EL REGENERACIONISMO CONTRA LA ESPAÑA LIBERAL
Artículo de Pío Moa en “Libertad
Digital” del 27.04.08
Por su interés y relevancia he
seleccionado el artículo que sigue para incluirlo en este sitio web.
(De
un viejo artículo).
Los seguidores de Arana aspiraban lisa y llanamente a
apartar a las Vascongadas y Navarra del resto del
país, en función de una invocada y exaltada especificidad racial, cultural y
religiosa en peligro de contaminación por la relación con Maketania.
Los partidarios de Prat, en cambio, rechazaban un centralismo liberal cuya
realidad y efectos exageraban, y le oponían una idea de España como
confederación sumamente laxa de "naciones", cada una con sus leyes,
idioma oficial, sistema fiscal y hasta milicias propias. Pintaban de
color de rosa esa perspectiva, con promesas de una España más viable y más
"grande", y el chantaje implícito de que, de otro modo, terminarían separando
a Cataluña. En el fondo de ese ideal latía una contemplación romántica de la
Edad Media, y resultaba difícilmente viable, pues su "España grande"
podría romperse casi con cualquier pretexto. Si, por ejemplo, los nacionalistas
catalanes consideraban su influencia en el conjunto inferior al nivel que ellos
estimaran adecuado, ¿qué pasaría? No obstante, esta visión de España, expresada
por lo común vagamente, iba a extenderse a buena parte de la izquierda e
incluso a sectores conservadores, oponiéndola a la idea liberal de España
como una nación unificada y centralizada con mayor o menor flexibilidad.
Los teóricos del nacionalismo suelen resaltar el auge
de estos nacionalismos como la prueba de que el nacionalismo español había
fracasado en sus medidas centralizadoras en el siglo XIX. En parte –sólo
en parte– es cierto, pero aún es más cierto que esos nacionalismos periféricos
fracasaron, y no en parte, sino a lo largo de todo el siglo XX, en sus intentos
de romper la unidad española o reducirla a un formalismo ineficiente.
¿Por qué no cumplió plenamente sus objetivos el
liberalismo en el siglo XIX? Creo que se debió en buena medida al persistente
apego de la población hacia las divisiones del Antiguo Régimen. Ese apego nacía
del modo como penetró el liberalismo en España, como secuela de una invasión
napoleónica signada por mil atrocidades, tropelías contra la Iglesia, e
intentos de dividir el país. Por ello mucha gente descalificó al liberalismo
por "extranjero" y "anticatólico". En todo caso no se le
encontraba una clara legitimidad, y las nuevas ideas arraigaron sólo en el
ejército y en capas estrechas de la población. En cambio, el antiguo régimen,
incluyendo sus tradicionales divisiones entre reinos, diversidad de normas,
etc., fue identificado por grandes masas con la defensa de la patria y la
religión. No otra cosa significó el carlismo. La reivindicación de los viejos
reinos y regiones sería recogida por los románticos y transformada en
separatismo por los nacionalistas a finales del siglo.
Pese a todo, la España liberal alcanzó un éxito
considerable, porque su proyecto de unificación más estricta y moderna partía
de un hecho real, la unidad muy anterior del país, sentida de
manera general por sus habitantes. Por encima de las divisiones heredadas de la
Edad Media existía una común autoidentificación
como españoles. De otro modo la tentativa centralizadora habría zozobrado en
cuanto chocase con las fuerzas disgregadoras. Que no ocurriera así revela el
fracaso mucho mayor de estas últimas.
La incompleta victoria del liberalismo dio como fruto
una tensión persistente entre dos ideas de España a lo largo del siglo XIX, la
liberal y la carlista, y entre el proyecto de España y el de su destrucción
durante el siglo XX. Esas tensiones han sido un aspecto muy importante, aun si
no el más importante, de la historia del país en estos dos siglos.
La Restauración pudo, tal vez, haber afrontado sin
demasiado temor al conjunto de sus enemigos, y así pareció por unos años. Pero
el "Desastre" del 98 tuvo otros efectos, a la larga
desintegradores del sistema. Un éxito de la Restauración había sido la
superación del golpismo militar, propiciado antaño por los liberales
extremistas o jacobinos mediante los pronunciamientos. La época
del protagonismo político del ejército –promovido generalmente por los
partidos–, parecía superada, pero después del 98 se expandió por el país,
fomentado por los grupos radicales, un ambiente de desprecio y aversión hacia
los militares, y en éstos una reacción peligrosa y desestabilizadora, como se
vería en algunos momentos.
Aún más grave, seguramente, fue la defección o la
hostilidad hacia el régimen por parte de una alta proporción de intelectuales,
en particular los de mayor influencia sobre la opinión pública, en el fenómeno
de gran alcance que solemos llamar –sin muchas aspiraciones de precisión–
"regeneracionismo". Esta palabra se puso de moda, indicando algo más
profundo que la mera decadencia, una degeneración previa de España, de la que
urgía salir con medidas drásticas.
Ya de antes venían alzándose voces, como las de
Mallada, Ganivet o el cardenal Cascajares, en pro de cambios orientados a
impulsar la prosperidad y el orden, y a cerrar con presteza la brecha entre
España y "Europa", es decir, la Europa rica. A su manera también el
nacionalismo de Prat –no así el de Arana– tenía algo de regeneracionista
para el conjunto de España. Pero después del 98 la exigencia de regeneración se
convirtió en un clamor en medios intelectuales y políticos, hasta hacerse una
de las actitudes más características de la época. Hubo un
"regeneracionismo" del propio régimen, muchos de cuyos políticos
comprendieron la necesidad de reformas para hacer frente a las exigencias de la
nueva época; pero la corriente decisiva, de carácter sobre todo
intelectual, tuvo distinto carácter.
