EL DESARROLLO FEDERAL DE EUROPA Y ESPAÑA: UN
MARCO POLITICO PARA EL SIGLO XXI.
ARTICULO DEDICADO A RAMON PIÑEIRO (IN MEMORIAM)
Luis Bouza-Brey, 30-5-98
Ramón Piñeiro no fumaba. Y, sin embargo, se
mantenía imperturbable cuando la pequeña habitación circundada de librerías de
puertas acristaladas se llenaba de humo. Recuerdo aquella ocasión en que tuve
que ser yo ---que, por entonces, era un fumador insaciable--- el que le
preguntara si se podía abrir la ventana, porque me picaban los ojos.
Piñeiro siempre estaba allí, sentado tras
la mesa camilla, sobre la que había una pequeña máquina de escribir, algunos
libros, revistas y cuartillas de papel. La ventana daba a una galería sobre la
Rúa Nova y desde ella, en las tardes de invierno, podías sentir cómo las gotas
de lluvia estallaban en el silencio de piedra gris de la calle, salpicando los
charcos de luz blanca. De vez en cuando, entre el silencio rumoroso de la
lluvia, se oía el chapoteo presuroso de unas pisadas sobre el húmedo granito.
El recuerdo de aquella habitación me
retrotrae a todo un conjunto de vivencias de juventud en Santiago, a mediados
de los años sesenta, cuando empecé a estudiar Derecho.
No estoy seguro de si fue Xosé Luis Fontenla o Salvador
García-Bodaño quienes me llevaron por primera vez a
casa de Piñeiro. De todas maneras, a ambos tengo que agradecerles aquellos
primeros contactos con lo poco que había de vivo, cultural y políticamente, en
la Universidad de Santiago por aquellos años.
Frente a la miseria intelectual
universitaria de aquella época, el contacto con Piñeiro supuso un impacto
vivificador, definitivo e indeleble. En él descubrí un modo de situarse ante el
mundo que me ayudó a encontrarme a mi mismo y definir
mis modos de ser para el futuro.
Ramón Piñeiro era un hombre excepcional.
En él se combinaban armónicamente un conjunto de cualidades y capacidades
difíciles de encontrar reunidas. Lo que llamaba la atención de su personalidad
en un primer momento eran su afabilidad, sencillez, serenidad y modestia. No
obstante, detrás de esa aparente falta de brillantez superficial existía una
gran entereza de carácter, apoyada en una profunda solidez intelectual y una
finísima capacidad analítica.
Pero circundando y dando sentido a todas
estas cualidades existía algo más: amor y autenticidad. Cuando, después de
conocerlo, leí la "Filosofía da Saudade", entendí por qué su espíritu
combinaba tan armónicamente el rigor y la distancia intelectual con el
realismo, la apertura mental y la proximidad psicológica. Piñeiro sentía un
profundo amor al mundo: a su pueblo, a la Naturaleza y a las personas.
Por eso en él encontrabas un amigo,
alguien con quien comunicarte confiadamente, y que te daba lo mejor que tenía
con gran generosidad: su tiempo, su lucidez intelectual y su honestidad moral.
A él, a quien siempre recordaré en su
habitación de Gelmírez, sentado a contraluz, acompañando su hablar suave y
sosegado con expresivos gestos de manos, le dedico con agradecimiento las
páginas que siguen.
Piñeiro hubiera visto en el federalismo la
única posibilidad de conservar y perfeccionar dos grandes valores históricos de
nuestro país: la unidad de todos los pueblos de España en un proyecto
común, a fin de hacer posible el desarrollo íntegro y no amputado de la
riquísima diversidad de esos pueblos.
LA GLOBALIZACION Y LAS TRANSFORMACIONES DEL PODER POLITICO
La denominada "globalización" es
un cambio civilizatorio de tal envergadura que está produciendo una
transformación radical de las características y dimensiones del poder político.
En efecto, el redimensionamiento de la
economía, consistente en la emergencia de un mercado mundial y sus efectos
sobre las exigencias de competitividad, así como las consecuencias de las
rápidas innovaciones tecnológicas y de la automatización, cambian los
parámetros de los problemas sociales más importantes. Y lo mismo sucede con la
incidencia de las telecomunicaciones sobre la fluidez del sistema financiero y,
por consiguiente, sobre la ubicuidad de un cambio cada vez más acelerado.
Transformación que afecta a los sectores
productivos, la estructura ocupacional, la productividad del trabajo, la
distribución del tiempo libre, y la relación con la naturaleza.
Actualmente, emerge como problema nuevo y
básico el de una coordinación a nivel superior de la economía, que permita
hacer frente al hambre del Tercer Mundo, las migraciones, el deterioro del
medio ambiente y el paro.
