LA SOLEDAD DEL LIBERAL DE FONDO
Artículo de FERRAN GALLEGO, de la Universidad Autónoma de Barcelona, en “ABC” del 13.06.05
Por su interés y relevancia, he seleccionado el artículo que sigue para incluirlo en este sitio web. (L. B.-B.)
En las elecciones
presidenciales de la primavera de 1974, parecía que François Mitterrand iba a
devolver a la izquierda francesa al espacio de poder perdido desde la desastrosa
gestión de la guerra de Argelia. Cuando esgrimía las reivindicaciones del pueblo
ante su oponente en un debate televisado, Valéry Giscard d´Estaign, jefe de
filas de los Republicanos Independientes, desarticuló la expresión de la esfinge
socialista con una sola frase que desplomaba el edificio de apropiaciones
morales construido por la izquierda: «Ustedes no tienen el monopolio de la
compasión». Mitterrand quedó estupefacto, tratando de orientarse en el espacio
espectacular que las cámaras de televisión distribuían por toda Francia, porque
el astuto dirigente del liberalismo francés se había hartado de soportarle al
candidato de la Unidad de la Izquierda la corrección política en la que
atrincheraba sus axiomas.
En efecto, la izquierda no tiene el monopolio de ninguna de las cosas que cree
poseer por un enigmático derecho de herencia. Una herencia que nadie ha parecido
dispuesto a discutirle por la vía que ella misma utiliza con tanta eficacia con
sus adversarios: es decir, no lamentando algunos excesos o errores cometidos a
lo largo de una historia limpia, sino indicando que su misma naturaleza le
impide hacer suya una serie de inclinaciones destinadas a mejorar la suerte de
los humildes, la libertad de los ciudadanos, el respeto a los derechos, la
defensa de la igualdad de oportunidades y de la cohesión social. Que ha caminado
junto a tradiciones hincadas en inauditos niveles de explotación e injusticia
que ninguna conciencia auténticamente liberal consideraría aceptables. No: la
izquierda tiene un proyecto que debe definir ante los ciudadanos, no una patente
de corso que le permite navegar por los océanos ideológicos mirando con una
risueña superioridad a quien no ha alcanzado su estatura moral, la única desde
la que se puede comprobar y solucionar el sufrimiento de los seres humanos en
sociedades imperfectas.
Esa izquierda ha solemnizado el destierro de la derecha española a las tierras
de penumbra de la soledad parlamentaria -una multitudinaria soledad de casi diez
millones de votantes, repetido sea hasta la necesaria saciedad. Esa izquierda ha
utilizado un tema tan delicado como el del terrorismo para marcar la línea de
diferencia entre unos y otros en el Parlamento, como sólo un año atrás lo hizo
en la calle, tras el espanto del 11 M. Esa izquierda planteó la distinción entre
belicistas y pacifistas para señalar dónde se encontraban el Bien y el Mal
absolutos, sometiendo a los españoles al insoportable dilema plebiscitario que
eludía cualquier dosis de complejidad en su formación ciudadana. Esa izquierda
desvirtuó sus propias convicciones declaradas al dar por acabado el principio de
alternancia. Convirtió su legítima apetencia por llegar al Gobierno y durar en
él en algo que ha acabado por deslegitimarla: la creación de una caricatura de
sus adversarios, condenados -junto con los diez millones de españoles que
continuaban confiando en ellos- en simples expresiones de la monstruosidad, de
la carencia de escrúpulos sociales, de la indiferencia ante las víctimas de las
guerras, de la insolidaridad ante la miseria, de una compasión diezmada en
beneficio de la avaricia y de una arrogancia otorgada por el ejercicio impune
del poder.
Los riesgos de esa opción han tenido que llegarle a la izquierda española desde
los propios aliados que ha escogido para este viaje: desde un Maragall que no se
recató en esgrimir el espíritu de 1936 para afirmar sus tesis soberanistas,
hasta un Otegui que le recuerda al presidente un eje de vencedores y un eje de
vencidos en la guerra civil, como si ese episodio volviera a situar a los
españoles a uno o a otro lado de un paisaje que decidimos considerar ya
transitado. Un territorio de despojo ético por el que dijimos que nunca
volveríamos a pasar, y que no debería ser mencionado como zona de identificación
de grupo. Ni siquiera con el elocuente silencio de quien no habla, pero otorga.