La
opción regeneracionista.
Los regeneracionistas no formaron un movimiento propiamente dicho, aunque hubo
algunos intentos al respecto. Más bien crearon un estado de opinión o una
actitud difusa, pero reconocible, sobre España y sus problemas. El principal
teorizador de esta corriente fue Costa, y en ella entran muchos de los más
dotados intelectuales de la época, como Ortega, Azaña o Maeztu, aunque la
evolución de unos y otros siguieran rumbos diferentes. Había al menos cuatro puntos
de coincidencia: necesidad de construir o reconstruir la nación española,
condena del pasado español, identificación de "Europa" como
panacea o bálsamo a las heridas del país, y hostilidad extrema hacia la
Restauración y su ideología liberal.
Cada uno de estos puntos merece atención. Hasta
entonces la "nación española" o la "patria española" se
habían presentado como ideas evidentes, apenas necesitadas de comentario; pero
los regeneracionistas, o buena parte de ellos, hacían pasar el concepto de
nación a primer plano, aun sin definirlo con mucha claridad (hasta ahora no
existe un acuerdo unánime sobre lo que es una nación); y el nacionalismo debía
sustituir al patriotismo, sentimiento tenido a veces por vago y arcaico.
En rigor, la nación apenas habría existido antes, lo cual, en el sentido dado
al término desde la Revolución francesa, pero sólo en ese sentido, tenía
algo de verdad, y por tanto urgía formarla o reformarla de arriba abajo.
En cuanto al segundo punto –concluía un
Costa conmocionado por el "Desastre"–, la historia española
constituía una fundamental desviación del que debiera haber sido su camino, por
lo que había desembocado en "una nación frustrada". En consecuencia
preconizaba "fundar España otra vez, como si no hubiera existido".
Aunque sus recetas, resumidas en lemas como "Escuela y despensa", no
dejaban de sonar razonables, también algo simples, se envolvían en una visión
de la historia española dramatizada y caricaturizada hasta extremos
pueriles. Ortega, Azaña y muchos más coincidían en considerar al país una
nación sin formar, o deformada, o anormal. Se puso de moda especular
sobre lo que debía haber sido España o cuándo había empezado la desviación o la
pérdida de la "normalidad". Azaña opinaba que desde la derrota de los
comuneros en Villalar, en el siglo XVI, todo
había ido a tuertas; otros renegaban del rumbo euroamericano
tomado en aquel siglo por la política española la cual, argüían, debiera
haberse volcado en África, su campo de expansión "natural". No
faltaba quien llevaba el origen de la desviación hasta el siglo VI, con
la conversión del rey godo Recaredo al catolicismo,
engendradora de la nefasta alianza entre la oligarquía y el clero. Dentro del
racismo de los tiempos –harto diluido en España–, no faltaban avisos descorazonantes sobre la escasez del elemento
"ario" en el país. Esas estériles lucubraciones pasaban por
ejercicios intelectuales de envergadura.
Las antaño consideradas gestas y glorias hispanas,
como el descubrimiento de medio mundo, la conquista y colonización de América,
la evangelización, la fundación de ciudades y universidades, el
establecimiento de relaciones entre todos los continentes habitados, la Reforma
católica, la contención de los turcos y de los protestantes, etc., eran miradas
con desprecio o con burla, o simplemente ignoradas por los refundadores del país. Para ellos, España había sido el
país de la Inquisición y de los genocidios, de la miseria, el oscurantismo y la
superstición, y las supuestas glorias debieran más bien avergonzarnos. Los
"buenos" habían sido, precisamente, los enemigos de España,
empezando por los cultos y refinados musulmanes. La cultura del Siglo de Oro
suscitaba despego, exceptuando de él a algunos autores prestigiosos, en
particular Cervantes, a quienes se pretendía convertir en precursores de las
ideas de los críticos. Para concluir, España y sus clases dirigentes habían
estado "enfermas" durante siglos, aseguraba Ortega, y nada debía
esperarse de sus tradiciones. Azaña llegaría a comparar estas últimas, ya en
1930 y sin protesta de nadie, con la sífilis hereditaria. Por suerte, y gracias
a su labor esclarecedora, "los españoles estaban vomitando las
ruedas de molino que durante siglos estuvieron tragando".
El desdén por lo español alcanzó tales cotas que
Menéndez Pelayo, quizá el investigador y ensayista más notable de su tiempo,
protestó en sus conocidas frases: "Presenciamos el lento suicidio de un
pueblo que, engañado por gárrulos sofistas (…) emplea en destrozarse las pocas
fuerzas que le restan (…), hace espantosa liquidación de su pasado, escarnece a
cada momento las sombras de sus progenitores, huye de todo contacto con su
pensamiento, reniega de cuanto en la Historia hizo de grande, arroja a los
cuatro vientos su riqueza artística y contempla con ojos estúpidos la
destrucción de la única España que el mundo conoce, la única cuyo
recuerdo tiene virtud bastante para retardar nuestra agonía (…) Un pueblo
viejo no puede renunciar (a su cultura) sin extinguir la parte más noble de su
vida y caer en una segunda infancia muy próxima a la imbecilidad
senil". Sin embargo, la voz de Menéndez Pelayo quedó aislada. Desde luego,
muchos otros pensaban como él, pero callaban ante el ímpetu, la seguridad
y el derroche de indignación moral con que los regeneradores envolvían sus
diatribas.