PRUDENTES CONTRA INSENSATOS
Artículo de Benigno Pendás, Profesor de Historia de las Ideas Políticas, en “ABC” del 25.04.06
Por su interés y relevancia he seleccionado el artículo que sigue para incluirlo en este sitio web.
... Nuestro drama colectivo deriva de un puñado de votos que determina un desafío sin final conocido a la organización territorial del Estado. La arquitectura constitucional sale a subasta a cambio de apoyos coyunturales. No pasa en ningún sitio...
Corren malos tiempos para la razón ilustrada. Tal vez se lo merece, seducida por
intelectuales orgánicos y progresistas sedicentes. Prudencia, sin embargo: a
pesar de sus miserias, es lo mejor que tenemos. La naturaleza humana no permite
albergar esperanzas sin fundamento. Una marea de prejuicios y atavismos se agita
bajo el barniz superficial de la civilización. Unas veces actúa con el disfraz
de privilegios tribales o sociales; otras, de ideologías dogmáticas y
excluyentes. La experiencia no suele engañar. La quiebra de la razón conduce al
desastre. También los excesos, por cierto. Nos queda el sentido común. Habrá que
insistir una y mil veces, aunque parezca inútil aquí y ahora. Como siempre, el
mal de muchos trae un consuelo absurdo. Inquieta esta Europa vencida por el
malestar social y la desilusión política. La calle derrota a las instituciones
en Francia. Las urnas parten en dos a la sociedad italiana. Incluso entre los
ingleses sube la expectativa electoral del extremismo antipolítico. El populismo
arraiga mientras los liberales pecamos de nostalgia respecto de aquel paraíso
perdido que nunca existió. El ruido de lo efímero crea la realidad: ficticia,
sin duda, pero muy eficaz para la transmisión de mensajes cargados de trampas y
asechanzas. En todo caso, el ser humano no tiene intención alguna de
escarmentar. Por supuesto que se equivocó Fukuyama, como antes Marx o Spengler o
cualquier otro pensador sin el título legítimo de profeta. También Manuel Azaña,
a nuestra escala doméstica. El contexto es diferente, por fortuna, pero es
notorio que «el genio español vuelve a enfurecerse». Claro que ya era tarde,
cerca del final de la guerra, para apelar a los hijos de la «patria eterna».
Antes no tuvo tiempo, al parecer. Seamos, pues, realistas. No hay tal fin de la
Historia. Acaso el mito del eterno retorno nos ayuda a comprenderla mejor...
En esas estamos. Amigo o enemigo. Conmigo o contra mí. España se condena a sí
misma en un capítulo tardío de la sempiterna discordia civil. ¿Fue un espejismo
el espíritu de la Transición? ¿Por qué somos siempre el eslabón más débil de la
cadena? Desde Irak y el 11-M nuestra vieja nación exhibe sus miserias a los
cuatro vientos. La realidad imita al arte en forma de garrotazo goyesco. Gana
terreno la sensación de desaliento. Fíjese cada uno en su entorno. En mi caso,
hablo con muchos profesores, profesionales, gente de todo tipo que no tolera la
fractura de la soberanía intangible pero que se indigna cuando alguien arrastra
por el fango a las instituciones. Ejemplo elemental. Los ciudadanos creen y
quieren creer en la justicia. Al menos, como bien escribe García de Enterría,
cuando los jueces actúan como agentes de la ley y no como profetas iluminados,
investidos milagrosamente por la Providencia. Que de todo hemos tenido, ya
saben. Pagamos cara la debilidad de una sociedad que depende en exceso del
poder. Un cambio de Gobierno produce angustia vital al funcionario que cobra un
complemento de productividad o al gestor universitario que organiza los cursos
de verano. Casi da vergüenza reconocerlo. ¿Qué decir sobre las opas, el intento
de controlar los medios o la ejecución de grandes obras públicas? ¿Qué maldición
se cierne sobre el cargo de fiscal general del Estado? ¿Somos de verdad
incapaces de establecer administraciones independientes y organismos reguladores
al margen de la disciplina partidista?
