LA TRAICIÓN DE CATALUÑA
Artículo de José María Herrera en “El Imparcial” del 20 de septiembre de 2009
Una
creencia arraigada atribuye la hegemonía del partido socialista en España al
respaldo andaluz y extremeño. Así se dice a menudo en debates radiofónicos y
artículos periodísticos. Las fabulosas subvenciones que reciben estas
comunidades serían, según esto, la compensación por una fidelidad perruna. No
es verdad. Las únicas comunidades donde las diferencias entre las dos grandes
fuerzas políticas estatales alcanzan niveles decisivos son Cataluña y, en mucha
menor medida, el País Vasco. El electorado catalán ha condicionado el rumbo de
la política nacional bastante más que el de otras regiones, y no sólo porque en
esta comunidad los socialistas lleguen a veces a triplicar en escaños a los
populares, sino porque la mitad de su censo apoya además a partidos
nacionalistas que suelen pactar luego con la lista más votada
El
predominio de Cataluña en la política española de los últimos treinta años es
un fenómeno sorprendente. Primero porque nunca ha sido reconocido abiertamente,
más bien al contrario, ha dado la impresión de que Cataluña soportaba las
mayores cargas en beneficio general, y segundo, porque el funcionamiento de las
instituciones estatales ha dependido todo el tiempo del respaldo de sus fuerzas
políticas, unas fuerzas que, a pesar de sus actitudes prudentes, soñaban como
hoy sabemos con su demolición. La máscara ha tardado en caer, pero al final lo
ha hecho. “Barcelona es la capital de una nación —ha dicho el presidente del
club de fútbol Barcelona-, Madrid un centro administrativo”. El error de los
españoles ha sido pensar que el problema estaba donde los muertos, y no en el
catalanismo, movimiento que parecía determinado a alcanzar sus objetivos dentro
del marco constitucional, aunque codiciaba en realidad otra cosa. Los catalanes
saben bien lo que dicen: efectivamente España nunca se ha molestado en entender
a Cataluña.
Yo
ignoro qué significa ser catalán, sentirse catalán, pero diría que es una
suerte de orgullo estético, un sentimiento nacido, en parte, por contraste con
lo español, quizás demasiado tosco para su gusto, y en parte por identificación
con los valores de aquella burguesía sofisticada, amante de la ópera y los
bellos edificios modernistas, de la época de Gaudí, la época dorada de
Cataluña. Esa burguesía a la vienesa (tierra del archiduque que no reinó),
elegante y despolitizada a causa de su lejanía del poder, ha dado el tono
general del catalanismo, si no fue directamente su causa. Los viejos marxistas
pensaban que el nacionalismo prosperó en zonas industrializadas impulsado
precisamente por una clase que, extendiendo la creencia en que el origen de sus
males estaba fuera, pretendía impedir que afloraran sus propias contradicciones
internas. Tal vez fuera así. No lo sé. Mi sospecha, en todo caso, es que el
catalanismo tiene mucho de narcisismo, tanto en lo singular —es llamativa la
falta de naturalidad de los catalanes-, como en lo colectivo —el narcisismo es
un instrumento político de primera magnitud que fortalece la conciencia de
grupo y lleva a sus miembros a sentirse, por decirlo así, en una permanente
situación lírica.
La
sublimación dramática de una identidad que es, a la vez, realidad dolorosa e
ideal ha resultado políticamente más rentable en nuestro tiempo que todas las
razones históricas o ideológicas. No hay nada como ser una víctima para
cargarse de derechos. Ser una víctima significa no haber podido ser lo que se
es. Para los catalanistas esto es lo que le pasó a Cataluña al quedar truncada
como posibilidad histórica cuando apareció España. La idea de que Aragón y
Castilla consumaran sus propios destinos particulares en el instante de la
unificación les parece absurda. Desde su perspectiva, España es un simple
matrimonio de conveniencia que puede deshacerse en cualquier momento, con o sin
acuerdo de las partes. Tampoco les inquieta que se diga que esas partes dejaron
hace mucho de existir, pues aunque España ha tratado de robar el alma catalana
reduciéndola a un fantasma sin sustancia —durante la dictadura franquista, por
ejemplo- nunca lo ha conseguido. Por si fuera poco con lo anterior, también el
espíritu de los tiempos está de su parte, ya que si el hombre no es ni
naturaleza ni historia, sino sólo voluntad, como hoy parece que se cree, basta
con la voluntad de los catalanes para que España resulte ser una estructura
caduca, destinada a desaparecer en su forma actual.
