EL CAMINO DE LA IZQUIERDA: DE LA HISPANOFOBIA A LA SEPARATOFILIA
Artículo de Jesús Lainz en “El Semanal Digital” del 20.05.06
Por su interés y relevancia he seleccionado el artículo que sigue para incluirlo en este sitio web.
20 de mayo de 2006. A finales del
siglo XIX gran parte de la intelectualidad española veía España como una nación
fallida. Su escaso desarrollo industrial, tecnológico y económico en comparación
con otros países europeos occidentales llevó a muchos a diagnosticar una
enfermedad nacional cuya mortal gravedad el desastre del 98 pareció venir a
confirmar.
Joaquín Costa, la gran figura del regeneracionismo, consideraba España una
nación frustrada que "debía ser fundada de nuevo, como si no hubiese existido".
A su reciente fracaso imperial Costa le dedicó palabras que han pasado a la
historia: "En 1898 España había fracasado como Estado guerrero, y yo le echaba
doble llave al sepulcro del Cid para que no volviese a cabalgar". Junto a Costa,
Ortega y la generación del 98 ahondarían en la reflexión sobre el problema de
España.
Esta idea del fracaso histórico de España, que perdía su imperio ultramarino en
los mismos años en los que otras potencias europeas construían los suyos, fue
uno de los ejes principales sobre los que se articuló el republicanismo que
finalmente acabaría tomando el poder en 1931 ante el desgaste de la Restauración
y el abandono de los monárquicos.
La mediocre intelectualidad izquierdista del primer tercio de siglo –de la cual
probablemente sólo se salvaba Azaña– creyó intuir vagamente que había que buscar
el origen de los males de España en la batalla de Villalar de 1521, en la que
los comuneros fueron derrotados por Carlos I. A partir de esa revuelta, a la que
se quiso dotar de un componente social revolucionario del que obviamente
careció, la vida de España se había torcido para no volver a enderezarse hasta
el momento en el que, por fin, la izquierda había llegado para corregir el
error. Este mito comunero –insostenible a la luz de la historia, pero no por
ello menos sugestivo– quedaría inmortalizado en la banda morada de la bandera
republicana, banda que encarnó un doble error: la revuelta aristocrática
comunera no tuvo nada de izquierdista; y el color morado nunca representó ni a
los comuneros ni a Castilla, el color de cuyos estandartes siempre fue el rojo
(el morado nació –y empezó a ser utilizado por círculos republicanos a causa de
varios motivos– en el siglo XIX).
Así pues, desde el siglo XVI el rumbo de España se habría torcido debido a tres
factores: el espíritu imperial, el abandono de las ciencias y la industria, y el
desmesurado peso de la Iglesia. Todos los males de España arrancaban de ahí. Por
eso Azaña escribiría que "ninguna obra podemos fundar en las tradiciones
españolas, sino en las categorías universales humanas". Siguiendo la estela
azañista, Fernando Savater ha declarado recientemente que "la idea de España es
para fanáticos y semicuras".
La regeneración de España llegaría, por lo tanto, a través de la negación de
toda su historia y cultura anteriores, a las que se despreciaba. Azaña opinó que
era necesario "abstraer en la entidad de España sus facciones históricas para
mirarla convencionalmente, como una asociación de hombres libres".
Es decir, una nación sin pasado, sin historia que la explicase, reinventada en
laboratorio como una sustancia sintética. La antítesis de esta visión de la
nación la representó, probablemente como ningún otro pensador derechista,
Menéndez Pelayo, quien había arremetido a principios de siglo contra aquellos
que pretendían hacer borrón y cuenta nueva con la realidad histórica de España:
"Presenciamos el lento suicidio de un pueblo que (…) emplea en destrozarse las
pocas fuerzas que le restan (…) hace espantosa liquidación de su pasado y
escarnece a cada momento las sombras de sus progenitores. (…) Donde no se
conserve piadosamente la herencia de lo pasado, pobre o rica, grande o pequeña,
no esperemos que brote un pensamiento original ni una idea dominadora. Un pueblo
nuevo puede improvisarlo todo menos la cultura intelectual. Un pueblo viejo no
puede renunciar a la suya sin extinguir la parte más noble de su vida y caer en
una segunda infancia muy próxima a la imbecilidad senil".
Y llegó la Guerra Civil que trajo la victoria en 1939 de la España que había
sido derrotada en 1931, y con ella la alianza de las izquierdas con los muy
reaccionarios nacionalismos, especialmente el vasco, frágil alianza que, de
haber triunfado el alzamiento militar en Bilbao y San Sebastián, probablemente
no se hubiera producido y que fue rota por los peneuvistas para pactar con
Mussolini en cuanto tuvieron ocasión.
Pero la izquierda española, durante los largos años de exilio, se dejó contagiar
el odio a España de sus aliados separatistas, que germinó en el fértil humus que
ofrecía la tradición izquierdista de rechazo a la historia de España. Este
proceso se inició ya en los años de guerra, como recogió el socialista vasco
Julián Zugazagoitia, quien en sus memorias señalaría el curioso fenómeno que
empezaba a manifestarse:
"Los comunistas, siguiendo instrucciones de su comité central, acentuaron su
nacionalismo euzkadiano, y algo parecido, aun cuando con mayor mesura y timidez,
hicieron los socialistas. El proceso de este mimetismo colectivo necesitará ser
estudiado con detalle".
Y de ahí nace la atracción fatal que la mayor parte de la izquierda española
siente hacia los separatismos, sean cuales sean, muchos de cuyos planteamientos
ha acabado haciendo suyos. Recuérdese tan solo –como un ejemplo entre mil– la
declaración del Partido Socialista de Euskadi durante su último congreso en la
que condenaba el "rancio nacionalismo español", calificativo que jamás aplicaría
al nacionalismo vasco, modelo de progresismo como cualquier otro separatismo.
–¡Pero mira que te pones pedante, campeón! –interrumpió el lúcido septuagenario,
obrero durante décadas en la siderurgia vizcaína–. Demasiado análisis confunde.
¿Quieres saber por qué el socialismo vasco y el catalán se han rendido a su
enemigo? Pues muy sencillo: llevan un siglo siendo los maketos, los charnegos,
los explotados, y se han cansado. Ahora también ellos quieren ser señoritos.