De quien se mece en esa repugnante desidia moral que hace de la derecha española
una simple resonancia del fascismo, mientras ofrece la categoría de «demócratas»
a los colaboradores con el terrorismo, a sus matizadores, a los buceadores en
sus «causas objetivas», a quienes se refieren al «conflicto vasco». Cuando se
escucha a esta gente oír hablar de paz, mientras el cielo de Madrid o de Vizcaya
se desfigura con el humo de las bombas, a uno le viene a la cabeza el título que
José María Gironella puso a uno de sus volúmenes sobre la historia de una
familia en los años de la guerra civil: Ha estallado la paz.
La pregunta es, desde el puro interés en la defensa de una cultura democrática,
que impida la permanente radicalización y condene la exclusión de la mitad de
España -por no hablar de su desmantelamiento institucional-, si el liberalismo
español no debe formular, de una vez, el guantazo dialéctico que Giscard le
propinó a Mitterrand con una sola frase. Una frase tan obvia como las
arriesgadas afirmaciones que han ido aflojando la calidad democrática de
nuestras neuronas sociales, hasta provocar el riesgo de que el liberalismo se
convierta, por pura acumulación de frustraciones, en la caricatura que
construyen para denigrarlo quienes deberían ser sus adversarios y respetuosos
defensores de la alternancia política. El liberalismo español tiene que salir al
paso de la falsificación histórica que supone convertir a los compañeros de
viaje del actual presidente y al propio PSOE en una ventanilla que distribuye
los impresos de credibilidad democrática en este país. Tiene que poner su propio
modelo de sociedad para salir al paso de todas las trampas que se le tienden
para que lo abandone, para que se instale en el exilio al que se le quiere
conducir, arrastrado por la exasperación de sus propios reflejos defensivos.
Tiene que plantear qué tipo de políticas sociales son más solidarias y han
creado mayores niveles de bienestar en Europa desde el final de la guerra
mundial. Tiene que señalar a qué tronco ideológico pertenece la defensa de un
modelo de civilización en la que la libertad no es una opción más o menos
estimada, sino el fundamento mismo de su carácter. Tiene que considerar si la
izquierda siempre lo ha visto de esta forma y si los actuales compañeros de
viaje del presidente Zapatero no proceden de tradiciones que han defendido
precisamente todo lo contrario en «la otra Europa»: el atropello de los
derechos, la miseria y la desigualdad. Tiene que considerar si los aliados
nacionalistas del Gobierno no son quienes han defendido arcaicas propuestas que,
en su mismo desarrollo lógico, conducen a un populismo totalitario cuyos
parientes más obvios son considerados de extrema derecha en toda Europa.
En definitiva, el liberalismo tiene que defender su propio modelo contrastado,
no supuesto, no caricaturizado por el adversario, sino edificado en la
experiencia de muchos años de historia en Europa y unos cuantos en nuestro
propio país. Debe hacerlo desde una serenidad que no le permita despeñarse por
los abismos demagógicos a los que la izquierda le convoca todos los días. Lo que
caracteriza todo proceso de exclusión es que la víctima del exilio acaba
aceptando y adaptándose a las condiciones de su marginación. El liberalismo
español puede estar orgulloso de una larga trayectoria que en el siglo XX nada
tuvo que ver con dictaduras fascistas ni con la del proletariado, sino con
Ortega, con Azaña, con Sánchez Román, con Martínez de Velasco o con los hombres
del 98. Y es en esa tradición actualizada -pues si no se actualizase sólo sería
nostalgia- donde el liberal español, que cree en una nación de ciudadanos y
repudia cualquier mística de esencialismo orgánico en el que se la quiere
recluir, debe escapar de un territorio que no es el suyo.
Por ahí debe pasar la constitución de un espacio cultural que no atañe sólo a
los intereses de un partido, sino a la vigencia de la cultura democrática en
nuestro país, al derecho de los ciudadanos a escoger entre opciones igualmente
legítimas, que deben ofrecer proyectos de sociedad a los españoles para que
éstos elijan en libertad. Y la libertad poco tiene que ver con el escenario de
ficciones que se ha ido configurando por el oficiante de esta liturgia de
despropósitos. Algunos creemos que ese derecho de cada uno de nosotros es el
derecho de todos. Por esa España plural luchamos en el invierno de nuestro
descontento. Por esa España tenemos que pedir, de nuevo, la paz y la palabra.