UN LLAMAMIENTO A LA RAZÓN
Artículo de FERRAN GALLEGO, Profesor de Historia Contemporánea. Universidad Autónoma De Barcelona, en “ABC” del 28.06.05
Por su interés y relevancia, he seleccionado el artículo que sigue para incluirlo en este sitio web. (L. B.-B.)
Hace casi setenta y cinco
años, el 17 de octubre de 1930, Thomas Mann se dirigió al público congregado en
la Sala Beethoven de Berlín. Recién galardonado con el Premio Nobel, Thomas Mann
era consciente de la estatura moral que había adquirido en su país. Ella le
permitió responder airadamente a los jóvenes ultranacionalistas en el homenaje a
Hauptmann de 1922, recordando que formaba en las filas de la estirpe de Goethe.
En 1930, sólo un mes más tarde de que las elecciones al Reichstag dieran más de
seis millones de votos al Partido Nazi, Mann quiso arrebatar a los seguidores de
Hitler el monopolio del patriotismo. Y comenzó señalando un parentesco
intelectual, esta vez mucho más inclinado a la invocación que deseaba realizar:
el praeceptor patriae Johann Gottlieb Fichte. En ningún caso se trataba de un
contraste de valor literario, sino de la relevancia cívica que correspondía a
quienes intervenían en público para custodiar una determinada representación de
la cultura, una imagen de la ciudadanía, una proyección intelectual de la
nación. De quienes se sentían en la obligación de incluir su voz en ese
«instante de peligro» que, según nos dice Walter Benjamin, constituye el
verdadero acontecimiento histórico: ver la realidad ante el abismo, antes de
tener que contemplar el tiempo convertido, a nuestras espaldas, en devastación.
Thomas Mann irguió su voz en su «Discurso alemán: un llamamiento a la Razón». A
aquel republicano converso en la mitad de la cincuentena; a aquel liberal
educado en los principios de tolerancia, eficacia y responsabilidad de la
burguesía; a aquel intelectual que siempre entendió su trabajo como la forma
estética y moral de comprender Alemania, le correspondía salvarla. Y salió al
paso para denunciar la frívola voluntad de poder que sólo era destitución de la
ciudadanía; de un alegre populismo que suponía la quiebra de la democracia; de
un incendio de las emociones elementales destinado a convertir en ceniza la
identidad de una cultura y en ruina calcinada el edificio de la Razón. Y lo hizo
en nombre de la nación, de los ideales en los que había sido educado y de la
necesidad de un llamamiento transversal a quienes, en la izquierda o la derecha,
fueran capaces de renunciar a sus mezquinos intereses de partido para defender
la única causa realmente importante en el momento de su impugnación: Alemania.
La Alemania que no estaba dispuesta a sellar el pacto fáustico con el diablo,
entregando su alma a cambio del poder. La Alemania de los ciudadanos cuya
identidad era la tolerancia. La Alemania de los hombres y mujeres cuya patria
era la cultura de la libertad.
En la cima de ese patriotismo ciudadano pudo acusar a sus adversarios: «Sin
duda, ha llegado el momento en que el nacionalismo militante se revela menos
hacia el exterior que hacia el interior del país. Intenta demostrar al mundo su
inocencia y su razonable moderación en política exterior, declarando que
Alemania es incapaz de hacer la guerra y que, bajo su gobierno, no se intentará
cambio alguno en la política internacional. Su odio se dirige menos al exterior
que al interior del país. Aún más: su amor fanático por Alemania toma la forma
del odio, no contra los extranjeros, sino contra todos los alemanes que no creen
en los medios que emplea el nacionalismo».
Nada más lejos de mi ánimo que la ridícula sugerencia de suponer en quienes
apoyan a nuestro Gobierno simpatía alguna por lo que iba a suceder en la
Alemania pronosticada en aquel discurso. Nada más lejos de mis intenciones que
injuriar a quienes se declaran nacionalistas vinculándolos con esa experiencia.
Pero, además, nada más lejos de mi voluntad que participar en la conspiración de
silencio con que tratamos de indicar que nada ocurre, confundiendo el alarmismo
con la observación de los motivos de alarma, y temiendo expresar convicciones
por el miedo a ser tildado de una víctima de la exasperación. Hace muy poco, en
este mismo periódico, el socialista y catalanista Miquel Iceta se indignaba por
el trato dado a quienes han impulsado un manifiesto de intelectuales no
nacionalistas. Su rechazo le honra por hacer propios los derechos del
adversario. Pero su preocupación y su valiente denuncia nos indican lo que el
propio Mann señalaba al designar el peligro que se abatía sobre su país: el
desprestigio de la idea de España, que acabará hallando su lugar en zonas que
nadie desea.
