¿QUÉ ES UNA COMUNIDAD NACIONAL?
Artículo de BENIGNO PENDÁS, Profesor de Historia de las Ideas Políticas, en “ABC” del 16/03/05
Por su interés y relevancia, he seleccionado el artículo que sigue para incluirlo en este sitio web. (L. B.-B.)
ARRECIA la
polémica. Rubio Llorente vuelve sobre el asunto que más inquieta. Si era, como
asegura, una simple reflexión teórica, conviene consultar con los mejores en la
historia de las ideas: alguna luz nos darán, aunque los conceptos políticos no
viven en un laboratorio aséptico y se burlan del análisis doctrinal. No son
tiempos propicios para la razón pura: pensamiento débil, imperio de lo efímero,
deconstrucción absurda, derecho dúctil y otras naderías disfrazadas de ingenio o
erudición. Aun así, vamos a intentarlo.
¿Qué es una comunidad nacional? No lo sé. Así de claro. La pregunta evoca a
Renan. Para esbozar una respuesta, tenemos que suponer que es menos que una
nación, pero debe ser muy poco menos. Si es una nación: ¿por qué no llamarla por
su nombre? Si no lo es: ¿por qué se equipara a ella? Tiene que ser, por otra
parte, más que una nacionalidad (en el sentido del artículo 2º de la
Constitución) porque, si no fuera así, ¿para qué cambiarlo todo para que nada
cambie? Lo entendamos o no, he aquí el centro y eje de las reformas estatutarias
en curso (me refiero, claro, a las no estrictamente secesionistas), llámense
«plan López» o «modelo Maragall». En el índice de conceptos de las monografías
al uso no figuran entradas que remitan a esa expresión, aunque alguien bien
informado ha rescatado un texto del Fuero de los Españoles de 1945. Debe ser
cosa buena cuando le atribuyen virtudes taumatúrgicas sobre nuestra maltrecha
convivencia, al menos de cara a los veinticinco años que siempre nos dan de
margen. En rigor, comunidad nacional es una forma vergonzante de decir nación.
Con un matiz significativo: comunidad no es sociedad, sino que invoca rasgos de
armonía y comunión moral ajenos a la tradición liberal y democrática. Le
gustaría más a MacIntyre que a Rawls, lo cual no es bueno ni malo pero debería
ser ilustrativo para un progresista. Es exagerado afirmar que tiene vocación
totalitaria, pero no aporta nada a la teoría de los ciudadanos libres e iguales.
Alude vagamente a la reserva étnica y organicista. Ni siquiera necesita anclaje
territorial -aclara su inspirador- porque actúa en el plano etéreo de la ficción
cultural. Digo esto de acuerdo con Anderson («comunidad imaginaria») y con
Hobsbawn («tradición inventada»), referencias que no proceden, como es notorio,
del pensamiento conservador. Apela más a la fantasía que a la razón. Suena a
Derecho germánico y no romano. A la «Sippe» y no a Ticio. ¿Cómo se participa en
esa comunidad? Sentimientos telúricos, folklore, emociones compartidas, danzas y
excursiones, selecciones deportivas, lenguas ancestrales y tradiciones no
contaminadas. Nacionalismo étnico, en fin, y no patriotismo cívico.
No suena bien la música del concepto. En una sociedad moderna se reconoce el
derecho fundamental a no ser molestado. En una comunidad (sea nacional o de
vecinos) no hay otro remedio que mantener un grado activo de participación. Un
proyecto nacional «unido en lo fundamental de nuestro destino». No lo dice
Ibarretxe. Es una cita literal del documento presentado por el PSE-EE. Léase con
atención. Tiene aire de familia con el Espíritu del Pueblo y el romanticismo
contrarrevolucionario. Extraño socialismo del siglo XXI. Pero volvamos a la
lógica del contexto. Nacionalidad, decía, es menos que comunidad nacional.
