LA SENDA CONSTITUCIONAL HACIA LA EDAD MEDIA
Artículo de Santiago Muñoz Machado en “El Mundo” del 16.01.08
Por su interés y relevancia he seleccionado el artículo que
sigue para incluirlo en este sitio web
Con una apostilla a pie de título:
Como les decía ayer, nos están enviando irremisiblemente al
basurero de la Historia. ¡Despierten! (L. B.-B., 16-1-08, 8:00 hs.)
Hace muchos meses que
doblan las campanas sobre el cráter donde habita el Tribunal Constitucional,
pero no es seguro todavía que estén tocando a difunto como muchos dicen. Todo
depende de cómo se entienda la sentencia de 12 de diciembre de 2007. O, mejor
dicho, de lo que pretenda deducir el propio Tribunal Constitucional de las
enjundiosas y prolijas argumentaciones que ha dedicado a decidir una cuestión
que hubiera podido despachar con cuatro páginas.
Le había planteado el
Gobierno de Aragón que resolviera la compatibilidad, o no, con la Constitución
de un precepto, el artículo 17.1 del Estatuto valenciano, donde se reconoce una
insólita garantía: «El derecho de los valencianos y valencianas a disponer de
abastecimiento suficiente de agua de calidad», a cuyo efecto también se declara
el derecho de redistribución de aguas de cuencas excedentarias; todo ello de
acuerdo con la Constitución y la legislación estatal. La respuesta, en verdad,
es bastante sencilla para cualquier jurista informado; a saber: es imposible
que un Estatuto de autonomía reconozca un derecho al agua cuya delimitación,
como el propio Estatuto indica, corresponde al legislador estatal, que es el
único competente para hacerlo según la Constitución. Pero he aquí que en esta
ocasión el Tribunal Constitucional, en lugar de declarar lo que acaba de
indicarse, ha salvado la validez del precepto impugnado asegurando que, aunque
dice reconocer un derecho, no lo reconoce en verdad porque no puede hacerlo. De
esta manera se consigue que permanezca en el ordenamiento jurídico una norma
supuestamente válida y prácticamente ineficaz.
Es llamativo que el
Tribunal haya incluido en su sentencia un prontuario sobre la disciplina
jurídica de la organización territorial del Estado, recurriendo a la doctrina o
recordando pesadamente su propia jurisprudencia. De manera que el paciente y
atónito lector puede encontrar en aquélla una argumentación inacabable en la
que se desarrollan, tal y como lo hacemos en clase los profesores y consta en
nuestros tratados y manuales, los principios constitucionales referentes al
sistema de autonomías (disculpe el lector que remita a mi Derecho Público de
las Comunidades Autónomas, 2 vols., 1982, reeditado en 2007, para que pueda
establecerse el parangón a que me refiero). Se comprende, por ello, que muchos
se hayan preguntado ya a qué demonios viene esto, porque una sentencia, obvio
será que lo diga, no es un manual, y para hacer manuales no están los
tribunales, sino para resolver problemas. Me resisto a creer que sea una
fórmula indirecta de fijar precedentes a usar más tarde para resolver otros
recursos de inconstitucionalidad pendientes. Bien le consta al Tribunal que los
precedentes se construyen alrededor de la ratio decidendi
de las resoluciones, de modo que difícilmente puede constituirse en precedente
la totalidad de una sentencia riquísima en obiter
dicta que tratan de todo lo divino y lo humano en materia de Derecho
Autonómico.
El Tribunal
Constitucional ofrece un resumen dogmático correcto acerca de los fundamentos
de la superioridad de la Constitución sobre los estatutos de autonomía, la
diferente función constitucional de las leyes orgánicas y los estatutos, la
significación de la remisión que la Constitución hace a leyes estatales para
que delimiten competencias autonómicas, el carácter absoluto o relativo de las
reservas constitucionales a favor de los estatutos y las leyes, y otras cuestiones
de este porte. Todo lo cual está muy bien, pero lo esencial es la respuesta al
siguiente problema: cuando cualquiera de estas normas asume una función que
constitucionalmente no le es propia, ¿debe el Tribunal Constitucional anularla?
¿O permitir que permanezca en el ordenamiento jurídico, confirmando su validez,
aunque su eficacia esté disminuida o incluso sea ineficaz? La sentencia ha
preferido ratificar la validez de la norma y declarar simultáneamente que su
eficacia es prácticamente nula porque, como ya he indicado, según el Tribunal,
aunque dice reconocer un derecho, no le corresponde hacerlo a un Estatuto sino
al legislador estatal, competente por razón de la materia.
En verdad, la
inclinación de nuestro Tribunal Constitucional a salvar la validez de las leyes
estableciendo interpretaciones de las mismas que sirvan para ajustarlas a la
Constitución es una práctica que viene de antiguo y se acomoda a la seguida por
otros Tribunales constitucionales. Sin embargo, la aplicación de esta técnica a
los estatutos de autonomía tiene consecuencias más amplias y diferentes. Al
confirmar la validez de la norma estatutaria se está permitiendo también que se
apoye en ella el legislador autonómico para dictar cuantas normas de desarrollo
o complementarias considere necesarias. Si esta práctica se generaliza,
proliferarán en el ordenamiento jurídico normas cuya eficacia y aplicabilidad
precisarán, caso por caso, de un juicio de compatibilidad con las leyes
estatales existentes en cada momento. La consecuencia es que el Tribunal
Constitucional no colaborará, como es su misión, en la depuración del
ordenamiento, sino que serán los tribunales ordinarios los que deberán resolver
los conflictos que se susciten con ocasión de la aplicación de las normas.