Por añadidura, las telecomunicaciones tienen
igualmente unas consecuencias radicales sobre la cultura: los satélites, los
medios de comunicación, internet, el fax, etc., hacen la cultura universal,
crean un ámbito mundial de significaciones, un escenario común en el que se
reflejan, transmiten e interpretan los acontecimientos que afectan al conjunto
de la Humanidad.
Este cambio civilizatorio afecta también
radicalmente a la naturaleza del proceso político y a las dimensiones del
poder:
La interacción política se concreta hoy en
conflicto ubicuo, poder difuso, fronteras borrosas, red de interacciones
entrecruzadas, soberanía que se disipa, lealtades múltiples, centros diversos,
coaliciones multidimensionales, competencias emergentes, trasvasadas y
entrecruzadas.
El poder cambia de dimensiones: los
problemas se hacen mundiales, el Estado-Nación entra en crisis, emergen
confederaciones continentales, autogobiernos regionales y áreas metropolitanas.
En resumen, que se produce una
transformación consistente en la emergencia de nuevos escenarios políticos y en
el cambio de relevancia de los antiguos.
Las Naciones Unidas, las Confederaciones
Continentales, los Estados, las Regiones, las Areas
Metropolitanas y Municipios, constituyen actualmente los foros en los que interactúan
una multitud de sujetos --nuevos y antiguos-- tales como las multinacionales,
los sindicatos, los movimientos, los grandes medios de comunicación, las ONG,
los partidos nacionales y sus confederaciones continentales o mundiales, las
burocracias estatales y no estatales, etc.
Todo ello da lugar a lo que algunos,
impotentes, cansados y desbordados, denominan posmodernidad, sin darse cuenta
de que esta nueva y creciente complejidad de interacciones rápidamente
cambiantes constituye una fase superior de la modernización.
En efecto, si la modernidad comienza
cuando el hombre intenta impulsar y dirigir el cambio, para hacer que responda
a las necesidades y valores humanos, esta nueva situación lo que plantea es un
nuevo reto de lucidez y habilidad práctica a la inteligencia humana, para
conducir también a un nivel superior nuestro desarrollo.
Para conseguir alcanzar ese nuevo estadio
es preciso evitar la descomposición estructural y las patologías de dirección:
Es preciso evitar la descomposición anárquica,
la balcanización, el particularismo autocentrado, y
el imperialismo.
Y también es necesario evitar caer en
"nichos fetales" ideológicos, tales como el nacionalismo exacerbado y
autista, el fundamentalismo religioso, la xenofobia o el dogmatismo ideológico.
Frente a estos riesgos, la única solución
viable parece, en mi opinión, mantener aunque sea a contracoriente
tres principios básicos de orden e integración:
1) El pluralismo y la participación democrática, lo que implica también el multiculturalismo
2) El desarrollo de un nuevo liderazgo consensual, colectivo y racional, cada vez más imprescindible para reconducir la sobreabundancia de información, la complejidad, a unidad. Un liderazgo consensual que ha de utilizar cada vez más la empatía, o capacidad de "ponerse en el lugar del otro" para conseguir la mediación; y la inteligencia emocional, o capacidad de dar orientación consensual y rumbo a situaciones complejas.
3) El federalismo, como capacidad de ordenar lo complejo, de reconducir la diversidad a unidad por medio del autogobierno en la periferia y el gobierno compartido en el centro. El federalismo como medio de articular la complejidad de los diversos niveles del proceso político antes mencionados
Prescindiendo en estos momentos de los
demás ámbitos, voy a centrarme en el análisis de Europa y España.
EUROPA Y LOS NACIONALISMOS
La idea de una Unión Política Europea
surge con fuerza después de la primera guerra, a través de los escritos del
conde Coudenhove-Kalergi y el apoyo de Arístide Brian, que intentaban evitar nuevos
enfrentamientos nacionalistas que condujeran a una nueva guerra. Spinelli, algo más tarde, desarrolló un esquema para un
federalismo europeo. Estos intentos fracasaron en los años treinta, como
consecuencia principalmente del nazismo.
Con posterioridad a la Segunda Guerra
Mundial, vuelve a surgir con fuerza la idea de algún tipo de integración
europea, pero a través de una táctica muy gradual, de soluciones
"funcionalistas", creadoras de vínculos entre los Estados por la participación
en políticas comunes en ámbitos diversos, pero sin poner en cuestión el
principio de soberanía.
Monnet y Schuman
confiaban en que, mediante el impulso del bloque franco-alemán y las soluciones
"funcionalistas", se crearía un "efecto inducido" que conduciría
finalmente a una federación.
