RAJOY EN EL LABERINTO
Artículo de Luis Herrero en “El Mundo” del 9-4-08
Por su interés y relevancia he seleccionado el artículo que sigue para
incluirlo en este sitio web.
Visto por televisión, el único modo de saciar
el hambre de novedad -que debería ser el apetito distintivo de cualquier debate
de investidura- era entretenerse en ver las caras de los ministros que intuyen
su presencia en el banco azul por última vez o jugar al juego de dónde está Wally, siendo Wally, un suponer,
el nuevo diputado raso Eduardo Zaplana o ese astro de órbita tan breve llamado
Manuel Pizarro. Y oído por la radio, ni eso.
Yo confieso que seguí la mayor parte del
debate a través de la radio, y menos mal que de vez en cuando los oradores se
dirigían a Zapatero como «señor candidato» porque, de lo contrario, hubiera
tenido la sensación de que estaba asistiendo a un Debate sobre el estado de la
Nación de curso rutinario. No sé si es que me tira demasiado la querencia de la
militancia, pero tengo para mí -acaso me equivoque- que el debate de ayer era
más importante para Rajoy que para Zapatero. No es el candidato a la
Presidencia del Gobierno quien está en apuros. Es Rajoy el que se encuentra en
el ojo de un extraño huracán de brote silencioso. Apenas hace ruido porque los
agentes que lo provocan prefieren decir una cosa en voz alta, que todo está
bien en las filas del PP, y otra distinta en voz baja: la contraria. Pero el
hecho de que la tormenta sea poco ruidosa no significa que carezca de
proporciones considerables.
El liderazgo de Rajoy está en un brete y lo
peor que podría pasar es que todo el mundo lo supiera menos él. Sin embargo,
esa fue la imagen que dio ayer: la de estar en babia.
Es verdad que hizo un discurso correctísimo, coherente, bien articulado y
eficazmente leído. Pero también lo es que resultó llamativamente extemporáneo.
Ese mismo discurso, dos meses antes, hubiera estado más vigente que ayer.
No sé por qué Mariano se empeña en posponer
tanto el análisis de los resultados electorales. Hay más de diez millones de
personas que arden en deseos de conocerlo. Si esas personas tuvieran que
deducirlo por las imágenes que han visto tras el 9 de marzo llegarían
probablemente a la conclusión de que los dirigentes del PP están encantados con
el líder que tienen. Primero fue la ovación de los miembros del Comité
Ejecutivo cuando anunció que seguía en la batalla; después la ovación de la
Junta Directiva Nacional cuando anunció los recambios en el grupo
parlamentario, y, ayer, la ovación de los diputados cuando finalizó su discurso
en el debate de investidura. Desde el 9 de marzo, Mariano ha ido de ovación en
ovación. ¿Es eso todo lo que tiene que decirle el PP a
sus votantes después de haber perdido las elecciones?
Ayer Rajoy desperdició una oportunidad más -y
van cuatro consecutivas- para decirnos a los suyos en qué piensa cambiar, si es
que piensa cambiar en algo. A juzgar por lo que dijo me inclino a pensar que
muchas ganas de cambio no tiene. Su discurso fue un suma y sigue, un más de lo
mismo, una ración doble del mismo menú al que se le atragantaron las urnas. A
mi juicio, lo único imperdonable en política -golfadas aparte- es tropezar dos
veces en la misma piedra. El PP ya se equivocó hace cuatro años en el análisis
del resultado electoral. Ahora sería horroroso que sucediera lo mismo.
La puñetera pereza mental se conformó con la
excusa más fácil para explicar la penúltima derrota: el 11-M. La idea de que
sin 11-M el PP hubiera ganado se instaló en el ánimo del partido con tanta
unanimidad que nadie quiso mirar más hondo. Las encuestas post-electorales (que
se equivocan tanto como las pre-electorales, pero que gozan de mejor reputación
no se sabe muy bien por qué) dijeron en su día que un montón de gente se había
movilizado a última hora, bajo el shock anímico del atentado, y había acudido a
votar al PSOE in artículo mortis. La consecuencia de ese análisis era que,
cuatro años después, sin urgencias emocionales de por medio, esa numerosa porción
del electorado se quedaría en su casa. El PP ganaría por muerte dulce, gracias
a la abstención de esa parte de la izquierda que no suele votar y que, si lo
hizo en 2004, fue por causas tan excepcionales. Falso de toda falsedad.
