RAZONES CONTRA EL DESALIENTO
Artículo de Benigno Pendás, Profesor de Historia de las Ideas Políticas, en “ABC” del 24.01.06
Por su interés y relevancia he seleccionado el artículo que sigue para incluirlo en este sitio web.
... Reabierto el debate territorial por razones de simple oportunismo, lo peor es que consume todas las energías morales e intelectuales. Muchos socialistas sensatos lo reconocen en privado. Unos cuantos lo admiten en público...
Mientras Europa despierta, España se duerme. Tony Blair clama por el «respeto».
Sarkozy propone «autoridad». Merkel, el nuevo símbolo, anuncia «trabajo». Los
políticos atienden por fin a las preocupaciones reales. Según un informe para el
Foro de Davos, los europeos somos la gente más pesimista del planeta. La escuela
y la familia fallan con estrépito a la hora de transmitir valores cívicos. De
ahí la rebelión sin revolución, imagen fugaz -pero significativa- del estado de
naturaleza hobbesiano. La fiesta continúa, aunque menos animada. La niebla
perturba el horizonte de la ciudad alegre y confiada. Por fortuna, el bienestar
material modera las consecuencias del comportamiento antisocial. Seguimos siendo
una generación privilegiada, que sólo conoce la guerra a través de la televisión
y de los libros de historia. Es verdad, sin embargo, que contamos con nuestra
propia guerra por fragmentos, llamada «terrorismo», y que hemos importado el
proletariado exterior -como decía Toynbee- sin tener una idea clara de cómo, por
qué y para qué. Los partidos democráticos tienen el deber de ofrecer soluciones
frente al malestar creciente. De lo contrario, llegará sin remedio la hora de
los extremismos antipolíticos. Cuando nos arrepintamos, ya no servirá de nada
rasgarse las vestiduras. Populismos y demagogias aguardan su turno por si
fracasa la política de la responsabilidad. No sería la primera vez. En España,
se acumulan los motivos para el desánimo. ¿Fin de trayecto? En el adagio final
de la «Sinfonía de los adioses» de Haydn, los músicos dejan de tocar uno tras
otro. Abandonan discretamente la escena. El último violinista se queda para
apagar la luz y concluir la partitura en «pianissimo». ¿Se marcha para siempre
de Cataluña el poder soberano del Estado?
Aquí y ahora, en efecto, seguimos a lo nuestro. No hay tiempo para debatir sobre
respeto, autoridad o trabajo. El nacionalismo insaciable consume todas las
energías de una nación -la de verdad- exhausta y desalentada. Ya se sabe adónde
conducen los esfuerzos sin recompensa. Una sociedad sana no puede vivir de
angustia en sobresalto a cuenta del Estatuto catalán o de las resoluciones
judiciales sobre Batasuna. Reabierto el debate territorial por razones de simple
oportunismo, lo peor es que consume todas las energías morales e intelectuales.
Muchos socialistas sensatos lo reconocen en privado. Unos cuantos lo admiten en
público. Incluso con Zapatero, antes de Irak, había un discurso teórico: énfasis
en la seguridad, republicanismo cívico, planteamientos neofabianos. Discutible,
sin duda, desde el punto de vista ideológico, pero coherente con un socialismo
adaptado como todos a la levedad posmoderna. No queda nada. Sólo hay tiempo para
jugar con fuego, abrir un proceso constituyente en sentido material, desplazar
al centro-derecha hacia los márgenes del sistema. El nacionalismo envenena a la
izquierda española porque rompe la dinámica natural de su evolución. Le exige
aceptar una falacia sin sentido: que el «progresismo» se identifica con un
localismo rancio y antediluviano. Los criterios de Maragall y de Esquerra se
parecen mucho a los de la Liga Norte, pero en Italia nadie piensa que esa
postura sea de izquierdas. Por ignorancia o por mera táctica, un sector
importante del PSOE renuncia a sus señas de identidad y pierde acaso su propia
razón de ser. ¿De verdad que merece la pena? Cada vez hay más gente seria que lo
pone en duda. Es imprescindible que pasen de las palabras a los hechos. Si no lo
hacen ahora...
Mejor equipada para la defensa ética y política de la nación, la derecha padece
también las consecuencias de la infección nacionalista. Evocar viejos fantasmas
destapa malas querencias. Si «ellos» no tienen pudor, «nosotros» tampoco...,
deducen algunos, a veces por convicción, otras por simple interés. Mal camino.
