BIEN DICHO, MAL HECHO
Artículo de BENIGNO PENDÁS, Profesor de Historia de las Ideas Políticas, en “ABC” del 19/10/04
Por su interés y relevancia, he seleccionado el artículo que sigue para incluirlo en este sitio web. (L. B.-B.)
Últimas
perlas del semestre socialista. Companys, a beneficio de inventario. La División
Azul, un día desfila y al siguiente devuelve la cruz. Prejuicio antiamericano,
sólo si gana Bush. Medidas anticlericales, bajo (falso) pretexto de cumplir con
la Constitución. Postura «equidistante» en Cuba entre democracia y dictadura:
¿será posible? Una Comisión que no busca la verdad. Un Gobierno que dice una
cosa y hace otra o -sencillamente- no hace nada... Cruje la madera del edificio
social, menos sólido tal vez de lo que aparenta. La tormenta viene de casa,
aunque retumba el eco de los truenos de fuera. España se defiende más o menos
bien de las naderías que se dicen postmodernas y supera, incluso con «notable»,
el discreto nivel que el tribunal de la Historia universal exige en estas
primeras convocatorias del siglo XXI. Sin embargo, de puertas adentro, salen a
pasear viejas querencias, fantasmas colectivos, chantajes y oportunismos varios.
Es el momento de hacer examen de conciencia. Tenemos muchas cosas positivas: una
razonable sociedad de clases medias; la Monarquía parlamentaria y sus
instituciones; la despensa medio llena y las cuentas en orden si no las maneja
el pródigo de turno. ¿Qué nos falta? Educación, sobre todo; tradición cívica y
liberal; densidad moral; vertebración territorial. ¿Qué nos sobra? Dogmatismo e
intransigencia. Mentiras interesadas. Doble lenguaje. Mala intención de unos
cuantos resentidos. ¿Qué podemos hacer? Aquí y ahora, pensar en voz alta para
hacernos cargo del problema. Siempre, ser muy exigentes con las élites que
orientan el rumbo de la sociedad española. Orteguianos al fin, sabemos que casi
todo depende de la excelencia de los que mandan.
La política es retórica, explica Maquiavelo. Pero no vale faltar a la verdad
porque se degrada la moral cívica, esto es, el sentimiento de esas buenas gentes
«que suben y bajan la cuesta de los días», como el personaje de Alejo
Carpentier. Cumplen en la «polis» una función capital: moderar los excesos y
equilibrar la balanza social. Dejan de cumplirla cuando pierden el sosiego y la
confianza. Su perfil es muy definido: más honrados que sutiles; mejor informados
que formados; tenaces, pero no valientes. Se les ve inquietos, a veces
desquiciados, por razones políticas, económicas y socioculturales. Empezamos por
el principio. Es verdad que cierta desilusión acerca de la democracia
constitucional ha prendido en toda Europa: el Estado de bienestar renquea, la
partitocracia no tiene límites y el ruido mediático transmite la impresión de
furia colectiva. Todo se exagera, pero el efecto es el mismo que si fuera verdad
inconcusa. La gente habla mal de los políticos y sus eternas discusiones, aunque
-por suerte- todavía no habla bien de las alternativas inaceptables. Mucho
cuidado con hacer el juego a los agitadores. El terrorismo (enemigo existencial,
no sólo adversario) explota las contradicciones, como decían aquellos libros de
marxismo rancio. Es preciso practicar una sabia pedagogía de la libertad,
predicar mucho con el ejemplo y atraer a las generaciones jóvenes que flotan en
el aire liviano del helenismo decadente. Todo lo contrario de lo que ofrece un
Gobierno de corte radical, bajo disfraz superficial de cortesía, que deriva de
un lenguaje romo, sin aristas, soporífero en sentido literal. Muy peligroso,
porque hace imposible cualquier debate racional.
El llamado «buen talante» contribuye generosamente a la causa del malestar.
Primero y principal, porque alimenta la deslealtad de los nacionalistas.