¿Cuánto menos? Tal vez el salto sea grande: el que va desde la autonomía a la
soberanía. A día de hoy, las nacionalidades son partes constitutivas de España,
definidas por un grado de autonomía superior a las regiones, pero no están en
condiciones de discutir (al menos, en el plano jurídico) la supremacía del
Estado. Su autonomía resulta ser un «poder limitado», ha dicho mil veces el
Tribunal Constitucional. Ejercen, eso sí, un conjunto de competencias y
funciones que superan de largo la capacidad de muchos Estados miembros de
Estados federales. Y ya que hablamos del Alto Tribunal, basta recordar las
sentencias sobre la ley del suelo o -hace poco- sobre medio ambiente para ser
conscientes de cuán generosa es la Constitución hacia las autonomías
territoriales.
Pero nunca es suficiente. Tampoco sirve la peregrina teoría de la nación de
naciones. Es un dislate conceptual: se es nación o no; se es titular de
soberanía o no, por la misma razón que hace imposible estar un poco embarazada.
Acaso el único precedente de soberanía limitada (sic) sea la doctrina Brezhnev,
relativa a los Estados miembros del Pacto de Varsovia. Son cosas de los
Imperios. Pero no creo que les guste. En todo caso, hablar de nación de naciones
resulta perfectamente inútil: tampoco quieren formar parte de esa entelequia. Ni
siquiera les gusta ya la fórmula «naciones sin Estado», que ellos inventaron.
Ahora quieren «nación con Estado», aunque sea -por ahora- Estado libre asociado.
Era otro absurdo conceptual. Me anticipo a la objeción: judíos, armenios... Sí,
pero incluso los viejos pueblos de la diáspora cuentan ya con el respaldo de la
estatalidad; Israel desde 1947, Armenia desde la explosión del Imperio
soviético, aunque amputada de Nagorni-Karabaj y obligada a contemplar el mítico
monte Ararat sin poder acercarse... Otra cosa es que haya naciones en vías de
alcanzar la estatalidad, porque el prestigio semántico ayuda decisivamente a
conseguir la plenitud de poder. Son, pues, naciones futuras que, si el «opresor»
lo permite, reconstruyen su propia historia en el sentido que describe E.
Gellner: comunidades «adormecidas» por el enemigo durante largos periodos y
rescatadas, cómo no, por una elite valerosa de luchadores apasionados.
¿Quién se acuerda de las regiones, aquí y ahora? Nos hemos acostumbrado a
mirarlas con desprecio. Con un matiz: si se trata de regiones transfronterizas o
de órganos de apariencia supranacional (Comité de las regiones, por ejemplo)
nuestros líderes nacionalistas dejan a un lado los remilgos. Cuestión de
vanidad. También de posibilismo: por ahí fuera nadie entiende las disquisiciones
esencialistas y algunos vecinos casi saltan sin intermediarios del Estado al
municipio. Las regiones configuran un mapa variopinto: muchas formas
confluyentes de ser españoles. Convendría reforzar el prestigio del concepto.
Para empezar, usarlo con frecuencia y afecto. Destacar su carácter vertebrador
del territorio y la plena compatibilidad de los sentimientos de pertenencia. No
minusvalorar su condición frente a las naciones sedicentes que -por ahora-
deciden mantener con nosotros una «relación amable». Hay que ser conscientes del
éxito que ha supuesto la «redención» de las regiones. Volvemos a lo de siempre:
sale caro y tiene defectos, pero -en perspectiva global- el Estado de las
Autonomías ha traído elementos positivos. No vale la objeción eterna, que no ha
resuelto las cuestiones vasca y catalana. Tenemos que pensar por cuenta propia y
no analizar cada movimiento de las piezas en función del prisma particularista.
Si alguno de ellos se siente «incómodo», ¿cómo creen que nos sentimos los demás?
El nacionalismo destruye la moral colectiva: la desigualdad de trato deteriora
la legitimidad. Algún especialista debería medir en términos cuantitativos la
presencia en los medios de alcance nacional de las diferentes Comunidades
Autónomas. ¿Somos iguales los ciudadanos? España circula por la Historia con un
«handicap» permanente. El esfuerzo de los mejores está siempre ocupado en
debatir sobre esencias inaprensibles y egoísmos perfectamente cuantificables.
Las regiones, a esperar, mientras se sustancian las ocurrencias nominalistas de
algunos distinguidos conciudadanos.
El ánimo flaquea pero habrá que seguir luchando contra la obsesión identitaria.
¿Comunidades nacionales? Dice el personaje de Joyce: «el vacío aguarda a todos
esos que tejen el viento».