Y sus expectativas se cumplieron
parcialmente, pues mediante esta táctica se alcanzó primero la creación del
mercado común, y posteriormente la Unión Europea y la convergencia económica y
monetaria que ha desembocado en el euro.
Actualmente, sin embargo, nos encontramos
ante una situación de umbral diferencial, caracterizada por un gran avance en
el proceso de integración económica pero con la integración política
paralizada. La Unión carece de liderazgo, gobierno e instituciones
democráticas, al tiempo que se incrementan los problemas comunes de paro y
crisis del Estado del Bienestar, produciendo, consecuentemente, una creciente
desconfianza en la opinión pública con respecto a las virtualidades de la Unión
para resolver estos problemas.
Por añadidura, la ampliación hacia la
Europa del Este hace prever un mayor bloqueo de las instituciones de la Unión,
que ya de por sí, en su actual diseño, funcionan con una dinámica
particularista, de predominio de los intereses nacionalistas de los Estados.
De manera que, a nivel institucional, la
Unión Europea carece de un proyecto claro y definido que se marque como
objetivo la consecución de un Gobierno europeo, mientras que, por otra parte,
las instituciones funcionan con una dinámica confederal. Ambas características
impiden que la Unión pueda plantearse como objetivos propios la definición de
políticas comunes ambiciosas, para la resolución de los graves problemas del
paro, la crisis del Estado y de la sociedad del bienestar y la conservación del
medio ambiente.
Paradójicamente, la continentalización
derivada de la globalización, que produce la crisis del Estado, impide, con su
inercia, la solución de la crisis.
Durante los últimos días comienzan a
surgir señales de alerta y llamamientos ante la parálisis, tales como la
asamblea del Movimiento Europeo con su declaración a favor de la configuración
federal de la Unión; o la propuesta del Comité Europeo de orientación "Notre Europe", de elección
directa del Presidente de la Comisión. O, todavía hace tres días, el
llamamiento de Felipe González y otros políticos españoles a favor de "Más
democracia para Europa".
En mi opinión, el problema a resolver
consiste en que se hace necesario crear un nuevo centro político evitando dos
riesgos y obstáculos contrapuestos:
Por un lado se trata de evitar la
centralización y burocratización; por el otro, de vencer las resistencias
conservadoras y nacionalistas, que bloquean el desarrollo necesario con su
concepción de una Unión meramente económica, producto de un mercado común, pero
sin que los Estados deban ceder soberanía a instituciones políticas europeas.
La solución a este bloqueo debería ser la
defensa de una Unión Europea como federación con capacidad de gobierno, que
superara el conservadurismo a través de la confianza en la acción política para
trascender las disfunciones e inercias del mercado. Y que superara igualmente
el nacionalismo, por medio del federalismo, que permite integrar la diversidad
mediante instituciones y objetivos comunes que la respetan.
La solución institucional, en mi opinión,
consiste en la soberanía compartida entre la Unión y los Estados, de manera que
el poder de éstos se cede en parte a aquélla, pero al mismo tiempo se crean
instituciones comunes en las que los Estados participan. Se produce una cesión
mediante la integración en el nivel superior.
La fórmula es federalismo más
subsidiariedad, a fin de contrarrestar posibles tendencias a la centralización
y burocratización que anularían la diversidad.
Así, de acuerdo con los artículos A del
Tratado de la Unión, y 3B del Tratado constitutivo de la Comunidad Económica
Europea,
"...las decisiones se adoptan lo más
cerca posible de los ciudadanos con arreglo al principio de
subsidiariedad".
y... "En los ámbitos
que no dependan de su competencia exclusiva, la Comunidad sólo interviene,
conforme al principio de subsiariedad, si, y en la
medida en que, los objetivos de la acción prevista no puedan ser alcanzados de
forma suficiente por los Estados miembros...".
El problema básico es el de la reforma de
las instituciones para superar el bloqueo, y que el impulso reformador no se
quede a su vez bloqueado como en anteriores ocasiones.
¿En qué podría consistir la innovación
institucional?
Cabría pensar en la configuración de un
Presidente de la Comisión elegido por el pueblo, en atribuir al Parlamento
capacidad normativa, en transformar al Consejo de Ministros en un Senado
similar al alemán, en el trasvase gradual del liderazgo desde el Consejo
Europeo y el Consejo de Ministros a la Comisión controlada por el Parlamento.
ESPAÑA Y LOS NACIONALISMOS.
En España nos encontramos desde el
comienzo de la transición con un proceso en cierta manera análogo al europeo, pero
a la inversa. Se trata de un proceso de creación de nuevos centros de poder
político, de comunidades que se autogobiernan a partir de la descentralización
de un Estado unitario y centralista.