El índice de participación, cuatro años
después, ha sido equivalente al de entonces y el PP ha vuelto a perder por un
porcentaje muy similar. Con todo, lo peor fue la cara que se nos puso al
finalizar el escrutinio. No lo esperábamos. Ese es el problema básico del PP:
su incapacidad para escuchar el ruido de la calle. Vivimos en una burbuja, con
información retroalimentada por nosotros mismos, en un mundo chato donde
sobreabundan la desconfianza, la hipocresía, la fragmentación de las taifas y
una pavorosa anemia institucional que no sólo impide el debate interno sino
que, además, lo penaliza severamente.
Ojalá no me pase nada por escribir esto. Las
reuniones de los órganos internos se han convertido en meros actos de liturgia
inútil. Es más trascendente lo que pueda pasar durante un almuerzo en un
reservado de Zalacaín con sólo dos comensales
ilustres que cualquier reunión institucional del partido. Lo que ahora está de
moda es la demanda de disciplina irracional al jefe. Todo lo demás son ganas de
tocar las narices.
Ese panorama ha impedido que el PP tome
conciencia de su principal problema ante la opinión pública: lo cierto -creo-
es que es percibido por un sector de la sociedad -la no incondicional, se
entiende- como un partido antipático, altivo, hosco y más gruñón de lo razonable.
Gente que tenía ganas de echar a Zapatero no ha votado al PP porque hacerlo le
daba dentera. La imagen del partido todavía es demasiado refractaria. Pero eso
no significa que la culpa haya sido de los rostros -Acebes o Zaplana, por
seguir con el tópico-, ni tampoco del argumentario de
la legislatura. El problema es de talante. El eslogan del PSOE nace de su
capacidad para detectar los puntos débiles del adversario.
ZP supo construir su estrategia, eludiendo la
carga negativa que aún soportaban las siglas del PSOE, sobre la base de
sobrepujar el talón de Aquiles del PP con el antídoto más adecuado. Un buen
marketing -infinitamente mejor que el nuestro, sin duda- hizo el resto. Si a
alguien le cuesta creerlo, que piense en Rubalcaba: ¿Acaso es un rostro más
renovador que el de Acebes o Zaplana? ¿Acaso son sus ideas más liberales o
modernas? Hay espacio más que suficiente entre la defensa de las propias
convicciones y la amabilidad, pero al PP le cuesta mucho encontrarlo. La
solución no pasaba por haber evitado la discusión sobre el 11-M, pongo por
ejemplo, sino por haber cambiado el tono. Tuvimos tanta avidez de puño de
hierro que, al final, se nos olvidó el guante de seda.
Con todo, lo más grave no ha sido eso. El PP
ha permitido que se instale en la opinión pública la idea de que en su seno
conviven dos almas distintas. La caricatura es: gallardonismo
es centrismo renovador y acebes-zaplanismo es carcundia rancia y antediluviana. El alma blanca defiende
las ideas modernas, descentralizadas, tolerantes y abiertas. El alma negra
defiende las ideas arcaicas, centralistas, impositivas y cerradas. Durante
cuatro años, la percepción dominante ha sido la del PP yendo y viniendo de un
alma a otra: los lunes, miércoles y viernes parecía más proclive a una y los martes,
jueves y sábados más proclive a la otra. Y los domingos, por aquello de la
variedad de suplementos dominicales, a las dos al mismo tiempo.
El PP ha defendido a la vez la idea de un
Estado fuerte, con competencias blindadas, y la idea de nuevos estatutos de
autonomía que debilitan aún más la fortaleza competencial del Estado. El PP ha
defendido formalmente la supremacía de los derechos individuales, sobre la base
de la libertad y la igualdad, pero de hecho ha escoltado la defensa de los
derechos territoriales, con menoscabo de los individuales, favoreciendo un
escenario de desigualdad basada en privilegios residenciales. El PP dice que no
le importa el fulanismo, pero la única autocrítica
post-electoral ha consistido en decir que cambiarán algunos nombres de la
segunda línea.
El PP, a mi juicio, aparece ante los ojos del
ciudadano del común como un monstruo de dos cabezas. No haber cortado esa
imagen, no haber construido un discurso único, coherente, consecuente y claro
ha sido letal. Ayer tuvo Rajoy la oportunidad de comenzar a enmendar el error
pero, a mi juicio, la malogró. Aún sigue perdido en su laberinto.
Luis Herrero es periodista y diputado del PP
en el Parlamento Europeo.