LA PRIMERA PIEDRA
Artículo de Xavier Pericay en “ABC” del 10.12.05
Por su interés y relevancia he seleccionado el artículo que sigue para incluirlo en este sitio web.
Se trata de un viejo asunto, de algo sobre lo que no queda más remedio que
volver de vez en cuando, aun a riesgo de repetirse. Se trata del nacionalismo,
del nacionalismo vasco y del nacionalismo catalán, esos primos hermanos. Y de su
incesante trabajo de zapa desde los años de la transición. Por supuesto, uno
podría ir mucho más lejos en el tiempo: hasta los días cándidamente trágicos de
la Segunda República, pongamos por caso. O remontarse incluso hasta finales del
siglo diecinueve. Pero conviene detenerse en los años de la transición, porque
la transición fijó unas reglas del juego, inéditas hasta entonces, que todas las
fuerzas políticas del momento, incluidos los sectores mayoritarios de esos dos
nacionalismos, juraron -es un decir- respetar. Y porque esas reglas han sido
repetidamente violadas por ambos nacionalismos, con mayor o menor vileza según
el tiempo y el lugar. Y porque, en fin, en los últimos años el ritmo de las
violaciones y su intensidad han alcanzado tal nivel que la estabilidad de este
proyecto común nacido con la Constitución de 1978 ha empezado a peligrar.
Una de las prácticas más recurrentes de esos nacionalismos consiste en reducir
el espacio, en postular que el ámbito de decisión sobre su futuro no corresponde
al conjunto de los españoles, sino sólo a una parte, determinada en el mejor de
los casos por un territorio y, en el peor, por quienes, dentro de este mismo
territorio, han expresado una adhesión inquebrantable a los principios del
movimiento. Es el caso, de todos conocido, del Estado libre asociado propugnado
por el lendakari Ibarretxe. Pero esa reducción tiene a veces expresiones mucho
más sutiles. La última semana, por ejemplo, a raíz del acto convocado por el
Partido Popular en la Puerta del Sol, tanto los partidos políticos catalanes
como un sinfín de comentaristas del más variado pelaje insistieron
machaconamente en que la concentración madrileña no era en modo alguno un acto a
favor de la Constitución y sí, en cambio, un acto en contra del proyecto de
nuevo Estatuto catalán. Y hasta Josep Piqué, al que los dirigentes de las demás
fuerzas parlamentarias catalanas habían instado a pedir perdón en la Cámara por
sus pecados -o sea, por asistir a la concentración de Madrid en tanto que
presidente del PP en Cataluña-, tuvo que reconocer al día siguiente que el
proyecto de reforma estatutaria estaba en el origen del acto de la Puerta del
Sol. ¡Pues claro que estaba! Del mismo modo que en el proceso negociador que
acabó desembocando en el texto del nuevo Estatuto estuvo en todo momento el afán
por ir más allá de los límites fijados por la Constitución. Pero así como dicho
afán era para los negociadores la mar de legítimo, dado que el nacionalismo
catalán puede comportarse en casa como le plazca, el que el resto de los
españoles, incluidos los catalanes no nacionalistas, disientan en público de lo
que consideran una amenaza para la Constitución resulta para los mismos sujetos
algo completamente inaceptable.
Esa patente de corso se hace extensiva a las relaciones entre los nacionalismos
vasco y catalán en cuanto aparece por ahí el fantasma de ETA. La pasada semana
el Parlamento catalán estuvo a punto de reprobar a Ángel Acebes por vincular a
la banda terrorista con el proyecto de reforma del Estatuto, y al final todo
quedó en una declaración institucional del presidente de la Cámara en la que, al
tiempo que se criticaba las declaraciones del dirigente popular, se pedía a su
partido diálogo. Pues bien, a finales de agosto, cuando parecía que el Estatuto
iba camino del matadero, tanto el consejero de Relaciones Institucionales del
Gobierno de la Generalitat como el propio presidente Maragall habían echado mano
de ETA para tratar de salvar el pellejo. El primero avisando de que un «no» del
PSOE al Estatuto que saliera del Parlamento catalán «imposibilitaría que en el
País Vasco también se encontraran vías de solución». Y el segundo relacionando
en un artículo de prensa el proceso de reforma estatutaria con el que debe
llevar a «la paz en Euskadi». ¿Acaso alguien se escandalizó? Nadie, por
supuesto.
El nacionalismo siempre tira la primera piedra. ¡Ay de los incautos que la
recogen y osan devolvérsela!