Yo no
sabría decir cuál debe ser el destino de Cataluña, pero tengo cierta idea de
cuál no debería ser en ningún caso el destino de España. Por eso he titulado
este artículo como lo he hecho. A costa del Estatut, el catalanismo está
poniendo en grave peligro la democracia constitucional española, tan
trabajosamente conseguida. La duda que surge ahora es si esto es lo que ha
hecho siempre, incluso en los momentos en que favorecía la gobernabilidad del
Estado a cambio de concesiones siempre insatisfactorias, y si habrá incluso que
atribuir también el deterioro de nuestra democracia a la perversa influencia de
unos políticos y un electorado que han aspirado subrepticiamente a la
destrucción del marco estatal.
El
único que pareció comprender el problema en toda su magnitud, quizá porque
hablaba catalán en la intimidad, fue Aznar, el denostado Aznar. Su estrategia,
fortalecer la idea nacional robusteciendo la posición internacional de España,
era muy buena, pero salió mal, más aún, resultó un verdadero desastre, ya que
facilitó de rebote el acceso al poder del peor de los gobiernos posibles en las
actuales circunstancias: el gobierno de la mala conciencia.
Nuestro
gobierno, como es sabido, carece de proyecto político. Esto no es bueno ni
malo. La falta de perspectivas es consecuencia de la falta de expectativas,
algo que en la actualidad forma parte de un cierto estilo de vida. A mucha
gente no le interesa para nada el futuro, vive a corto plazo y quiere que se
gobierne así. Por eso encontraron una buena opción en Zapatero. Estoy seguro de
que no habría sido muy distinto si el elegido hubiera sido Rajoy. El problema
es que Zapatero no es sólo corto de miras, sino también progresista. El
progresismo, una vez olvidado el sermón utopista, ha quedado reducido a la
permanente comparación entre lo que somos y tenemos y lo que fuimos y teníamos.
Su hilo conductor es la liquidación de cuentas con el pretérito. Avanzamos, sí,
aunque sólo mirando hacia atrás. La memoria histórica es el símbolo, un símbolo
sumamente significativo para los nacionalistas, pues por la puerta de la mala
conciencia termina colándose todo.
El
catalanismo ha aprovechado la desorientación del gobierno central para dar el
paso decisivo. No se conforma ya con seguir siendo una víctima —sería
preferible decir, representando el papel, pues las auténticas victimas tienden
a ser pudorosas- sino que ha salido del armario para reclamar lo que le
corresponde y más. Repitamos las palabras de Laporta: “Barcelona es la capital
de una nación, Madrid un centro administrativo”. Se trata de algo más que una
mera declaración: la constatación de que esta gente pretende hacer con la
España constitucional lo mismo que intentó Franco con Cataluña: privarla de
sustancia, convertirla en una realidad ilusoria. Con una unanimidad sin
precedentes, los políticos catalanes, al igual que su principal representante
futbolístico, se apresuran a proclamar ahora en todas partes que si la decisión
del Tribunal Constitucional sobre su estatuto no es la que ellos desean, éste
habrá tomado claramente partido contra Cataluña y no se sentirán por tanto
obligados a acatarla. El futuro de la España constitucional, no la sustancia
histórica de Cataluña, es lo que al parecer esta ahora en juego.
El
rechazo de la capacidad de arbitraje de una institución a la que concierne nada
más y nada menos que la salvaguarda de la fortaleza y cohesión del Estado,
favorecida sin duda por los sucios tejemanejes de los grandes partidos
nacionales, constituye en mi opinión el acto político más grave de la historia
de nuestra democracia constitucional, una traición en toda regla. Por esta vía,
allanada sin duda por la falta de miras de los dos grandes partidos nacionales,
la mezquina política de compromisos en que sustentan su poder y la mediocridad
de sus dirigentes —una de las secuelas del encanallamiento de la política-
estamos condenados a acabar en la peor de las situaciones posibles, un callejón
sin salida que evoca aquí y allí los peores recuerdos.