Tener razón conlleva sus exigencias. Entre otras, la moderación, el aplomo, el
sentido común.
Hablemos claro : si fracasa este proyecto nacional, perdemos los españoles de
bien. Los desleales prefieren una España convulsa y agresiva. No servirá de nada
echarles la culpa del desastre. Este es nuestro proyecto, no el suyo. Pero han
logrado también en este caso infectar un virus dañino en la lógica del argumento
político: que la Transición, un éxito colectivo, parezca ahora un fracaso.
Pretenden obligarnos a elegir entre Nación y Constitución. Falso dilema. Aquí y
ahora, la forma de ser de España está contenida en un texto proclamado en nombre
del titular único de la soberanía. No hay que dejarse arrastrar por la
frustración. Es notorio que existen motivos para el desánimo, pero es
imprescindible mantener la confianza y recuperar la propia estima. Para ello, es
preciso argumentar con rigor y firmeza, ser exigente sin desvaríos, convencer
sin insultar. En esta hora difícil, se debe consolidar la coherencia y la
integridad del proyecto colectivo. Por eso es acertada la convocatoria por el
Partido Popular de una convención basada en la política de las ideas. Rajoy
tiene que acertar en la táctica, pero también en la imagen, evitando tanto la
rigidez como las contradicciones internas. Está en juego el futuro de la España
constitucional.
El síndrome nacionalista no deja ser izquierda a la izquierda española. Amenaza
también con descentrar a una derecha que ha sabido evolucionar -no sin esfuerzo-
de acuerdo con el espíritu de los tiempos. Me preocupa mucho más, en todo caso,
la sociedad civil que la clase política. La gente está desanimada, en la calle y
en los despachos, en las aulas y en muchos ámbitos empresariales y laborales.
Extraña época la que nos toca vivir. Hemos inventado una globalización sin
cosmopolitas. Un patriotismo sin héroes. Un nacionalismo sin ciudadanos. Tenemos
incluso un «totalismo» sin totalitarismo. Surgen nuevas formas de violencia.
Michel Wieviorka describe con precisión algunos modelos ya contrastados: por
ejemplo, el «sujeto flotante», que quiere ser social, pero no puede, y estalla
entonces en rabia destructiva. Por ahora, los recursos acumulados en la despensa
colectiva permiten evitar que explote el polvorín. ¿Y cuando falten? «Si no hay
dinero, no hay suizos» es una sabia expresión de tiempos de la Monarquía
hispánica, siempre con apuros para pagar el sueldo a los mercenarios.
La gente está preocupada por la violencia, en casa, en la calle y en la escuela.
Por el deterioro de ciertas formas elementales de convivencia, incluidos el
decoro y un mínimo de buenos modales. Por el empleo precario. Por la inmigración
y sus secuelas. Por el presente de los padres y por el futuro de los hijos.
Cuando vuelve los ojos hacia la clase política, sólo encuentra debates
artificiales, confrontación perpetua y secretismo para iniciados. Es lógico que
se agrave la desilusión. Comprensible, en efecto, pero un desastre para la
convivencia cívica. Porque, entre la irritación y el desconcierto, muchos
encuentran una falsa justificación para el egoísmo, la pereza, incluso la
indignidad. Si «ellos» no..., «yo» tampoco. La naturaleza humana no ha cambiado
ni tiene intención alguna de cambiar. Por fortuna , el proceso de la
civilización permite un control, siquiera precario y limitado, sobre los peores
instintos naturales. Pero el estado de ánimo tiene una influencia decisiva y,
entre nosotros, el pesimismo está ganando la batalla.
Volvamos a la tierra baldía. Zapatero acaba de cruzar el Rubicón. Mueve ficha
con CiU sin perder de vista a sus socios actuales. Estatuto, opa y «papeles»
cierran el círculo en Cataluña. Batasuna, presos y nueva estrategia del PSE
reabren el tema vasco. Mientras tanto, el mundo gira, las potencias emergentes
aceleran, incluso nuestros socios distraídos empiezan a reaccionar. España, en
tierra de nadie. No es fácil encontrar razones para luchar contra el desaliento,
pero habrá que tener voluntad para buscarlas. Como escribe T.S. Eliot, «el
pesimismo profético ya no sirve de consuelo».