Artículo de M. Martín Ferrand en “ABC” del 10 de diciembre de 2009
Por su interés y relevancia he
seleccionado el artículo que sigue para incluirlo en este sitio web
En Italia,
algunos sectores de la coalición gubernamental proponen añadirle un crucifijo a
la bandera nacional. Como para demostrar que el mundo está hecho de contrastes,
aquí y ahora la desmesura laicista de unos y el confortable pasotismo de otros
pueden llegar a erradicar el símbolo de la cruz de todos los espacios públicos,
escuelas incluidas. Es como si estuviéramos en el XV y el Imperio Otomano se
dispusiera a tomar Constantinopla: nos faltan convicción en los principios,
coherencia con la Historia, resolución ante los problemas y, sobre todo, una
clara conciencia de identidad nacional sin la que el Estado se resquebraja, la
Nación se debilita y la Patria, si es que queda algo de ella, pasa a ser un
engorro sentimental y anacrónico.
La
confusión se ha instalado en el Viejo Continente y ello, que nos perjudica a todos,
beneficia al enemigo islámico que, sin frentes ni trincheras, viene librando
contra Occidente la que, sin ambages, es ya la III Guerra Mundial. Un nuevo
modelo bélico, sin frentes ni trincheras, en el que el terrorismo organizado
constituye la más eficaz de las unidades de combate. La idea nacional,
emparedada entre las ansias soberanistas de ámbito regional y la fuerza
globalizadora que todo lo invade, está en veremos y, especialmente, desde que,
hace ya cinco años, José Luis Rodríguez Zapatero dijera en el Senado, en uno de
sus acostumbrados brotes de irresponsable nadería, que ese es un concepto
«discutido y discutible».
La
peripecia simultánea del secuestro de tres cooperantes españoles por Al Qaida
de las Tierras del Magreb Islámico y la huelga de hambre de Aminatu
Haidar subrayan la indefinición de nuestra propia
identidad, que, lógicamente, debe referirse a unas esencias y una Historia
compartidas y a un común proyecto de futuro. En ese sentido resulta oportuno Nicolas Sarkozy, que, al hilo del polémico referéndum suizo
sobre los minaretes, ha escrito en «Le Monde» un lúcido artículo en el que
advierte a sus paisanos -seis millones de ellos musulmanes- del «desafío»
islámico contra la herencia cristiana. No es cosa de proponer una guerra de
religiones; pero sí parece conveniente que, como aconseja el presidente de la
República vecina, los musulmanes practiquen su fe «con humilde discreción».
Europa debe ser tierra de acogida, pero no terreno conquistado. Algo que exige
definición y fortaleza de las identidades nacionales.