LA NACIÓN EN NUESTRA CONSTITUCIÓN
Artículo
de Manuel Jiménez de Parga,
de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas, en “ABC” del 11 de enero de
2010
Por su interés y relevancia he
seleccionado el artículo que sigue para incluirlo en este sitio web
Desde
el día en el que se afirmó, desde una tribuna oficial, que la Nación era algo
cuestionado y cuestionable, han proliferado los debates políticos en torno a
ese elemento básico de nuestro ordenamiento constitucional. ¿Qué es una Nación?
¿Qué valor tiene la Nación en la arquitectura jurídico-política diseñada para
España en 1978?
Si
queremos responder a esas preguntas debemos recordar que la cuna del
nacionalismo español se encuentra en las Cortes Generales y Extraordinarias que
se reunieron, primero en la asediada Isla de León, el 24 de septiembre de 1810,
y se trasladaron luego, el 24 de febrero de 1811, a Cádiz, en cuyo templo de
San Felipe Neri terminaron de elaborar la
Constitución que lleva fecha 19 de marzo de 1812, festividad de San José.
La
España que vivimos arranca en Cádiz, donde el Pueblo se hizo Nación y soberano,
y la Monarquía dejó de ser absoluta para, siendo ya constitucional, terminar en
el siglo XX siendo parlamentaria. De las Cortes de Cádiz surge una nueva idea
de España, que será la continuación de las nociones previas, acompasadas ya al
nuevo ritmo de la Historia. La singularidad del episodio gaditano, lo que hace
de él algo tan distinto frente a otros procesos de redefinición de la idea de
España en el pasado, es que aquél fue un proceso que consta en acta. Un proceso
parlamentario en el que se discutió -y se discutió de raíz- sobre el ser de
España y su mejor gobierno, concurriendo en el debate toda suerte de opiniones
e ideologías. El resultado fue un proyecto de Estado y de Nación del que
todavía somos tributarios.
Fue
en el Cádiz de las Cortes, además, donde el patriotismo brota y se convierte,
como dijera el poeta Quintana, en «una fuente eterna de heroísmo y prodigios
políticos». «Patria» y «amor a la patria» eran vocablos que venían de la
Antigüedad clásica, pero «patriotismo», novedad del siglo XVIII, hacía
referencia a la predisposición para sacrificarse por la colectividad. El
patriotismo, así entendido, recibe un impulso decisivo de los
constitucionalistas gaditanos.
En
Cádiz se forja una idea de España, pero en la fragua se fundieron las ideas
precedentes, dándose así continuidad a un proceso que todavía no ha podido
detenerse. En aquellos debates parlamentarios confluyeron -dije antes-
sensibilidades muy diversas, que es costumbre agrupar alrededor de las
distintas filiaciones ideológicas de los Diputados: realistas, americanos y
liberales. Sería esta última la orientación ideológica dominante en nuestro
primer texto constitucional, pero son evidentes los vestigios debidos a quienes
no lograron imponer sus planteamientos. Y, por encima de todo, es llamativa la
terca voluntad liberal en presentar como simple actualización de la tradición y
de la Historia lo que constituían verdaderas innovaciones revolucionarias.
Hasta tal punto se era consciente de que no se trabajaba sobre el vacío o desde
la nada, sino a partir de una entidad histórica que reclamaba una nueva
formulación política.
Y tal
sería la Constitución de 1812. Un texto constitucional, el primero
auténticamente español, de tantos méritos como trágico destino. Su vigencia fue
en verdad pequeña, pero su influjo se ha hecho notar hasta nuestros días, y
desde el principio disfrutó del mejor predicamento más allá de nuestras
fronteras. Se inserta, sin duda, en la escogida tradición de las Constituciones
que han marcado la senda del constitucionalismo universal, que arranca con la
de los Estados Unidos y, pasando por Cádiz, recorre México y continúa por
Weimar y Bonn, trazando un mapa constitucional que tiene aquí en España una de
sus capitales. Para nosotros, particularmente, supuso el inicio de la
modernidad, el nacimiento de la España que conocemos. Una España cuyos
contornos enseguida hubo que revisar a raíz de la emancipación americana, pero
que en lo sustantivo se ha demostrado capaz de llegar a los doscientos años.