Cualquier país del mundo estaría orgulloso de su éxito. Pero aquí no podemos
estar contentos, porque el complejo sistema autonómico no ha servido para darles
gusto. Reconocemos privilegios y nos tragamos ofensas y desplantes: tampoco es
suficiente. Nos nos dejan tener sentimientos comunes: la ciudad se rompe,
escribe Platón, cuando el mismo suceso llena de alegría a unos y de indignación
a otros. En ello estamos. ¿Qué más podemos hacer? La irritación nubla la
conciencia recta de la realidad: la España actual es un éxito, no es un fracaso.
A ver si nos aclaramos: un ultranacionalista no es de izquierdas, sino acaso de
extrema derecha. Porque la perversión del lenguaje político no sale gratis: los
nacionalistas defienden el pasado imaginario desde una perspectiva contraria a
la Ilustración, al positivismo, al despliegue de la soberanía popular y de la
igualdad ante la ley en el Estado constitucional. Los modernos somos nosotros y
no ellos. En lugar de hablar con claridad, el propio presidente del Gobierno
asume la tesis de Cataluña como nación y se pregunta (¿ingenuamente?) por la
diferencia entre nación y nacionalidad. Respuesta: véase cualquier manual de
Derecho constitucional, curso primero, capítulo preliminar, donde explica que
«autonomía no es soberanía». La sociedad española seguirá teniendo paciencia,
pero no podemos defraudar una y otra vez la expectativa de una solución
convincente.
Como es natural, el 11-M y sus secuelas favorecen el desasosiego. La sociedad,
lo mismo que la naturaleza, tarda en reaccionar después de un cataclismo. Lo
sabe Flaubert mejor que nadie, cuando recrea -en «La educación sentimental»- el
estado de estupidez general en la Francia de 1848: «personas inteligentes
quedaron idiotas para toda su vida». Paradoja suprema: desde aquel día maldito,
defensores del multiculturalismo se afanan por echar la culpa al Islam radical.
Algunos partidos siguen a lo suyo, sin comprender que la descalificación del
adversario tiene un límite infranqueable en el interés general de España. La
Política debe triunfar sobre el sectarismo y el Estado ha de funcionar para
beneficio de todos. Sabemos que toda Europa corre peligro, pero resulta que las
bombas más dañinas explotan en Madrid. ¿Por qué somos el país más vulnerable?
¿Cómo aceptar que el partidismo sin medida desarme la fuerza coactiva del poder
público hasta el punto de hacerla inservible? Menos mal que, por ahora, nos
libramos del chantaje en forma de secuestro que se impone en el infierno de
Irak, aunque conocemos a fondo su versión doméstica, no menos sanguinaria.
Siempre acaba mal: si no se cede, como hizo Blair, llueve el reproche social; si
se negocia, a la manera inteligente de los italianos, los rehenes liberados
hunden en la miseria moral a toda esa gente admirable que tanto luchó (y tanto
rezó) a favor de una causa humana y patriótica.
Otras desgracias afligen a una sociedad que padece de ansiedad, apenas oculta
bajo la anestesia del centro comercial, la barbacoa del fin de semana o la
pantalla gigante del megacine suburbano. ¿Pueden muchos ciudadanos decir lo que
piensan sobre la inmigración descontrolada o les van a cerrar la boca con una
bofetada dialéctica? Los creyentes, notable mayoría, ¿tienen que aceptar con
mansedumbre que sus creencias sean objeto de desprecio mientras se jalea el
derecho, a veces razonable, de todas las minorías? Si nadie se ocupa de luchar
en la batalla de las ideas, ¿no acabaremos en manos de extremistas y demagogos?
Sería, cómo no, un desastre, pero «sobre todo» sería una estupidez. Porque
contamos con una clase media estupenda. Antes sólo tenía principios morales.
Goza ahora también de una prosperidad aceptable: como decía Tocqueville, posee
bienes suficientes para desear el orden pero insuficientes para desatar la
envidia. Son gentes moderadas por naturaleza. Saben que el Estado constitucional
ha situado a España a la altura de los tiempos y procuran mostrar su orgullo sin
recelos ni histrionismo. No lo dicen porque no se atreven, pero desean que
alguien despierte su ilusión política adormecida. Les gustaría creer en el
Partido Socialista, aunque no sea el suyo, como uno de los pilares del sistema,
pero se sienten engañados por el doble juego de las palabras y los hechos.
Oigamos al mejor de los nuestros: «cada cual es hijo de sus obras». ¡Bien por
Don Quijote!