Se nos dijo que el debate iniciado hace un año se refería a una modificación de
la estructura territorial del Estado. Rápidamente, las necesidades escénicas
obligaron a dividir el país entre inmovilistas y reformadores. ¿Quién podía
tener dudas acerca de la validez moral de cada lugar, en un mundo donde las
palabras pesan más por su imagen que por su significado? El debate real, el
debate que debía preceder a cualquier otra cosa, no era el referido a la
ingeniería legislativa, pues ésta debía adaptar jurídica y políticamente las
cosas a algo que se clarificaba en un rango superior: una determinada concepción
de España. Entre otras cosas, lo decisivo era saber si aún existía alguna y si
quienes sustentan parlamentariamente al gobierno salido de las elecciones del 14
de marzo de 2004 están de acuerdo en este punto. Lo importante, aunque lo
preceda en el tiempo, es si quienes gobiernan Cataluña desde diciembre de 2003
comparten una idea de la nación española, lo cual es previo a fijar nada menos
que el sujeto de la soberanía, pero también se refiere a la construcción de una
identidad reconocida.
Ya resulta significativo que sea la dinámica de la periferia la que marca el
ritmo de los cambios a realizar. Y no lo es menos saber que quienes prestan un
apoyo fundamental al Gobierno, los nacionalistas de Esquerra Republicana -aunque
no sólo ellos- han considerado siempre, teniendo el derecho a hacerlo y el
coraje de decirlo, que España no es una nación. Esos grupos pretenden organizar
la vida de las comunidades que gobiernan de acuerdo con ese principio, y desean
llevar a las Cortes españolas su promulgación. Difícilmente se les puede
reprochar que consideren necesario destruir el ejercicio político de la
Transición y el Estado de las Autonomías: no hacen otra cosa que poner en orden
la música y la letra de sus propias aspiraciones. Hacen sus deberes mientras
otros continúan sin presentarse al examen. Pues el primero de los partidos
nacionales en número de votos y diputados se niega a salir en defensa de la
vigencia de la nación española y del resultado político que ello implica.
Se nos dice que esa nueva idea de España es la España plural, como si
partiéramos de una realidad distinta. La España plural ya se conquistó en 1978,
al construir, cegando prejuicios que imposibilitaban la convivencia, el Estado
de las Autonomías. Esa es la España que tiene que ver con el reformismo liberal
frustrado en la primera mitad del pasado siglo y que nada debe a las propuestas
del nacionalismo «periférico». El sucesivo reconocimiento de naciones soberanas
como alternativa a la nación española no es la España plural, sino su negación,
su desbordamiento mediante el cumplimiento de un objetivo que sólo el
nacionalismo puede considerar propio y que, de forma lamentable, el Gobierno
socialista está entregando, dejando a 148 diputados y los casi diez millones de
votantes a los que representan en una soledad que no les corresponde. En ese
aislamiento deberían encontrarse otros, quienes realmente se hallan en minoría,
quienes saben que su proyecto de España quebrará un delicado equilibrio y
romperá la convivencia salvada antes de iniciarse este inútil proceso
constituyente.
Ejemplo de ese desacuerdo es el que encalla la ponencia estatutaria de Cataluña,
cuando se desea llamar nación a una comunidad autónoma, como base y arranque de
un nuevo principio constituyente. Si se aprueba, se hará en contra de la
voluntad de la mitad de los españoles. Si se rechaza, se escenificará como la
vulneración de la soberanía, como la frustración de los derechos colectivos de
un pueblo al que se le niega su identidad, algo que corresponde a un país que ha
perdido, por negligencia de sus gobernantes, su propia conciencia. Una nación
que no es capaz de reconocerse en un proyecto de futuro, alejado de insaciables
nostalgias e inútiles mitificaciones. Esa nación que sólo se reconoce cuando se
está haciendo, cuando se afirma, cuando mira hacia adelante, se ha alejado de
las convicciones de quien habría de velar por ella, al haberse colocado ahí la
insensata discrepancia entre los dos grandes partidos nacionales. Este es el
instante de peligro que señalaba Benjamin. Este es el instante de hacer el
llamamiento a la Razón que reclamaba Thomas Mann.