Nuestro drama colectivo deriva de un puñado de votos que determina un desafío
sin final conocido a la organización territorial del Estado. La arquitectura
constitucional sale a subasta a cambio de apoyos coyunturales. No pasa en ningún
sitio. Por eso, cuando se toca la fibra más sensible, la esencia misma de la
nación soberana, quiebra el vínculo moral que constituye la ciudadanía y retorna
el temible «behemont», el monstruo de la discordia. Como decía Spinoza, «todo el
mundo vive angustiado en medio de enemistades, odios, iras y engaños». Muchos
eluden el problema a cambio de un bienestar que atrofia las conciencias. En
otros prende la eterna «sangre iracunda», que no demuestra grandeza sino
carencia lamentable de virtudes cívicas. Lo más preocupante es el punto de vista
de los jóvenes. Los que no hacen planes para el botellón, plantean respuestas
radicales, a la derecha y a la izquierda. Hay excepciones valiosas, por
supuesto, pero da la impresión de que hemos perdido treinta años, un par de
generaciones, en este decisivo terreno. Resulta que los españoles somos más que
sensatos para asumir las servidumbres propias de la vida personal o laboral , no
siempre idílicas. Somos intransigentes, en cambio, cuando se trata del ámbito
público. Todo esto es muy cierto, pero -a pesar de sus defectos- España no se
merece otro fracaso histórico.
Vivimos, en efecto, en una sociedad moderna , a la altura -más bien discreta-
del tiempo que nos ha tocado vivir. Tenemos que aprender a ganar y a perder
elecciones. Ganar (sobre todo, en aquella circunstancia y por mayoría relativa)
no autoriza a promover una reforma material de la Constitución vigente. Mucho
menos, una novación del poder constituyente. Perder, aunque sea de forma injusta
e inesperada, obliga a practicar un discurso inteligente, mirando al futuro,
nunca al pasado. Es verdad que la presión de los nacionalistas produce un efecto
demoledor sobre la convivencia. Ante todo, genera un desencuentro moral , rompe
esos lazos afectivos que importan a la gente mucho más que las leyes orgánicas.
Quiebra la lógica de la izquierda, obligada a romper con sus señas de identidad
ideológica para justificar una alianza oportunista. Consigue mantener a
determinados sectores de la derecha en un estado de inmadurez perpetua. Obliga a
gastar la parte más valiosa de las energías de la nación auténtica en una
querella estéril y agotadora. Cada vez se oye más en los foros internacionales:
los españoles aburrimos a las ovejas, hablamos siempre de lo mismo. Es el camino
más rápido hacia la insignificancia. Ofrecemos la imagen de un país desconfiado,
que lo tiene todo para disfrutar del buen momento histórico pero que no termina
de creer en sí mismo. Es imprescindible romper con este círculo vicioso.
Hay que salir al paso, una y otra vez, de tanta opinión infundada. Sobre el
final de ETA, derrotada ya por el Estado de Derecho. Zapatero habla de paz. Se
parece a Talleyrand: «yo he hecho mi paz; es muy buena». Poco después, Napoleón
vuelve del primer destierro para emprender la aventura infausta de los «cien
días». Sobre los derechos históricos como «única Constitución» del pueblo vasco.
No hay tal cosa en una democracia moderna . Es puro «espíritu del pueblo»,
secuela del romanticismo jurídico más rancio. Sobre realidades nacionales y
especies análogas. Aquí se sientan las bases de un peligroso desencuentro entre
los políticos y la opinión pública, con grave daño para la legitimidad del
sistema. Sobre la memoria histórica, falacia oficialista que encubre el fracaso
objetivo de la Segunda República. Me remito a R. Koselleck, el teórico de la
historia conceptual, en una larga entrevista que publica en dos entregas la
«Revista de Libros»: además de las reflexiones generales, no se pierdan la
referencia a los nazis. Sobre el lugar común, «...pero la economía va bien».
Debe ser verdad, aunque lo dicen los expertos más que los consumidores. Sin
embargo, el Gobierno desperdicia una oportunidad única para promover reformas
estructurales. La factura ya llegará. Sobre reacciones desmesuradas e
indiscriminadas contra todo y contra todos. La respuesta es muy sencilla:
producen un daño irreparable a la causa que pretenden defender. Siempre la
condición humana: «temerosos buscamos un soporte...», escribía Rilke.