionado el editorial que sigue para
incluirlo en este sitio web.
Gestionar el final de un ciclo de gobierno no resulta
tarea fácil para ningún gobernante y las circunstancias por las que atraviesa
España en la actualidad no contribuyen ciertamente a allanar ese cometido.
Desde que el presidente del Gobierno desatara las dudas sobre su continuidad en
un comentario tan informal como irresponsable a finales del año pasado, los
acontecimientos se han precipitado. Para peor. A la fecha nos encontramos con
un país amenazado de ruina (atrapado en la vorágine de los mercados financieros
desatada sobre Europa), sin perspectiva, con serios problemas de cohesión
social y aun territorial, en el que cunde la desilusión entre los ciudadanos
sin distinción de ideologías o de clase social. Existen motivos más que
fundados para la intranquilidad, patente desde luego tanto en las
manifestaciones de los indignados como en los resultados electorales de los
recientes comicios.
Las turbulencias en los mercados de deuda se han
cebado en España con una intensidad que no solo amenaza con estrangular las
finanzas públicas, sino que asfixia también desde hace tiempo a empresas de
todo tamaño al encarecer su financiación, enterrando la perspectiva de una
pronta recuperación económica. El sendero hacia la nada por el que se
precipitaron con anterioridad Grecia, Irlanda y Portugal viene siendo recorrido
a trompicones también por España, pese a las bienintencionadas declaraciones de
las autoridades o los anuncios continuados de iniciativas y reformas que
devienen luego ineficaces por su falta de ambición inicial, o sus demoras y
continuos retardos, como es el caso del sector financiero, cuya urgencia
aconsejaba una diligencia extrema en su resolución. Ni el Gobierno ni el Banco
de España han sido consecuentes con ello.
Sería injusto responsabilizar de todos los males a
nuestras autoridades. Una parte no menor de nuestras aflicciones tiene su
origen en Europa y se necesitan por ello soluciones que trasciendan las
fronteras nacionales. Pero es imposible no reconocer la parvedad de la
aportación española a esas soluciones. Más allá de la impotencia de Europa para
solventar sus problemas, la pérdida de confianza en la gestión de José Luis
Rodríguez Zapatero parece irreversible y el creciente escepticismo sobre la
gobernabilidad española en las circunstancias actuales amenaza con acrecentar
nuestros males. La crisis no es solo económica, sino también, y acaso sobre
todo, política.
Hace ya mucho que las respuestas del presidente del
Gobierno a los desafíos a los que se enfrenta España apenas merecen crédito
alguno por parte de los ciudadanos. Las encuestas lo venían demostrando de
forma consistente (una reciente coloca al Gobierno del Estado como la
institución peor valorada de una lista de 39), y el escepticismo y el
desconcierto fueron rubricados por el descalabro de los socialistas en las
pasadas elecciones, al tiempo que crecía la contestación en la calle.
Más allá de cualquier consideración sobre el origen de
las protestas del 15-M, sobre su legitimidad o sus intenciones, resulta
evidente que el aprecio que han merecido por parte de la opinión trae causa del
profundo malestar en el que se ha sumido el conjunto de un país con cinco
millones de parados, en el que 300.000 familias han perdido sus casas en los
últimos tres años, y en el que su primer gobernante es incapaz de ofrecer
ninguna esperanza razonable de alivio a sus angustias.
Rodríguez Zapatero dispone de toda la legitimidad y
todo el derecho para terminar la legislatura si así lo quiere y nada en las
leyes le obliga a disolver las Cámaras. Pero tras el anuncio, hecho en marzo,
de que no concurrirá de nuevo a las elecciones, este periódico sostuvo que sus
propósitos de agotar la legislatura solo eran moral y políticamente
justificables a condición de que culminase las reformas imprescindibles que
asegurasen la estabilidad necesaria, política y económica, para que el país
afrontara el periodo electoral en las mejores condiciones posibles. Esa
condición no se ha cumplido. Aún peor: su incapacidad en la gestión, los magros
resultados de las reformas apenas incoadas, más el lastre y la impotencia de
una legislatura agónica auguran un deterioro imparable al que resulta
imprescindible poner fin cuanto antes. A este respecto, la fecha sugerida por
algunos dirigentes socialistas para celebrar elecciones (finales de noviembre)
es del todo tardía. Si de verdad Rodríguez Zapatero quiere rendir un último
servicio a su país, debe hacerlo abandonando el poder cuanto antes y
reconociendo la urgencia de que nuestro Gobierno recupere la credibilidad
perdida. Los españoles en su conjunto, y los votantes socialistas en
particular, se lo agradecerán.