En todos los ordenamientos
jurídicos modernos existe una disciplina concerniente a la producción de
normas, a su sucesión y a su depuración o a la extinción de su validez y
eficacia, basada en las siguientes conocidas reglas: en primer lugar, la
anulación de las normas que vulneran otras de superior jerarquía o han sido
dictadas por un legislador incompetente para aprobarlas. Y, en segundo lugar,
la derogación de unas normas por otras, de manera que se eliminen
y sean expulsadas del ordenamiento todas aquellas que el legislador decida o
las que tengan contenidos incompatibles con otras disposiciones posteriores de
igual o superior rango.
También cabe ordenar las
relaciones entre normas dando preferencia a unas sobre otras. Utilizando esta
fórmula, las contradicciones o incompatibilidades se resuelven aplicando la
norma prevalente y desplazando a las demás, aunque sin necesidad de
invalidarlas o derogarlas. Las normas inaplicadas mantienen su validez e
incluso pueden recobrar su eficacia en el futuro si la norma prevalente desaparece.
En el sistema constitucional norteamericano, incomparable con el nuestro,
pueden contrastarse aplicaciones de esta clase de técnicas jurídicas.
En las relaciones entre
las normas comunitarias europeas y las internas se usaba generalmente la indicada
solución para resolver conflictos hasta que el Tribunal de Justicia de la
Comunidad apreció que planteaba un problema esencial: los legisladores
estatales podían mantener vigentes normas incompatibles con el Derecho
Comunitario, lo que acarreaba una enorme confusión y evidentes dificultades
para la inmediata aplicación de las dictadas por las instituciones comunitarias
en materia de su competencia. Por esta razón, la jurisprudencia cambió, pasando
de conformarse con la simple inaplicación de las normas estatales incompatibles
a exigir la inmediata anulación o derogación de las mismas por los estados (por
ejemplo, Sentencias Comisión v. Italia de 15 de octubre de 1986, y Provincia de
Bolzano de 11 de julio de 1989). Todo ello en aras de la claridad, aplicabilidad
y eficacia del Derecho Europeo.
La sentencia del
Tribunal Constitucional que estoy comentando contiene muchos pasajes que
parecen inclinarse por una solución diferente y hasta ahora inexplorada en
nuestro Derecho: permitir que los estatutos y leyes autonómicas puedan
anticiparse en la definición de derechos cuya delimitación esencial está
reservada a las Cortes Generales, o que impongan al Estado interpretaciones
sobre el contenido de competencias o la organización de instituciones, a pesar
de que es al legislador estatal a quien la Constitución confía la tarea. Que
este tipo de regulaciones no pueden tener eficacia si no son confirmadas por
las leyes estatales, era cuestión conocida y afirmada en la jurisprudencia
constitucional. Sin embargo, mantener un cúmulo de declaraciones estatutarias
ineficaces en el ordenamiento jurídico puede plantear problemas aplicativos de
enorme calado. La solución puede valer para casos excepcionales, que tengan una
justificación constitucional clara, pero es evidente el error de usarla con
carácter general.
La ordenación de las
relaciones entre normas mediante las técnicas de la nulidad y la derogación nos
resulta muy familiar, pero debe recordarse que su aplicación generalizada es
relativamente reciente. En toda Europa, durante la etapa medieval y moderna,
los ordenamientos se formaron por acumulación de normas cuya vigencia se
mantenía aunque existiera incompatibilidad entre ellas. La norma aplicable se
elegía entre esta amalgama de regulaciones dando preferencia a una sobre otras,
pero sin derogar ni anular las inaplicadas. La preferencia se reconocía en
algunas épocas al Derecho Local, en otras al Derecho Común, y más tarde al
Derecho Regio. Este orden tan complejo se prolongó hasta el alba del
constitucionalismo. Fue entonces cuando aquellos confusos ordenamientos,
formados por normas que no se derogaban entre sí ni se anulaban nunca, se
enriquecieron con las técnicas indicadas.
En un sistema jurídico
como el que parece propiciar la sentencia que comento, en el que no se anulan
las normas que se extralimitan de su función constitucional, sino que se dejan
vigentes con una eficacia limitada que hay que decidir al aplicarlas, los
conflictos internormativos han de resolverse por los
tribunales ordinarios. Si el Tribunal Constitucional renuncia a pronunciarse
sobre la invalidez de las leyes estará, en gran medida, haciendo dejación de su
propia función constitucional. Sería sorprendente tal desistimiento, aunque no
del todo insólito considerando que, por razones bien diferentes, también
dimitió hace tiempo de la función de resolver recursos de amparo,
inadmitiéndolos en masa al no poder con la carga que esta función de
enjuiciamiento le suponía.
No creo, por tanto, que
el Tribunal Constitucional pueda impulsar la medievalización
del ordenamiento renunciando a formular juicios sobre la validez de los
estatutos o las leyes cuando matizan reglas constitucionales, se entrometen en
ámbitos competenciales que les son ajenos, anticipan regulaciones que no les
corresponden, confunden sobre el origen del mandato legislativo, oscurecen la
previsibilidad y la claridad de las prescripciones legislativas, etcétera. Si
así ocurriera, serán ciertos los malos augurios a que me refería al principio,
porque el tañido de las campanas, que algunos oyen en el edificio en que tiene
su sede el Tribunal Constitucional, estará anunciando verdaderamente la fatal
noticia de su suicidio.
Santiago Muñoz Machado
es catedrático de la Facultad de Derecho de la Universidad Complutense.