Y este proceso de descentralización
también se ha caracterizado, al igual que el europeo, por la ambigüedad en el
objetivo final, derivada de la necesidad de encontrar un mínimo común
denominador en el inicio de la transición. Asimismo, al igual que en la
construcción de Europa, la autonomía ha creado efectos inducidos,
principalmente la generalización de la misma, que hacen preciso superar un
umbral diferencial, y enfocar con una nueva perspectiva el proceso, si se
quiere dar coherencia al conjunto.
En efecto, se debe pasar ya de la
descentralización a la integración, del tironeo para adquirir poder o
resistirse a cederlo, a la participación en el centro. Se trata de construir un
Estado coherente, análogo a los federales europeos, y superar dos inercias: la
descentralización ilimitada que conduce a la anarquía, la desintegración y el
desmantelamiento del Estado; y la inercia centralista, que aún sigue
manteniendo una Administración central hiperdesarrollada
e ineficiente.
Se trata, en fin de ceder poder a la
periferia, de acuerdo con el principio de subsidiariedad, pero manteniendo al
mismo tiempo instituciones centrales suficientemente potentes como para definir
los objetivos comunes, permitiendo, asimismo, la participación en ellas de los
nuevos poderes periféricos.
Para mi, el
modelo adecuado a este objetivo es el de un federalismo muy descentralizado,
similar al alemán, en el que las grandes decisiones que afectan al conjunto se
toman desde un centro muy participado por los poderes periféricos, pero la
ejecución de las mismas y las microdecisiones se
realiza desde la periferia.
Es un modelo, el alemán, por otra parte,
que cuenta con un Senado muy potente, de número reducido de componentes, y muy
vinculado, al mismo tiempo, a los gobiernos de los "lander",
pues los representa directamente en el centro.
Se hace preciso, en definitiva, iniciar un
nuevo proceso de redefinición del Estado español que finalice su desarrollo,
reformando el Senado para transformarlo en una institución de participación de
las Comunidades Autónomas, clarificando el sistema de distribución de
competencias en el sentido de la descentralización administrativa, pero
manteniendo el centro como ámbito de las grandes decisiones políticas, y
articulando un sistema de financiación coherente con los objetivos anteriores.
Pero teniendo claro, al mismo tiempo, que
a nivel europeo los Estados van a seguir subsistiendo. No son instituciones
residuales, sino ámbitos de decisión democrática del conjunto de la población,
centros del poder constituyente y centros de solidaridad. La definición de gran
parte de la política fiscal, así como la política redistributiva, la superación
de las desigualdades regionales, y la seguridad social, van a seguir siendo, en
gran medida, competencia del Estado.
Pero para conseguir dar este impulso al
desarrollo político de España todavía hay que vencer diversos tipos de
resistencias: el vacío de legitimación y proyecto o la inercia del centro, y la
mitología ultrarresistente de los nacionalismos periféricos. Es preciso que los
partidos de ámbito estatal definan un proyecto y un modelo de desarrollo para
España, pero también que se supere el nacionalismo autista, exacerbado y
particularista de la periferia, junto con los viejos mitos de la independencia,
y de la consideración del Estado español como un enemigo de su propia nación.
En mi opinión, corresponde a la izquierda
realizar este impulso, si consigue actuar con coherencia federal, sin dejarse
llevar por las políticas de los independentistas o por soluciones confederales
que no son más que un residuo del pasado.
La "soberanía compartida", en
este aspecto, podría ser el impulso descentralizador en el sistema de
distribución de competencias, la participación a través del Senado en el poder
del Parlamento español, y la participación mediante coaliciones en el Gobierno
central.
La soberanía compartida, el Estado
plurinacional y el federalismo asimétrico no pueden romper la unidad del poder
constituyente, ni legitimar el monolingüismo y el monoculturalismo,
ni significar privilegios, fiscales ni de poder político.
Un Estado como el alemán, compuesto por
"lands" cuya población y territorio varían,
por ejemplo, desde los 404 km2 y los 684.000 habitantes de Bremen,
hasta los 70.546 km2 y 11.500.000 habitantes de Baviera, hace variar
la representación en el Senado de estos "lands"
únicamente entre 3 y cinco escaños.
En fin, para dar el impulso final al
desarrollo español y europeo hay que superar lo que de residuo del pasado tiene
el nacionalismo, conservando sus elementos positivos, como la defensa de la
diversidad y de la cohesión social. Pero abandonando el independentismo, el
autismo, la hostilidad al vecino y las reticencias frente a una unidad
superior. Si los grandes Estados están en crisis y hay que superarlos, mucho
más lo están los "Estaditos" y los intentos manifiestos o implícitos
de construir otros nuevos.