Se
crea así una España que es Estado; y Estado constitucional, unitario,
descentralizado y liberal. En verdad sólo puede hablarse del proyecto de una
España así definida, pues en Cádiz apenas se inició un proceso que, en esa
línea, tardaría muchos años en realizarse. Quizás tantos como los que median
hasta la Constitución que nos dimos en 1978. Pero el proyecto ya estaba
entonces trazado y los primeros pasos pudieron comenzar a andarse.
El
punto de partida fue la soberanía de la Nación española, fundamento primero de
un Estado que trae causa de la voluntad soberana formalizada en la
Constitución. El arranque no podía ser más radical ni, tampoco, más
extemporáneo, demasiado adelantado en el contexto de una Europa de Cartas
otorgadas que se movía al ritmo desacompasado del Congreso de Viena. De allí la
causa de su perdición a manos de los Hijos de San Luis. Tardaría en recuperarse
aquel axioma, pero ya era un dogma irrenunciable de nuestra incipiente
tradición constitucional. Soberanía de la Nación, del Pueblo, concebido como
sujeto unitario al que no cabe oponer otros sujetos de su misma calidad. Se
admitirían, a lo sumo, unos sujetos subordinados y constitutivos de la Nación,
a los que no puede corresponder otra cosa que una autonomía que, por
definición, no es soberanía.
Preguntarse
por la idea de España en la Constitución de Cádiz es hacerlo por la España que
hoy vivimos. No es, por supuesto, la definitiva. Si algún día alcanzáramos una
España perfectamente acabada habríamos dado con una España moribunda,
desprovista del genio que ha hecho posible su continuada reinvención, necesaria
para su acomodamiento en cada tiempo histórico. Pasados ya casi doscientos años
cabría preguntarse si el modelo gaditano muestra ya signos de agotamiento; si,
como sus predecesores, ha cumplido un ciclo y se impone volver a comenzar. No
lo creo.
La
España de principios del siglo XXI apenas recuerda en lo económico, social y
jurídico a la España de 1812, pero la abrumadora distancia que media entre una
y otra se ha recorrido con el Estado nacional inaugurado en Cádiz y
sucesivamente perfilado en las Constituciones que jalonan nuestra accidentada
tradición constitucional.
El
viaje ha sido difícil, demasiadas veces penoso y hasta trágico, pero la nave
botada en San Fernando no ha hecho agua y mantiene el rumbo de la singladura
que entonces emprendimos y que en la Historia cuenta los días por centurias.
Quizás
Europa, se dirá, acabe siendo el trance histórico que imponga una nueva idea de
España. Acaso así ocurra, pero no debe olvidarse que la construcción europea es
obra, ante todo, de los Estados y España es uno de los más antiguos y de mayor
peso histórico. En la futura organización de Europa la realidad profunda de
España encontrará, sin duda, la manera de traducirse en una idea acompasada con
esa nueva organización. Casi dos mil años son prueba fehaciente de que en esta
Península hay una Nación que pugna por manifestarse como una unidad protagonista
de la Historia.
Como
afirmara Muñoz Torrero en las Cortes Generales y Extraordinarias, y consta en
la página 1745 del Diario, «yo quiero que nos acordemos que formamos una sola
Nación, y no un agregado de varias Naciones».
Así
se dijo, así se sintió en aquel templo del constitucionalismo mejor: «Una
Nación verdaderamente una; donde todos sean iguales en derechos y obligaciones,
iguales en cargas». «Aquí no hay provincia, aquí no hay más que la Nación, no
hay más que España», leemos en el Diario de las Cortes.