Artículo de Javier Orrico en su blog del 6-9-09
Por su interés
y relevancia he seleccionado el artículo que sigue para incluirlo en este sitio
web
Hoy comienzo una nueva columna. Clausuro por un tiempo –todo es “provisional y limitado” cuando lo ignoramos- mis “Crónicas malabares”, que estuvieron conmigo y con ustedes durante casi veinte años, de Diario 16 a La Opinión (y desde hace casi cuatro años, en Periodista Digital), y que fueron de la voluntad radicalmente literaria de esperpento y astracán con que comenzaron, casi relatos, a la exigencia moral del alarido contra la impostura de este régimen minador de los años recientes.
“Harto
ya de estar harto, ya me cansé…” de este desierto cansino de un gobierno felón,
de estrellar las palabras en la mentira y la estupidez de un régimen que nos ha
conducido al peor de los abismos: el de la aceptación silente de la ruina, el
de la conformidad con el despeñamiento de la nación que fuimos.
Me
invadió la cansera. Hace ya mucho tiempo que los españoles dejamos de ser
aquellos de “¡Oh Dios, qué buen vasallo si hubiera buen señor!”, con que se nos
cantaba a través del mito, del Cid, para ser muy malos vasallos, pues no somos exigentes, sino
explosivos, que es muy distinto. Dispuestos a una revolera sangrienta, al golpe
o la guerra civil de un siglo entero, pero abúlicos, fanáticos, incapaces del
matiz y de entender el mundo en otros términos que los de la adhesión dogmática
a una facción, a un bando enfrentado a muerte con el convecino.
Los
hechos no importan, siempre hay un caudillo con masas arracimadas que le
aplaudirían aun si las estuviera apuñalando. La peor España es esa. Todavía
sufrimos las secuelas de un Napoleón que tanto mal nos hizo queriendo conducirnos a la razón
con la fuerza. El majerío irracional reina entre
nosotros desde entonces. Hasta la monarquía es castiza, aunque sólo sea por
pánico.
No sé
si es una herencia barroca, pero un español se decantará siempre por quien
prometa resolverle la vida, subsidiarlo, garantizarle la limosna que le permita
centrar sus energías en declararse partidario de Joselito o Belmonte, de Tomás o Talavante, de Belén Esteban o la Campanario. Nuestra metáfora, el
campanario. La nación que conquistó el mundo hoy no aspira más que a un PER
general, un eterno Plan E de aceras levantadas que volverán a cerrarse, un
esfuerzo inútil que sólo sirve para ahondar el error. España es ese empeño
inútil, la herida eterna de un Prometeo encadenado a su autodestrucción.
A
partir de ahora practicaré la suerte de recibir, esperaré al toro y las
palabras, sólo seré un lector en voz viva, una mirada oblicua que leerá a
tientas buscando alguna explicación, el hilo negro y secreto que une las cosas
en su reflejo escrito. Si lo hay. Las opacas evidencias que danzan entre signos
separados, informaciones, reportajes, entrevistas, ese bosque de significados
que se fragmentan para dificultarnos el sentido.
El
periódico es un dibujo ficticio de la realidad, pero a veces damos, bajo una
mancha de apariencia indescifrable, con las claves de una iluminación mucho más
fuerte, un foco que sólo se concentra en ciertas partes así reveladas y
reveladoras. La realidad está escrita pero es un jeroglífico, no porque la
esconda un código secreto, sino un código apabullado, excedido, tan cargado que
su información resulta inasumible y, por tanto, irreal en su exceso. Sólo a
tientas, abandonados al azar orteguiano de la lectura y sus circunstancias,
encontramos resplandores mate, preguntas que puedan servir de guía para encontrar
las últimas palabras enterradas: verdad y decencia.
La
impunidad del poder hoy se ejerce desde y gracias a ese fragmentarismo,
a la descontextualización de todo cuanto se nos ofrece, que queda así
aparentemente inane, blanqueado, inofensivo, leve. Mano fragmentadora
y palabras despojadas para los corderos. Recibamos, pues, como botón de muestra
cualquiera, al más eximio representante de la seda como lazo, del decir
desdiciendo. Por supuesto, Rubalcaba.
Cuando
afirma (2 de septiembre) que “lo que España no puede hacer es negar la decisión
del Parlamento catalán”, parece estar en una impecable posición democrática: no
se puede ir contra la soberanía del pueblo expresada a través del Parlamento.
Nos hace tragar con sable una mentira descomunal: la de que Cataluña es
soberana, ajena a España, independiente, por tanto, de la única soberanía
legalmente reconocida, la del pueblo español como entidad no despiezada que no
puede ir contra los catalanes, porque los catalanes son pueblo español.
Si el
Tribunal Constitucional rechazara –que lo dudo- la práctica independencia de
Cataluña que establece el ‘Estatut’, lo único que
estaría haciendo es salvaguardar la voluntad democrática del pueblo español
expresada en la Constitución, y enemiga, con alguna lógica, de su
autodisolución. Salvo que la decidamos todos y, hasta hoy, nadie nos ha
preguntado si queríamos que España se dividiera en dos. Nada más
antidemocrático, pues, que este "trágala". Cataluña podrá decidir
irse de España -cuenten con mi asentimiento-, pero lo que no puede es quedarse
imponiendo sus reglas.
Pero
para entender al ministro del Interior hay que remontarse a días atrás, a los
anuncios de rebelión de todos los partidos catalanistas y, sobre todo, del PSC
(Cataluña is not Spain; the PSC is not PSOE), demandando una
cesión de las competencias eventualmente anuladas por el Constitucional, a
través del excepcional artículo 150.2 de la Carta Magna. Lo que nos dice en
verdad Rubalcaba es
que el Gobierno enredador que promovió el ‘Estatut’
y fundamentó en él su
cambio de régimen, no puede ahora negar lo que prometió; y que, por tanto, hará
lo que sea para contentar al separatismo catalán y mantener su apoyo. Es el
culo de Rubalcaba y su jefe lo que corre peligro. Y eso es de lo que hablan y lo que les importa,
no España.